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Capítulo 39

Las noches de Acción de Gracias no eran el festivo favorito de la señora Krasinski. A pesar de que Leon y Peter se declaraban admiradores de la costumbre, debido a la cena y la convivencia, Elena no terminaba de congeniar con esta cultura. En su vieja nación no había ninguna tradición similar. Más bien, durante su infancia nunca hubo festividades importantes, mucho menos religiosas. Si acaso Elena recordaba la fundación de la URSS, o, en su defecto, nacimientos importantes de hombres mundanos que se habían vuelto deidades, como lo eran Lenin o el propio soviet supremo, es decir, el líder de la nación. Su infancia carecía de las distracciones occidentales.

Por esto, solo quiso hacer la misma cena de siempre. Peter le había ayudado a la preparación, como era habitual, sin chistar. Pero pronto llegó Leon con una idea en mente.

—¿No vamos a comer un pavo como la demás gente?

—No —contestó su madre a secas. Para colmo, desde anoche no tenía los ánimos para enfrentarse a otra discusión. Hacía dos días que su hija no le dirigía la palabra. Aunque los hombres de la casa habían intentado dialogar con Tabatha, esta no cedió ante sus ideales.

El señor Krasinski debía ahora avisarle a su hija que la cena estaba lista.

—¿Cuándo dejaremos de ser los «rusos del pueblo»? —preguntó él.

—Nunca se puede dejar de ser quien eres, cariño —dijo Elena con un tono insidioso—. Ya a comer, que se enfría.

Tabatha llegó y se incorporó a la mesa. A diferencia de antes, la joven lucía melancólica.

—Pero...

—A comer, Leon.

Peter le regaló a su hijo una discreta mueca de resignación.

—Mamá, de verdad esto es muy molesto.

—¿Qué tiene de malo el schi? ¿Está mal cocinado?

—No es la comida, es que... No sé. Ya estoy harto de sentirme como un extranjero en mi propio hogar.

—Bueno, no puedes negar que tus raíces no están en este país.

—Nací en Jersey City, mamá, ¿de qué hablas? No sé nada de ruso. ¿Por qué tengo que seguir fingiendo que soy de un país del que no soy?

—¿Estás avergonzado de tus orígenes? —preguntó ella, ofendida. Los demás estaban atentos a la conversación.

—Por supuesto que no. No hay nada más cobarde que avergonzarte de ti mismo.

—¿Entonces? Por favor, come, o tu sopa va a enfriarse.

Leon no supo qué decir y obedeció. Mas, por dentro, comenzó a reclamar.

—Yo creo que él tiene razón, mamá —dijo Tabatha. Su voz se oía triste.

—¿Ahora sí piensas hablarme, jovencita? —le preguntó, aunque sin mirarla.

Tabatha se tomó un tiempo para preparar lo que iba a decir.

—Mamá... yo... quiero que me perdones. Lo que te dije ayer... no fue justo. —Elena le prestó atención—. Me comporté como una tirana. No estuvo bien. Les llamé hipócritas y... no son nada de eso. Fue horrible lo que hice. No dejo de pensarlo. Creo que no era necesario que los atacara por considerar que no tenían dignidad o algo así. Fui egoísta. Lo siento.

—Muy bien, Tabatha —replicó su madre con desinterés—. Disculpas aceptadas. Y ya coman, porque esto se enfría muy rápido.

—Yo te comprendo, nena —le dijo Peter con una sonrisa. Tal vez Elena, creyendo que esto la contradecía, llamó a su marido de una forma reprobatoria—. Te sentiste mal por haber visto a ese muchacho aquí. Si yo hubiera llegado de la biblioteca y me hubiese encontrado a Anderson aquí, seguro habría pegado de gritos.

Tabatha soltó una risa sincera. Elena, por su lado, intentó callarlo.

—Hace tiempo en el trabajo hice que corrieran a un muchacho —añadió su papá. Leon y Tabatha se sorprendieron; ¡Peter jamás haría algo malo a otra persona!—, porque yo consideraba que era un haragán. Se la pasaba durmiendo, a veces fumaba, se sentaba a leer los libros en lugar de acomodarlos, y lo que era peor: los criticaba mal. Decía que Tolstoi era aburrido, ¡eso es inconcebible! Lo quería afuera. —Reía al recordarlo.

—¿Y qué pasó? —preguntó Tabatha, que lucía intrigada.

—Se me cumplió. En ese momento supe lo que era tener poder, y me sentí intocable.

—Debe ser gratificante —comentó Leon.

—¡Ah! —Peter levantó el cuchillo, como si anticipara un giro inesperado—. Pero pronto él volvió. Quise saber quién había faltado a mi juicio. Uno de mis supervisores le había dado el derecho de volver, sin consultarme. Él tenía pensado hablar de ello conmigo más tarde. Me senté a escucharlo. Resultó que defendía al chico porque este estaba confundido con sus labores. Su supervisor era quien no le había dicho cómo debía gestionar sus labores. ¡El otro bendito supervisor era quien no hacía su trabajo! El joven solo evitaba aburrirse; no era su culpa. Y bueno, no digo que él haya sido equiparable a Patrick, pero pienso que hay cosas que no consideramos. La verdad es más de lo que vemos, digo yo.

—Sé que Leon me dijo que se disculpó o algo así —dijo Tabatha, rendida.

—Eso no me importa —respondió Leon—. A mí me da mucha pereza oír disculpas. Pero si te sirve de algo, Patrick quedó solo. Héctor era su único amigo. Quería salvarlo. Tal vez lo ejecuten antes de que termine el año, no lo sabemos. Ya no se puede hacer nada, o al menos así lo creo. A no ser que ocurra un milagro, saldría absuelto. Y yo lo vi a punto de llorar por eso. ¡Patrick sintiendo algo por otra persona! Pensé que era un imbécil incapaz de sentir. La verdad me inspiró mucha lástima. Por eso acepté ayudarlo.

—No sabía que el inculpado fuese su amigo. Caray, soy muy mala.

—Solo no te fijaste en muchas cosas —dijo Peter—. Es normal. Considera que ese chico, aunque quizá no se lo merezca, necesitaba alguien que le tendiera la mano. Bien es cierto que, si te comportas de la misma manera con aquel que te ofendió, te rebajarías a su nivel, y a mí no me gustaría ser igual que Bruce Anderson. Primero me arrojo de un puente, ¡ja!

—Cariño, no hagas esas bromas. Con eso no se juega. Ya te pareces a la señora Flanagan y sus chistecitos pesados.

—¡Mamá! —protestó Tabatha, sintiéndose mal por la madre de su amiga.

—Lo siento, hija, pero es la verdad. Me la he encontrado en la peluquería, y cuando me saluda, siempre sale con una broma fea. Así es ella. Me desagrada que lo haga.

—Bueno —dijo Leon—, ahora que ya todos estamos contentos y reconciliados, ¿podríamos hablar sobre comernos un pavo y divertirnos como la gente?

—Puedes divertirte en la feria de Navidad como la gente.

—Faltan semanas. Además, mamá, yo quisiera comer un pavo y...

—De ninguna manera, querido. Asunto terminado.

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