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Capítulo 33

Las vísperas de Acción de Gracias llegaron con prontitud al malhadado pueblo de Sweeneytown. Era el miércoles antes del fin de semana largo. Todos los años había juegos, sorteos y representaciones en las que los habitantes se disfrazaban de peregrinos. Después elegían al pavo más grande en una divertida competencia. Pero, cualquiera que hubiera sido el resultado de la investigación, de igual modo a los habitantes no les apetecía repetir. El recelo dividió a la gente y solo los confiados salieron a gastar sus ahorros en la cena que se llevaría a cabo al día siguiente.

En Shirwood High School, no obstante, sí hubo actividades. Shirley y sus dos amigas se enfrentaron a una preparación muy nerviosa de su espectáculo. Ya estaba todo listo. Aunque Lara esperaba que no hubiera muchos estudiantes, creyendo que todos estarían en sus casas guardando luto por las víctimas, qué sorpresa se llevó al encontrarse detrás del telón con un auditorio casi lleno. Los adolescentes querían escuchar música y despejarse un poco antes de irse de vacaciones después de todo.

Por su parte, Leon ocupaba una de las primeras filas. Había llegado muy temprano. Comía palomitas de una bolsita de franjas rojas y blancas. Se preguntaba cómo sería ver a su hermana allí actuando. Le parecían tonterías, pero unas muy divertidas. De pronto, el telón se movió y apareció una dulce carita. Se trataba de Shirley, quien avisaba de la primera llamada.

Una vez notó que había más jóvenes conversando y riendo detrás suyo, tuvo el impulso de retirarse. Detestaba estar al frente de un montón de personas desconocidas. Y en tanto miraba hacia atrás, advirtiendo que los padres recién se congregaban, advirtió que Patrick también aguardaba por el espectáculo. Aquel estaba sentado a un trío de filas por detrás de él. Todavía tenía un semblante de desgraciado.

«¿Por qué no se desaparece de una vez por todas?»

Leon siguió comiendo, y cuando se anunció la tercera llamada, escuchó que Patrick ya se encontraba detrás de él. Sintió su presencia; conocía sus pasos, su aroma, la manera en que crujían sus ropas. Se molestó. Quiso girarse para insultarlo, pero se mantuvo quieto.

Ahora, allí en el proscenio se hallaba su hermana junto con las otras dos chicas. Iban caracterizadas de forma diferente. Shirley, con micrófono en mano, caminó un par de pasos por delante y comprobó el sonido con un rasguño en la textura plateada del aparato.

El público guardó silencio.

—Hace dos años creíamos que el fin del mundo estaba cerca —comenzó diciendo Shirley—. Todos teníamos miedo por lo que le pudiera ocurrir a nuestro país y al planeta entero. Al final pudimos reír otra vez. Un año después lloramos la muerte de nuestro querido presidente. Creíamos que nada sería igual. Pero, por nueva cuenta, nos volvimos a levantar. Reímos otra vez. Este año lamentamos la desaparición de una compañera y la pérdida de otras dos, y les aseguro, gente de Sweeneytown, que volveremos a reír tarde o temprano. —Hubo aplausos conmovidos—. Somos Las Adorables y esta canción que les vamos a presentar se llama El jefe de la pandilla. Es una tragedia adolescente. Nosotras... queremos... pues... eh... Dedicamos esta canción a nuestra amiga Andrea Gale. Nunca te olvidaremos, querida Andrea. Para nosotras, tus amigas, serás una estrella en el cielo que jamás dejará de brillar.

Ahora sí, un aplauso intenso sucedió a su discurso. Algunas personas del fondo del auditorio incluso se levantaron. La ovación duró medio minuto; todos estaban emocionados.

Hubo música de fondo y las chicas conversaron entre ellas, ya como parte de la presentación.

—«¿En serio ella sale con él?» —preguntó Shirley a Lara.

—«Bueno, allí está, preguntémosle.» —Tabatha estaba a un lado.

—«Betty» —dijo Shirley—, «¿ese anillo que llevas puesto no es de Jimmy?»

Leon disfrutaba de la obra, pero lo interrumpió un murmullo en su hombro.

—¡Krasinski!

—¿No te das por vencido?

—Vas a ayudarme.

—Ni tirándome al río otra vez conseguirás que lo haga.

—No necesitaré hacer eso.

Una pausa permitió que Leon siguiera viendo a su hermana.

