Capítulo 30
Al imaginarnos un funeral nos viene a la mente una tarde lluviosa, paraguas negros y entierros lodosos. Pero aquella tarde el cementerio del pueblo lucía todo lo contrario. El sol dotaba de un resplandor áureo al cielo. Ya los fresnos se deshacían de sus últimas hojas, y un viento incómodo se encargaba de llevárselas por el prado.
Allí el párroco de Sweeneytown hablaba de la finada como si la hubiese conocido, mientras que las familias más importantes del pueblo parecían atentas al sermón. No habían incumplido los Flanagan, que contemplaban el féretro con tristeza, sobre todo Shirley, quien era incapaz de dominar su llanto (Adam era la excepción, claro, ya que él solo escribía con ímpetu en su libretilla); no faltaron los Krasinski, de entre los cuales se hallaba una Tabatha todavía incrédula; asistieron los McGraw junto con Lara, en cuyos ojos habitaba un vacío tan abismal como el del espacio sideral; la señora Anderson y su hijo, para mostrar sus respetos, acudieron en su nombre; y por supuesto que al frente estaban los Gale, más deshechos que ninguna otra familia. Por último, desde una distancia reservada se hallaban Brigitte Schmidt y su padre, el director de Shirwood High School. Y a lo lejos, por cierto, el joven Cooper hacía de vigía desde su coche patrulla.
Nadie que no fueran los Gale, sin embargo, escuchaba lo que decía el párroco.
—Qué sospechoso que no viniera Bruce Anderson —comentó Leon a su hermana con un murmullo. Tabatha deseaba concentrarse en derramar al menos una lágrima, pero creyó que sería grosero no responder a su hermano.
—¿Por qué dices eso? —preguntó ella diez segundos después.
—Porque creo que él mató a Andrea.
—No digas locuras, Leon. ¿Qué te hizo concluir eso?
—Nada. Pero tengo unas cuantas teorías sobre él.
—No deberías juzgar sin pruebas.
—Vamos, Tabatha, ¡¿tú crees que se ha hecho justicia?!
Peter notó que su hijo intentaba hablar con su hermana, y enseguida le chitó. Elena se dio cuenta y volteó con la frente fruncida. Leon esperó un minuto y volvió a lo suyo.
—¿Tú crees lo que ese imbécil de Perdomo declaró? —agregó él en voz baja.
—Tenía pruebas.
—¿En serio, Tabatha? ¡Carajo! —El chico volteó, pero sus padres oían al párroco hablar de nuestros pecados y el Cielo y el infierno—. Esas pruebas no tienen sentido.
—No hay nada que diga lo contrario.
—Se supone que era tu amiga. ¿Acaso no te importa?
—¡Claro que me importa!
—¡Niños, cállense! —espetó Elena con un gruñido.
Otra vez hubo una pausa de uno o dos minutos.
—Te juro que las pruebas no tienen sentido.
Tabatha estaba molesta, así que hizo como que le interesaba el versículo que ahora leía el hombre de sotana.
—¿Que Andrea huya a una cabina de teléfonos? —insistió Leon—. Eso no me lo compro. El asesino pudo haberse interpuesto en su camino, pero aun así se me hace ilógico que haya ido hasta la calle Plumbers para llamar a la policía.
—¿Y qué sugieres?
—Sugiero que me ayudes a buscar al verdadero asesino.
—¿Y tu sospechoso es Bruce Anderson?
—¡Sí, caray! Él otro día... —notó que Elena lo miraba de reojo, furiosa, por lo que disminuyó todavía más el volumen de su voz—. Hace unos días fui a la biblioteca a buscar pruebas de él y me di cuenta de algunas inconsistencias. Falta información. Ese tal Flanagan no parece un sujeto muy honesto. Se ve que es uno de los tantos imbéciles que viven en este pueblo.
—¡Oye! Es el papá de Shirley. Ten respeto.
—Ningún idiota merece que lo respete.
—Ay, Leon... ¡Estoy harta! —masculló, echándole una miradita a Elena, pero estaba más que claro que sus padres fraguaban un castigo para cuando acabase el funeral—. No me quiero meter en problemas. Deja esto en manos de las autoridades. Ya será pronto el juicio. Si hay inconsistencias, ellos se harán cargo. En caso de que el detenido no sea el asesino, el jurado fallará en su favor. Así tiene que ser. Confía en las pruebas.
—¿Tú te crees que soy tonto? No confiaré en esos fascistas. ¿De verdad piensas que ellos harán justicia? Culparán a ese chico solo porque es un migrante o algo así. Si no te das cuenta de lo que está pasando, o eres ingenua o no conoces a los americanos.
