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Capítulo 37

En el camino de regreso habían convencido a Shirley de la teoría de la grabación, cuyos detalles le sonaron creíbles. Era una hipótesis plausible, comentó ella al respecto. Y Cooper pensó lo mismo cuando se la contaron en su despacho, aunque, al principio de lo que más se había asombrado era de que Patrick y Leon trabajaran juntos; incluso les reconoció que habían acatado su mensaje de unidad. En fin, el anciano había guardado una copia de la grabación que, una vez comprobó Leon que existía, saltó de la alegría. Ni Shirley ni Patrick lo habían visto tan contento.

Cooper la reprodujo en presencia de Ben, que no tardó en llegar de un patrullaje. Pero a la mitad del audio, Shirley no contuvo las lágrimas y prefirió esperar en el pasillo, no sin antes disculparse ante los presentes. Así, pues, el comisario rebobinó la cinta y escucharon desde el inicio otra vez. Todos estuvieron de acuerdo en que parecía que Andrea omitía a posta las preguntas de la operadora, no porque tuviese miedo como alegaban Perdomo y sus allegados, sino porque no estaba allí.

—Está en un sitio seguro para el asesino —aseguró Leon—. Tal vez están en una granja, un sótano aislado, no sabemos. Es posible que, al momento de la llamada, Andrea ya hubiera estado muerta.

—Entiendo —dijo Jordan—. De manera que Perdomo obtuvo lo que deseaba.

—Ha de ser un hombre muy influyente —masculló Patrick con rabia.

—No lo creo —confirmó el alguacil—. Al contrario. Es un hombre necesitado de reconocimiento. Yo y Ben estuvimos en la sala con el tal Harper, su jefe, y el mismísimo fiscal. Harper lo elogió y Perdomo se puso muy feliz, como si hubiera estado detrás de ese momento toda su vida. Y viéndolo bien... —se sentó—, ahora que lo analizo, Perdomo es un agente que ha estado en la sombra durante mucho tiempo. Es un detective mediocre, un oportunista. No le gusta estar así. De algún modo buscó la ocasión perfecta para destacar. Fue Andrea la que lo posibilitó. ¡Ese condenado malnacido! —Pegó un puñetazo en el escritorio.

—Cómo quisiera arrancarle los dientes a golpes —admitió Patrick—. ¡Hijo de puta!

—¿Es posible que él esté confabulado con el asesino?

—¿A qué te refieres, Leon? —preguntó el viejo.

—Sí, es decir... ¿Puede que Perdomo haya ayudado al asesino? O, mejor dicho, al revés.

—Es una teoría muy abierta, hijo, me temo que no podría trabajar con ello.

—¿Pero es posible?

—En tanto no podamos comprobarlo, claro que es posible. Y esto es lo que menos me agrada. Quiero trabajar con algo concluyente.

—Eso explicaría el origen de la grabación —dijo Patrick—. Si no la hizo el mismo Perdomo, tuvo que haberla sacado de algún lado. Alguien se la hizo, y esa persona es el asesino.

—Podría ser, chicos, pero ¿quién sería esa persona para ustedes?

—Nosotros habíamos creído que Flanagan puede ser una opción —musitó Leon, cuidando de que Shirley fuese a escuchar a través de la puerta.

—¿El periodista?

—Exacto. Patrick y yo hemos discutido al respecto y creemos que Flanagan tiene un buen motivo para convertirse en el asesino. Gracias a la historia del Demonio, como le llamó Shirley, él se ha convertido en el periodista más cotizado del momento. Está en tendencia. Otro oportunista más, ¿no es así? Además, él es el habitante; conoce Sweeneytown, al contrario de Perdomo, que solo es un enviado. Ambos pueden estar trabajando juntos, dándose cuenta del contexto: autoridades estatales ignorantes, la facilidad de esparcir rumores (usted sabe, por gente como Grace Adams)... Flanagan le dice al agente que en la casa de los Anderson hay un jardinero indocumentado que podría comenzar esta cortina de humo y, más tarde, ambos, mano a mano, nos dejan a todos mordiendo el polvo.

Ben, quien había estado recargado en la pared, comenzó a aplaudir.

—No me gustan las teorías, papá, pero debo admitir que esa es buena.

—No está mal —comentó este—, aunque dudo que esos hombres sean tan inteligentes como para armar un plan tan elaborado.

—Los está subestimando, alguacil —dijo Leon—, en un pueblo de tontos, no todos pueden serlo. A veces hay mentes maestras disfrazadas de idiotas.

—Es una gran frase —le dijo Ben—. Me gusta. Papá, puedo ir yo mismo a denunciar estas irregularidades. Creo que son suficientes como para que el jurado delibere a favor del acusado.

—Chicos —Jordan se levantó tras darse unas palmaditas en los muslos—, creo que son buenas teorías, y algo de cierto ha de haber en ellas, pero me temo que no podremos hacer mucho de todos modos. Aunque tú vayas y les digas, Ben, nada sucederá. Necesitamos la evidencia. En este preciso instante no tenemos ninguna prueba de que esos dos estén relacionados. Es más, creo que ni se han conocido, o esa es mi impresión. Aunque, dejando esa hipótesis atrás, que no es mala por cierto, si de alguna manera comprobamos la existencia de la cinta, entonces sí podríamos rescatar a ese miserable muchachito de la silla eléctrica.

Leon aceptó la cruda realidad. Patrick, por otro lado, se tensó con tales declaraciones. Ben nada más se mantuvo impertérrito.

—El único consuelo —añadió el anciano— es saber que los condenados a muerte suelen tardarse mucho tiempo en recibir su sentencia.

—¿Ya lo han condenado? —preguntó Patrick, preocupado.

—Todavía no se dice nada en los diarios, pero creo que es eventual.

—¡No! ¡Héctor no merece la muerte! ¡Matarán a alguien inocente!

—Lo siento, hijo. Así son las cosas.

—¡Tenemos que encontrar esa cinta! —les dijo Patrick, y encabezó la salida hacia el pasillo.

—Espera, hijo —lo detuvo Jordan—, sé realista. Debes aceptar que es posible que no puedas hacer nada por él. Hazte a la idea de que vas a fracasar. —Patrick quiso rezongar, pero al ver la mano del comisario en señal de «aguarda», reprimió sus ganas de chillar—. Y es muy probable que no lo logremos. Por ahora, chicos, será mejor que vayan a disfrutar estas fechas con sus familias. Ya no tenemos nada más que hacer. Véanlo con objetividad.

Aunque Leon sabía bien que lo de Héctor era una posibilidad, comprendió el repentino dolor de su colega, pues era la primera vez que una figura de autoridad los enfrentaba a la realidad. Los tres se reunieron afuera y se acompañaron hacia sus casas, sin un plan nuevo de por medio. Shirley se despidió de ellos y estos le desearon un buen fin de semana en San Luis.

A pesar de que eran fechas de alegría, nadie se pudo quitar el amargor de la boca.

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