—«Lo conocí en una confitería» —decía Tabatha, cantando. Leon nunca había considerado que la voz de su hermana fuese agradable—. «Me miró y me sonrió. ¿Pueden imaginárselo?»

—«Sí, lo hacemos» —dijeron las otras dos.

—«Es ahí donde me enamoré...» —Y las tres, al unísono, cantaron—: ¡«del jefe de la pandilla»!

Leon sonrió y echó otro puñado de palomitas a su boca. Las muchachas eran muy lindas.

—¡Krasinski!

—Corta el rollo, ¿quieres?

—¡No! Vas a ayudarme. Sé de... —Patrick esperó a que la música subiera su intensidad—. Sé de antemano que tú asaltaste el cobertizo de mi padre.

—¿Y eso qué?

—Si no me ayudas, le diré a él que fuiste tú.

—No tienes pruebas.

—No las necesita. Yo te vi por la ventana. Me creerá. Cuando se entere de que un Krasinski ha invadido su propiedad, hará que te arrepientas.

—Ni siquiera había nada importante allí. Poco me interesa lo que encontré.

—Él se va a enterar de todas maneras. —Su tono no sonó amenazador, sino más bien triste.

Leon pensó en Patrick como un muchacho sin amigos; de hecho, desde hace un buen tiempo no había visto ni a Paul ni a Jared a su lado. Quizá lo abandonaron, se imaginó. Tal vez se sentía solo y desesperado, sin nadie más a quien recurrir. Leon de pronto percibió un atisbo de pena en el fondo de su corazón y consideró ayudarlo.

—¿Por qué yo? —preguntó Leon—. ¿Por qué no le pides ayuda a Paul o a Jared?

—Ellos no... ¡Son idiotas! Toda la gente de aquí es idiota. No hay nadie que vea más allá de sus narices.

—¿Y yo sí?

—Tú eres muy inteligente, Krasinski. —Leon quiso sonreír por aquella caricia a su ego, pero se contuvo—. Me has hecho ver que no eres ningún ignorante más. No sigues a nadie y tienes tus propias convicciones; eres diferente. Y sé que tú tampoco crees en la culpabilidad de Héctor. Tengo la impresión de que quieres buscar la verdad. Pues si los dos perseguimos el mismo objetivo, ¿por qué no nos unimos?

—Yo solo tuve curiosidad de si tu padre guardaba o no esas bombas.

—¿Qué? Tú a mí no me engañas, Krasinski. No me vengas con eso.

—No quiero hacer nada por ti.

—No lo harás por mí, entiende. Deja de ser orgulloso. Hazlo por la gente.

—¡Odio a la gente! No quiero ser ningún héroe. No me interesa salvar a este jodido pueblo. Por mí que todos se vayan al infierno. Yo quisiera vivir solo en un bosque y...

—Entonces hazlo por tu hermana, que fue asaltada por ese loco. Pudo haber muerto como Andrea. ¿O a tu familia también la detestas?

Leon miró a Tabatha. Ahora fingía montar una moto de cartón en compañía de un muchacho musculado. Conocía al sujeto, era un joven de último grado; el año siguiente este iría a la universidad. Con la ternura que la chica irradiaba, Leon volvió a pensárselo. Aunque no lo aceptase, le provocaba rabia que un hombre desconocido le quisiera hacer daño a su hermana. Tal vez Patrick tenía razón: guardaba responsabilidad por los hechos. Y bien era cierto que deseaba conocer la verdad, solo por la mera razón de hallarla.

—Muy bien, te ayudaré.

Patrick pareció conmoverse, porque tardó en responder. Después de aclararse la garganta, aquel apenas esbozó un «está bien». Le tocó el hombro, como si fueran dos buenos amigos.

—Pero no me toques.

—Está bien, Krasinski. —Aquel mostró las palmas en son de paz—. Seremos un buen equipo, vas a ver. Tengo fe en que atraparemos al verdadero asesino.

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Los aplausos volvieron a llenar el auditorio y las chicas agradecieron con reverencias, mientras un ayudante cerraba la cortina. Ya en la privacidad de los bastidores, Las Adorables se cogieron de la mano y saltaron de alegría. Unieron sus puños, formando una estrella de tres picos, y recitaron unas palabras; pero Shirley se conmovió más de la cuenta al ver que a la figura le faltaban dos vértices (siempre faltaba nada más una, cuando eran cuatro, pues a la postre se requerían cinco personas), y quiso hablar de ello.