—¡Nosotros somos americanos, Leon!
El joven hizo caso omiso de tal aseveración. Sabía que Tabatha tenía razón. Ya solo cruzó sus manos por delante y creyó que al final estaría solo en su búsqueda de la verdad.
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Hasta cierto punto del sermón, Shirley sintió que no podía más. Sin permiso de sus padres, se alejó hasta los linderos de la arboleda. Sus lágrimas cesaron y pudo despejar su mente. Por detrás se le acercó Lara, que venía con su habitual timidez.
—Ojalá nunca hubiera sucedido —dijo Lara.
Shirley volvió a asentir.
—Ojalá hubiera asesinado a otra chica y no a nuestra Andrea —añadió.
—No digas eso, Lara... —replicó Shirley—. Se supone que nadie debería morir a manos de ese maniático.
—Lo sé... Lo siento.
Transcurrió un minuto en el que ninguna habló.
—Lara, quisiera decirte algo.
—¿Y qué es?
—No me deja de perseguir una idea. Me incomoda desde hace mucho tiempo...
—No quieres hacerte daño, ¿verdad?
—¡Para nada! Me refiero a otra idea.
—¡Ah!
—¿Has leído los periódicos últimamente?
—Mi madre me ha recomendado que no lo hiciera, pero yo no puedo evitarlo —admitió Lara—. He espiado lo suficiente en las columnas en las que hablan de Sweeneytown. Dicen que se ha hecho justicia. Mucha gente pide la silla eléctrica para ese miserable.
—¿Y tú crees que él sea el asesino?
—¿Tú no?
—¡No! —Shirley se limpió la nariz por enésima vez—. Ese muchacho al que atraparon... Yo... No creo que tenga nada que ver. No tiene mucho sentido lo que dijeron, las pruebas, todo. Siento que manipularon las cosas para encarcelarlo.
—Yo la verdad sí creo que fue él —aseguró Lara.
—¿Por qué?
—Porque es un desconocido. A nadie conozco que sea peligroso. El señor Anderson es un poco misterioso, pero no creo que sea un asesino. El señor Krasinski es un hombre muy dulce y amable. Y al que atraparon, pues, me parece que podría ser el asesino, sin importar si las evidencias le hagan referencia o no.
—¿No crees que sea un chivo expiatorio? —preguntó Shirley.
—¿Qué es eso?
—Es cuando culpas a alguien para salirte con la tuya.
—¿A qué viene eso?
—Querida, Lara, ¿es que acaso no tiene sentido lo que te estoy diciendo? Cuando nosotras dejamos a Andrea en su calle, ella solo tenía que caminar trescientos pies. Uno de los artículos dice que ella corrió hacia una cabina telefónica para llamar a las autoridades. ¿No sería más fácil que fuese a su casa? Mi padre y la declaración del FBI dicen que era porque el asesino la perseguía, pero no entiendo. Ella podría haber dado la vuelta por ahí para regresar y no haber ido hasta Plumbers donde la encontraron, que está todavía más lejos. Andrea conocía su vecindario lo suficiente como para saber por dónde irse. Pudo haber usado esas callejuelas que están detrás de su casa, allí por los jardines en los que ponen las parrillas para los asados.
—Puede ser...
—Tú la conociste también, Lara. Andrea no era ninguna estúpida.
—No lo sé, amiga. Tampoco conociste al sospechoso. Yo creo que se veía malvado.
—¿Crees eso solo con verlo? ¡Por Dios, Lara! ¡Qué cosas dices!
—Los ojos son la ventana al alma, Shirley. Yo vi los suyos; eran malignos.
—Eso es absurdo. No puedes decir cómo es alguien solo con verlo a los ojos.
—Pero leíste el reportaje de tu padre, ¿no? Ese donde entrevistaba al tal Perdomo.
—No lo hice, aunque él se encargó de recordárnoslo cada vez que cenó en casa.
—Entonces debes estar de acuerdo con que, cuando una tiene miedo, no hace lo más racional.
—Ya entiendo lo que quieres decir. —Shirley meditaba.
—Andrea pudo haber tenido miedo, como en las películas. En momentos así, nadie piensa con claridad. Eso explicaría el hecho de que, aunque la hayamos dejado cerca de su casa, corriera hasta ese teléfono.
—Tal vez tengas razón.
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—Ella se lo buscó —dijo de pronto Herman Schmidt.
—¿A qué te refieres, papá? —le preguntó Brigitte, que estaba a su lado.
—Esa niña que mataron. Andrea Gale. Se lo buscó.
—¿Por qué dices algo tan horrible?
