Capítulo 38
Adam Flanagan venía del coche, ya listo para emprender el viaje a San Luis pero del lado de Illinois. Había dejado la última maleta en la cajuela. Cerró la puerta tras de sí y miró con desprecio a Brigitte, que tocaba en el piano junto al pequeño Carl. Molly, a diferencia de los demás, no se encontraba presentable. Tenía puesto uno de sus tantos vestidos rosados con motas rojas, y además iba envuelta en un delantal a juego. Fumaba, recargada de codos sobre la barra de la cocina, en tanto su marido llevaba a cabo el empacado.
—¡Carl! —ladró su padre—. ¡Será mejor que te apresures!
—Sí, papi —contestó el niño, con un modo un tanto irónico y lleno de desidia, ya que siguió tocando unas cuantas notas. La profesora Schmidt, por otra parte, se detuvo e insistió al niño para que obedeciera—. Ya voy —gruñó este.
El señor Flanagan había ignorado la pésima reacción de su hijo. Se acercó a su esposa para cumplir con el objetivo que más le interesaba.
—Entonces ¿no vienes?
—Ya te he dicho que me quedaré. —No lo miraba. Sopló una bocanada de humo y volvió a dar otra calada como si nada.
—No podré estar sin ti estos días, cariño. —La tomaba de los hombros con la intención de que lo viera a los ojos. El piano se oía aún al fondo—. Te necesito.
—No cambiaré de opinión, Adam. Necesito unos días para mí misma. Quiero disfrutar un poco de la soledad, ¿qué hay de malo en ello?
Carl tocó unas notas disonantes y muy agudas.
—¡Con un demonio, Carl! ¡No me hagas repetírtelo! —espetó el señor Flanagan. Brigitte se había levantado como un resorte, apresurándose para alistar al niño, a quien lo llevó de la mano para su habitación—. ¿De verdad quieres quedarte sola en este pueblo?
—¿Cuál es el problema?
—¿Acaso no tienes miedo? —susurró él con dramatismo—. ¿No ves que es peligroso?
—En Sweeneytown hay un asesino. En San Luis ha de haber más de doscientos.
—Molly...
—No quiero ir a esa ciudad, ¿está bien?
—No vas a ir como turista —replicó él con enfado—, vamos a pasar Acción de Gracias con mi familia. Nos relajaremos con algunos juegos, quizás iremos a un cinema... Hay buenas razones por las cuales visitar San Luis. Lo importante es estar lejos de este maldito pueblo.
—También está tu trabajo, y tu trabajo, y el periódico para el que trabajas.
—Sé lo que estás pensando, Molly, y tienes razón. Es por ello que te quiero llevar, para compensártelo. Nunca salimos a ningún lado. Ahora es la oportunidad.
Ella solo siguió fumando.
—Te vas a hacer daño, amor —le dijo él, poniendo su mano sobre la suya, cual si así le impidiera continuar con su vicio. La señora Flanagan volteó a verlo con incredulidad—. Si vas con nosotros, será un fin de semana inolvidable, vas a ver. —Meditó durante unos segundos y dijo—: Mis padres te extrañan mucho, Molly. Hace varios años que no los has visto y...
—Por lo que a mí concierne podrían ser muchos más y no habría problema.
Adam hizo su mueca de niño mentiroso y se alejó de ella. Miró el reloj de pared y maldijo a causa de la ausencia de su hija. Pero dio la casualidad que aquella cruzaba ya el jardín. Esta entró a la casa con una evidente prisa y se disculpó apenas apareció.
—¿Dónde demonios estabas, Shirley? —le preguntó su padre con molestia—. Te hemos estado esperando desde hace rato. Ya pasa del mediodía.
—Lo siento, papá, es que... tú sabes... las charlas con las chicas se pasan demasiado rápido y no te das cuenta del tiempo.
—Ve a tu habitación y apúrate.
—Sí, papá. —La joven subió las escaleras corriendo.
El matrimonio no volvió a dirigirse la mirada. Molly más bien fue a sentarse a un lado de la ventana. Adam balbuceó algún improperio y salió al automóvil, no sin antes gritarle a los niños desde el descansillo de las escaleras que estaría esperando al volante. Después de veinte minutos bajó Brigitte, que le recordó a Carl su responsabilidad de besar a mamá antes de irse. Lo mismo hizo Shirley tiempo más tarde, cuando se encaminó con presteza hacia el jardín.
Ya los hijos habían aceptado su decisión de quedarse, así que desde la puerta, tanto Molly como Brigitte sacudieron la mano durante la partida del coche para despedirse de ellos. Tan pronto como se desapareció el Plymouth rojo al final de la calle, las dos mujeres volvieron al interior y comenzaron a charlar sobre por qué ella había declinado la oferta de pasar el fin de semana con su esposo.