—Deberíamos hacer justicia para Andrea, y no solo ella, sino para Jane y Diane también.

Lara y Tabatha agacharon las miradas.

—Hablé la semana pasada con el alguacil Cooper, chicas —agregó Shirley—. Le conté todas mis impresiones sobre el caso. Se mostró abierto. Hasta me confesó que tampoco creía en la culpabilidad del acusado. ¿No creen que es grandioso? Pero me dijo que estaba muy cansado para todo y que era muy difícil hacer algo a estas alturas. ¿Qué tal si lo ayudamos?

No hubo respuesta. Ellas permanecían igual, evadiendo miradas.

—¿Qué les pasa? ¿Acaso no piensan hacer nada al respecto?

—No lo sé —dijo Lara.

—Dejémoslo a las autoridades, Shirley —sugirió Tabatha, a lo que Shirley reaccionó con un gesto de hartazgo—. ¡No podemos hacer nada, amiga, entiéndelo!

—Pues yo no pienso quedarme de brazos cruzados, querida Tabatha. Ella debió haber estado aquí con nosotras. Nos hizo falta. ¿No tienen la sensación de que hay no solo un hueco en nuestra banda, sino también en nuestro corazón?

—Claro que sí, pero ¿qué podemos hacer? Yo no tengo conocimientos detectivescos.

Lara la secundó con un movimiento de su cabeza.

—Yo tengo —decía Shirley— unas cuantas sospechas que pueden disuadir a los tribunales de condenar al hombre incorrecto. No se trata de fingir que somos la agencia de los Pinkerton.

—Mi hermano me dijo lo mismo. También me pidió esa ayuda. Está obsesionado con desenmascarar al asesino.

—¿Y lo dejaste abandonado?

—No lo he abandonado, Shirley, lo hice recapacitar. Tiene que mirar la realidad.

—Eso para mí se llama abandonar, querida. Leon seguro tiene la misma visión que yo de cómo se han resuelto las cosas, y te necesitó para que lo acompañaras en su misión de hacer justicia. Veo que te gustó más el cómodo lugar en el que estás ahora. Dime, ¿te ha funcionado? Porque yo veo que sigues tan afectada como nosotras.

—Chicas, no peleemos —pidió Lara.

—¡Ya estoy harta de todo esto, Lara! —exclamó Shirley, furiosa—. Los que no quieren hacer justicia son conformistas. Se quedan esperando a que el jurado delibere la inocencia del jardinero, si acaso no hay las pruebas para condenarlo. Supongo que tu hermano, querida, con lo cerebrito que es, habrá deducido que no será así. De modo que, con ustedes o sin ustedes, intentaré hacer justicia por mis medios. Tal vez me una a él.

—No te enganches en algo que puede ser peligroso, Shirley, te lo pido.

—Ya basta, Tabatha, no te atrevas a pedirme tal cosa, puesto que no estoy dispuesta a ceder ni un poquito. Te recuerdo que una amiga nuestra está muerta, y no perdonaré semejante oprobio. Además, un joven inocente está en peligro de ser electrocutado, lo cual es casi tan horrendo como que nos falte Andrea.

—Pero... te meterás en problemas.

—¿Crees que me importa? Si consideras que el verdadero asesino puede atraparme, entonces estarías traicionando tu creencia de que tienen al verdadero tras las rejas. Date cuenta de la falta de lógica que encierran tus palabras, querida. A mí, por mi parte, nadie me impedirá nada.

Tabatha no pudo responder.

—¡Chicas, lo hicieron perfecto! —dijo la profesora Schmidt, que venía del pasillo—. Son tal y como su nombre lo dice, adorables. Felicidades, han dado un precioso espectáculo.

—Gracias, profesora, pero yo ya me voy.

—¿Qué le sucede a Shirley? —preguntó Brigitte a Lara, ya ausente la otra.

—Es lo de Andrea, maestra Schmidt. Cantar sin ella fue devastador.

—Sí, mis niñas, lo sé. ¡Oh, Tabatha! No llores, nena. Ven. —Y la abrazó.

Tras un consejo sobre entregarle tu sufrimiento al Señor, además de rezar un poco para canalizar el dolor al que nos somete la pérdida de un ser querido, Tabatha se soltó del abrazo de Brigitte con ira y se largó también. Lara fue la única que acompañó a su profesora para recoger los elementos que se habían usado en la presentación. Ya tocaba el turno de la obra de teatro de los de séptimo grado y los poemas de unos chicos de tercero.

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