—¿Crees que no me doy cuenta, Brigitte? Tus alumnos se han alocado y no puedes hacer nada por ellos. Los has consentido demasiado. Si en lugar de enseñarles música y no sé qué más tonterías los disciplinaras, no se alocarían tanto. Pero los estudiantes, en especial las mujeres, se han vuelto locos por el rock and roll y los excesos.
—Papá, no puedo creer lo que...
—¡Me han estado cuestionando los demás padres! Ellos dicen que les enseñamos a alocarse. Y sé de antemano que les pones música moderna.
—No tiene nada que ver.
—Hemos fracasado en su educación. No debí permitirte que esas niñas formaran su grupito de música. Debí haberte facultado para que les dieras matemáticas o algo así. El profesor de matemáticas es un idiota que aprueba a sus alumnos sin esfuerzo. Lo he oído. Dicen las lenguas viperinas que ese citadino no se molesta ni en revisar con minuciosidad las tareas de sus estudiantes.
—¡Estás siendo insensato! —El viejo arrugó su rostro, a punto de gritarle. No obstante, Brigitte impidió que este lo hiciera—. Te recuerdo que un asesino ha cobrado la vida de una jovencita inocente. Andrea era una muchacha muy dedicada, igual que muchos de su clase. Ella no era ninguna alocada, ni mucho menos una mujerzuela ni nada parecido. Lo del grupo no lo decidí yo; fueron ellos. ¡Mis alumnos son los creativos! Eso quiere decir que están llenos de creatividad e ideas para mejorar el mundo. ¡Así quiero que sean!
—No debí dejarte que enseñaras música. No tiene ningún propósito.
—¡Dios Santo! ¿Estás diciendo que es mi culpa? Pues si tú hubieras cerrado la escuela desde un principio, nada de esto habría ocurrido.
—No hubiera cambiado nada.
Brigitte gruñó y abandonó a su padre. Apenas unos minutos después acabó el sermón y procedió el descenso del féretro. Los Gale y unos cuantos más atestiguaron la parte en la que los enterradores cubren el agujero. Christina Gale había perdido el control y se había aferrado a la caja, pegando de gritos. Nadie soportó ver aquello, por lo que evitaron presenciarlo.
Después, en tanto la profesora caminaba por el cementerio, vio a Molly Flanagan a lo lejos con unos lentes oscuros. Fumaba bajo la sombra de un roble amarillo. Igual que las demás asistentes, Molly tenía las manos enguantadas en negro. Con aquel porte la vio como envuelta en una melancólica belleza. Su marido parecía discutirle algo, sin que esta escuchara mucho. Advirtió asimismo que era inoportuno hablarle, pero luego Adam sonrió como si contara una anécdota chusca y Brigitte tuvo la confianza de acercarse.
—Buenas tardes, Molly —dijo una vez llegó—. Buenas tardes, señor Flanagan.
—Cielos, Brigitte, ¿qué no vez que no tienen nada de buenas? —comentó Adam antes de irse. Había guardado una libreta en su bolsillo.
Molly, en cambio, sonrió y se mostró dispuesta a hablarle.
—Hola, Brigitte. —Dio una calada amarga—. ¿Cómo estás? No bien, supongo.
La profesora veía su propio reflejo en aquellas gafas negras.
—Es una pesadilla para los pobres Gale —dijo Brigitte, muy compungida.
—Sí, lo sé, querida. No me puedo imaginar qué pasa ahora por la mente de Christina.
—De solo pensar en el dolor que embarga a esa familia, ¡se me destroza el corazón!
—¿Por qué no te tomas el día?
—¿Ya no vas a salir con tu esposo?
—Es posible que ponga a Shirley a que lo entretenga. —Se refería a Carl, el hijo menor.
—¿Y que se pierda sus ensayos? De ninguna manera. —No creía en sus palabras, sino que más bien Brigitte lo había dicho con una forzada preocupación. Molly comprendió el tono de su amiga, porque la conocía bastante bien.
—Ella también debería de tomarse el día —dijo Molly. Hizo una pausa para fumar y sopló, a la vez que observaba a los Krasinski—. Pero ella y sus amigas están tan obsesionadas con recomponer su presentación de la siguiente semana, que no admiten una sola sugerencia. En especial Shirley. Quiere dedicarle el evento a Andrea.
—Sí, me lo dijeron. Yo quise dejarlas exentas, pero eso parece importar demasiado.
—Pensaba obligarla, ¿sabes? No ha dejado de llorar desde el sábado. Tiene que descansar.
—Creo que no deberías, Molly, ella hace terapia con ello. Le fascina cantar. Se siente oprimida por su sufrimiento y quiere liberarse de esta manera.