—No me gusta su familia, es todo —respondió la señora Flanagan. Se sentaron en la sala, cada una en un sofá—. Detesto a mis suegros, Brigitte. Supongo que no es novedad. Todo el mundo odia a la familia de sus parejas. —Dejó escapar una risa socarrona—. Son unos presumidos, ¿sabes? Se la pasan diciendo lo grandiosos que son y la suerte que tengo de haberme casado con su hijo. De ellos salió igualito.
—Vaya, Molly, no entiendo cómo te enamoraste de él en primera instancia.
—Era una niña muy tonta, Brigitte. —Otra vez se le escapó una de sus carcajadas irónicas, y terminó cuando volvió a dar otra calada—. Supongo que era igual que todas las jovencitas: estúpida, pensando en casarme y sin metas.
—No creo que sea para reírse, Molly, es...
—No empieces a sermonearme, Brigitte, estaba bromeando. Adam no siempre fue así, ¿sabes? Era un muchacho con aspiraciones, tal y como me dijo mi madre que valían la pena. Tenía el sueño de escribir para un diario, lo cual vi como muy prometedor. Pero estuvo de pasante dando malos resultados. Ya sabes cómo es la vida en la universidad. Bueno, quiero decir, sé que tú no fuiste a una, pero supongo que sabes cómo son los estudios superiores y cómo es un hombre en esos momentos de su vida.
—Absolutamente. —Ella le ponía mucha atención.
—Adam era un joven idealista —continuó Molly— que quería cumplir su sueño. Eso me encantaba de él. Claro —de nuevo reía—, luego acabó en el Dispatch, vivió de las mentiras y se tornó un ser de lo más arrogante. Supongo que sacó su verdadera cara, ¿no es así? Igual que todos los embusteros de su tipo. Para mí es más que normal.
»Pronto dejó de aparecerse por la casa, se perdió grandes momentos como el propio nacimiento de Carl, se va a quién sabe dónde por quién sabe cuánto tiempo. A lo mejor hasta me está engañando otra vez. Sí, otra vez. Hace años que le perdoné su primer romance, lo creas o no. La amante era la muchachita simplona que le hacía los favores. Se encaprichó con él muy fácil. Lo perdoné porque Carl estaba en camino, ¿no es absurdo? —Sonrió con sorna y fumó por nueva ocasión—. Ahora seguro se va con alguna otra chiquilla del trabajo. Sus colegas han hablado a la casa y puedo jurar que me han insinuado romances con sus secretarias. Imagino que los columnistas y redactores del Dispatch tienen aventuras todo el tiempo con esas ingenuas veinteañeras de piernas largas. No veo por qué Adam no pueda repetir el mismo error. Si es tan bueno mintiendo a millones de personas, claro está que puede verme la cara a mí las veces que se le antojen. Con solo decirte que no creo que vaya a quedarse en San Luis. Puedo asegurarte que dejará a los niños en casa de su padre, para luego irse por ahí a divertirse como el vil irresponsable hombre que es. Ya no me importa, a decir verdad.
»¡Yo llevo las riendas de este hogar! —Se señaló a sí misma—. ¡Yo! Apenas puedo con todo, y él toma las malditas decisiones. En ocasiones quisiera tener una simple sirvienta. Él puede pagarla; le sobra el maldito dinero. Pero no quiere; se impone como si tuviese el bendito derecho, y lo hace con argumentos estúpidos. «No, Molly, no quiero que mis hijos sean criados por negros», me dice.
»Ando por la vida con complejo de Vilma Picapiedra, solo que ella adora a Pedro aun así este la trate como una mierda. A menudo quisiera mandarlo al diablo, pero ¿te imaginas? ¡Cuántos problemas más me traería al cuello! No quiero echarle a perder la vida a Shirley, pobrecita, y mucho menos quisiera joderle el mundo a Carl. Es tan pequeño. Sé que es un mocoso insoportablemente travieso, pero no se lo merece.
»Y con tu permiso, necesitaré otro —dijo, al ver que su cigarro iba por el último cuarto. Se levantó hacia la cocina, donde había dejado su cajetilla. Brigitte la siguió.
—Espera, Molly, creo que deberías...
—Te juro que si me vuelves a decir lo del cáncer, Brigitte, haré que te vayas de mi casa.
—Lo siento, es que... Me parte el alma ver cómo te autodestruyes.
—Es lo que me encanta de ti, querida: lo entrometida que eres. —Como aquella se apenó, Molly sonrió y agregó en tono falseado—: Pero lo digo en el buen sentido, niña. No pongas esa cara. El mundo necesita a más personas que se preocupen por los demás.
