Capítulo 40
Molly había pensado en fugarse. Improvisaba. Tenía el impulso de abandonar su casa y fingir tener otra identidad, en tanto iría de un motel a otro, quizás haciéndose pasar por alguna contadora pública o secretaria en medio de un encargo importante. Cada idea que repasó le pareció estúpida. Al final se sentó en un sofá y fumó el último cigarrillo del empaque. «¿Qué hago?», se preguntaba, «si me voy así nada más, el pueblo creerá que el asesino me llevó consigo». Creyó que sería todavía más egoísta y contraproducente hacerle creer tal cosa a los demás. Tenía miedo, eso sí, lo admitía. Estaba aterrada.
Pero como nada se le ocurriera, la noche del viernes cayó sin remedio, y con ello la llegada de su adorable compañía, Brigitte Schmidt. La profesora tocó a la puerta, muy temprano, antes de que el sol se ocultase. Aquella llevaba una botella de vino consigo. La ama de casa entonces tuvo un sentimiento contradictorio aunque agradable, pues resultaba que estar a solas con ella le pareció más pacífico de lo que esperaba. En un principio se había sentido nerviosa, como si fuese la primera vez que se veían a escondidas, pero supo que había iniciado algo con aquella confesión sobre su esposo. Se dio cuenta de que jamás le había dicho la verdad a nadie. Cual si su mente fraguase un escape a sus propias espaldas, Molly sucumbió ante unas misteriosas tentaciones.
Las mujeres charlaron durante un par de horas mientras veían televisión. Bebieron unos tragos, aunque no se pasaron. Y no hablaron ni de Adam ni del futuro de la familia. Ellas trataron nimiedades y gustos. Incluso se divirtieron con cotilleos sobre famosos. Esto le dio una idea a Brigitte, que se levantó cuan pronto se tocó el tema de la música. Molly reía de vergüenza, porque todos los discos que almacenaba la consola eran de Shirley.
—¿Tú no conservas tus propios discos? —le preguntó Brigitte. Con risas, a la vez que sacudía la cabeza, Molly mostró su negativa—. Entonces ¿qué escuchas?
—A mí la música me da un poco de igual, querida. Creo que no me identifico con ningún género. Un día puedo disfrutar del jazz y al otro podría oír ruidos tribales africanos o algo parecido.
Brigitte se divirtió con la respuesta. Había corrido la puerta de la consola. Buscaba entre todos los discos y se asombró por los buenos gustos con los que contaba Shirley.
—¿Te gusta el rock? —preguntó Molly, casi con estupefacción.
—¿Por qué no?
—Pensé que lo considerabas del diablo.
—¡Ese es mi padre! A él no le gusta nada. —Tomó un disco y lo abrazó—. Él no aprecia nada de la vida. Cuando era pequeña, no me dejaba disfrutar nada. Toda mi infancia quise irme. Y lo irónico es que me enseñó lo malo que sería vivir en una dictadura.
—Vaya, querida. —La miró con la barbilla recargada en su mano—. Creo que ambas acabamos hastiadas de los hombres, ¡ja, ja, ja!
—Bueno, no está tan mal. No seríamos como somos ahora. Y el ahora es importante.
Molly hizo una mueca.
—Quizá tengas razón —dijo.
—Pondré este disco. Es Petula Clark.
—¿Quién?
—Petula Clark. ¡No me digas que no la conoces, Molly!
—Te digo que no sé nada de esas cosas.
—Te gustará este. —Brigitte colocó el disco en el aparato, y apenas bajó la aguja comenzó a escucharse un piano. Se trataba de Downtown. La voz de Petula era muy dulce y juvenil, algo que sin duda escucharía Shirley. Sin evitarlo, la profesora comenzó a bailar—. Ven. Levántate y twistea conmigo.
—No, qué va, qué pena.
Brigitte no le hizo caso y la tomó de la mano.
—¡Está bien, está bien! No te alborotes.
En un instante, ambas comenzaron a bailar cual par de adolescentes, ahí en el centro de la sala de estar. Se reían juntas, mientras Molly imitaba los modernos pasos de Brigitte.
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