Molly asintió. Ya había comprendido.
—Como sea, Brigitte, si no te importa mucho, entonces te dejaré cuidar a Carl.
—Será un placer.
—¿No te fastidia cuidarlo? —le preguntó Molly, con un ápice de picardía—. Podría decirle a Ginny en cambio, aunque apenas sepa cocinar.
—No, ¿por qué? El pequeño Carl es un ángel para mí. Tiene un talento nato para el piano. ¡No te burles de mí! ¡Te lo juro! Creo que solo le falta preocuparse por una pequeña afición. Le falta crecer, claro, pero pronto comenzará a preguntarse cuál es su propósito en el mundo, y le ayudará mucho encontrarlo desde muy temprano. La música lo ayudará porque ella puede todo.
La señora Flanagan reprimió una carcajada.
—Por Dios, Brigitte, nunca dejas de sorprenderme. —Apagó su cigarro en el tronco—. Ese niño es un diablillo. Te juro que a veces quiero apretarle el pescuezo hasta que le cuelgue la lengua. ¡Ja, ja!
—Me encantará cuidarlo —admitió la muchacha con una sonrisa. Su tono era terminante y no permitía una respuesta—. Me servirá como terapia, de la misma manera que a Shirley.
—Muy bien, querida, te lo agradezco.
—Para ti cualquier cosa, Molly.
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Patrick había visto a lo lejos a la profesora de música discutir con su padre. El viejo alzaba el dedo y parecía hablar de los excesos de la juventud. El joven alcanzó a oír que decía algo sobre el rock and roll. Ya luego solo pensó para sí mismo en que solo era un viejo testarudo. Pero enseguida un pensamiento cruzó por su cabeza, como una rata que cae en la trampa. ¿Qué tal si aquel anciano se había aprovechado de Diane Goldstein? Odiaba a los jóvenes a pesar de su trabajo. Venía de un autoritarismo, y era posible que escondiera sus ideales auténticos. Tal vez, reflexionó, el profesor Schmidt era el hombre detrás de los crímenes.
De modo que comunicó a su madre que regresaría a casa por su cuenta. Iba a investigar, pero no se atrevió a compartirle sus creencias, ya que de seguro le diría que era una tontería lo que estaba pensando; pero es que estaba tan confundido que prefirió aquella teoría como un legítimo punto de partida. Violet le dio permiso y esta se acercó a los Gale con un ramo de flores, una vez acabado el entierro, para presentar sus condolencias.
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Violet Anderson había creído que los Gale la rechazarían, pero a nadie le importó. Aunque, a pesar de que nadie la había juzgado, algunos presentes la miraron de una manera poco educada, sobre todo la hija rubia de los Krasinski. De pronto sintió que a sus espaldas susurraron el nombre de su marido y su conexión con los empleados indocumentados. Ella sabía que señalaban a su familia como la culpable de muchos males en Sweeneytown, pero no quiso ser una persona huraña que se aislara de todos y de todo, así que mostró lo mejor de sí con las personas de su alrededor.
Una vez hubo terminado el funeral, los asistentes se dirigieron al estacionamiento. Cada quien se iba en su propio vehículo. Violet Anderson, no obstante, no sabía conducir; había llegado a pie junto a su hijo. El cementerio no se encontraba tan lejos de su casa, a decir verdad. Vio que muchos se alejaban de ella, y se refugiaba en sus también oscuras gafas.
Durante su caminata, de soslayo miró a un grupo de personas acercársele para lanzarle destellos de cámaras. Pretendían saber por qué Bruce Anderson había contratado a Green Happiness, si sabía que los indocumentados lo eran o si conocía en persona a Héctor Estévez. Violet no respondió a ninguna de las preguntas. Solo levantó el cuello de su abrigo y se escondió en él. «¿Héctor era violento?» —querían saber—. «¿Notó alguna señal en su comportamiento que le dijera que era peligroso?». A cada cosa, aunque no las escuchara, respondía que no sabía. Apresuró el paso, y aun así era imposible dejarlos atrás.
Para su fortuna, detrás suyo apareció un vehículo conocido. Se trataba del coche de los Krasinski. Desde la ventanilla derecha, Elena apareció para pedirle que subiera. Tabatha había abierto la portezuela trasera. Sin más dilaciones, Violet ignoró a los periodistas y tomó el asiento en el que se supone iría Leon. Él no iba allí, pues, según su madre, este había decidido que iría a dar un paseo. (No sabía que era un varón —se dijo Violet tras cerrar la puerta). Entonces, Peter aceleró, pitó a los estorbos y los sorteó.
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