—Vives en un círculo vicioso, Molly. Me gustaría ayudarte de verdad, te lo he dicho mil veces. Me rompe el alma ver lo infeliz que estás ahora. ¡Por el Señor! Sabía que entre tú y Adam ocurrían cosas poco favorables, pero no tenía ni idea de lo que él te había hecho, incluso desde antes de que naciera el pequeño Carl. Mira, yo podría cuidarlo cuando lo necesites y serte de utilidad. Seguiría enseñándole piano, sin problemas; creo que en serio le interesa aprenderlo. Podría ser la asesora personal de Shirley; ella de verdad abraza la música con su corazón. Anhela ser cantante. No fuiste, por cierto, al evento que organizamos ayer para la escuela, pero sin duda te hubieras impresionado con el talento de tu hija. En fin, Molly, haría muchas cosas por ti, con tal de que tengas un poco más de control en tu vida.
La señora Flanagan se carcajeó.
—¡Hace años que dejé de tenerlo, querida! No sé si tu ayuda pueda servirme de algo a estas alturas. Aunque, aun así te lo agradezco. Ahora, si no te molesta, voy a autodestruirme hasta que me convierta en un adorable esqueleto ceniciento.
Brigitte impidió que ella comenzara a fumar sirviéndose de una fuerte delicadeza, sin que la hiciese enojar, y con mucho cariño le depositó un beso en los labios. Una vez más, Molly no pudo contenerse. El tacto de su compañía le gustaba demasiado como para desperdiciarlo, de forma que estiró la mano ocupada para dejar caer el cigarro y se enfocó en corresponderla. El ama de casa cruzó sus dedos sobre la nuca de la joven para pegarla más a su cuerpo, y aquella, como era más baja que su contraparte, colocó sus manos detrás de los glúteos de Molly, con el fin de levantarle el vestido. El beso aumentó su candor.
Pero Molly espabiló y se detuvo.
—No, Brigitte, espera.
—Quiero ayudarte, Molly. No es correcto que estés sufriendo.
—¿Y cómo vas a arreglar mi vida, con sexo?
—Solo quiero hacerte sentir bien. —Comenzó a acariciarle un mechón de pelo.
—Tienes buenas intenciones, pero esta locura tuya ya debería terminar. Aunque me gusta verte a escondidas y todo eso, no creo que sea correcto. Es más, ya tienes que quitarte esa idea de tu cabecita; metiéndote en mi vida no voy a mejorar, y mis problemas tampoco terminarán. Ya basta, Brigitte, no seas tan ingenua. Deberías buscarte a un hombre, a un muchacho de tu edad, y no una vieja como yo.
—¡No eres vieja!
—Para ti lo soy. Soy la señora Flanagan. Te llevo... Cielo santo, casi te doblo la edad. Podría ser tu mamá o algo así. ¡Aléjate! —La empujó—. Esto es pecado, ¿no es así? Para ti tendría que ser pecado.
—¡Molly!
—Se supone que eres muy religiosa y toda la cosa. Debes estar creyendo que ambas nos freiremos en el infierno por pervertidas e infieles. No, la infiel soy yo, aunque técnicamente me lo fueron antes de que se me ocurriera hacerlo. ¡Seguro piensas que Dios te castigará!
—No profeso mi religión de esa manera —lo dijo pensando en su padre.
—Vete, Brigitte. Ve y conoce a un joven que te invite a la feria que harán en Navidad. ¿Por qué no sales con, no sé, Benjamin Cooper? Él es un buen partido para ti.
—Es un buen chico, Molly, pero me interesas solo tú. Y mi fe es diferente a como te la imaginas. Eres la única persona que me hace creer que Dios me ha enviado con un propósito a la Tierra. Veo en ti a una encomienda. Sé que él me ha dado una señal; sé que me envía para protegerte. Necesitas ayuda y te la daré. Haré de ti lo que Él me ha ordenado.
—Oh, sí, cómo no. Dios envía a mujeres lesbianas para hacerlas más lesbianas. Claro que sí. Brigitte... Carajo... ¡Déjate de tonterías! ¡Esto es peligroso! ¡¿Cómo no te das cuenta?!
La llevó de los hombros hacia la puerta.
—¡No me rendiré contigo! —exclamó la profesora.
—Eres muy necia.
—Aprendí eso de mi papá.
—Sí, es lo que veo. Eres tan testaruda como ese viejo.
—¡Oye!
Molly la ignoró y miró a través de las cortinas.
—¿Qué tal si vuelves mañana? —dijo, todavía viendo hacia la calle.
—¿En la noche?
—Es cierto, estarás con tu padre, ¿no es así? Olvídalo entonces.
—Él prefiere estar solo en su casa oyendo la radio. Pero ¿en serio quieres que venga en Día de Acción de Gracias?
—Sí. Hagamos un pavo tú y yo, ¿te parece?
Brigitte aplaudió de alegría.
—Contigo lo que sea, Molly.
—Muy bien, cariño. Festejaremos juntas. —Le sonrió.
La otra aceptó, pero antes de tocar el picaporte se dio la vuelta, un poco incrédula.
—No vayas a dejarme afuera —la advirtió.
—Para nada. Mañana te estaré esperando para nuestra fiesta.
Brigitte salió y la señora Flanagan se quedó a solas, mordiéndose las uñas.
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