Capítulo 29
Bruce Anderson salió al jardín trasero. Venía con el rostro colorado a causa de un reciente encuentro con la criada. No se encontraba enojado, más bien al contrario. Pero se le pasó cualquier bochorno al ver a Stephen, quien lucía dispuesto a irse para siempre: su camioneta estaba llena de herramientas, y, a un lado de la acera, el jardín estaba limpio de hojas. No había nada más por hacer.
—Es una lástima que te tengas que ir —le dijo el señor Anderson—. En verdad nos harás falta. Contigo no ocurrió nada malo durante dos años.
—Bueno, de vez en cuando me ganó la curiosidad, ¿no es así?
Bruce rio un poco.
—Es verdad. Pero tú sí comprendes, Clayton. —En tanto hablaba, el señor Anderson contaba dinero, como parte de un finiquito—. Aunque, supongo que no te faltará trabajo.
—Aun así estaba cómodo aquí. Y... usted era quien más proveyó a mi pequeña empresa, debo decirlo. —De nuevo, el semblante de Clayton denotó una profunda pesadez—. Hubiera continuado algunos proyectos que tenía en mente.
El señor Anderson se detuvo y miró a su interlocutor.
—Es una pena, Clayton, en verdad lo lamento —se sinceró.
Aquel esbozó un suspiro de tristeza.
—En serio —añadió Bruce— me hubiese gustado que continuaras creciendo con tu empresa. Sé que querías ayudar a esas personas. Tenía pensado que entrenaras a este tal Héctor aquí y luego trajeras más de esos empleados tuyos. Dos años, Clayton, dos años de tranquilidad. Qué hubiera dado por unos dos más, quizá tres, diez, once, veinte. Tus aprendices eran la gente menos entrometida y más diligente que hubiera visto. Incluso tus hombres hicieron que la cosecha de calabazas fuese un éxito, cuando todos decían que no serías capaz, ¿recuerdas?
—Gracias, jefe.
—Toma, esta es tu liquidación. Cuéntalo. Son trescientos dólares.
El jardinero lo contó rápido, sin mucho interés. Asintió y quiso darse la vuelta antes de ponerse sentimental, pero no pudo evitarlo.
—¿Sabe, señor Anderson? Yo...
—¿Qué pasa?
—Esto no puede seguir así.
—¿A qué te refieres?
—Se llevaron al hombre más productivo que he tenido y no pasará nada. Es una injusticia, ¿sabe? Este maldito pueblo necesita darse cuenta; algo debería ocurrir para que sus habitantes escarmienten, ¿no lo cree? Que sea peor que los crímenes. Cómo me gustaría que lo hicieran.
—Sí, a mí también.
—A los dieciocho perdí todo por culpa de un suceso similar. Todavía siento que este mismo incidente trae de nuevo al pasado, ¿sabe a lo que me refiero? De jovencito yo adoraba dedicarme a la locución. Decían que tenía talento y soltura para hacer reír, que era muy bueno para ser gracioso y para hablar durante horas, improvisando muchas tonterías que hicieran reír a las personas.
»Pero llegó la Gran Depresión, usted sabe, el fatídico 1929, y entonces mi vida dio un tremendo vuelco. Por obligación me dediqué al campo y descubrí en este ámbito mi otra vocación. Ahora se me daban los vegetales, las plantas, etcétera. Qué dicha, dirá usted. Sin embargo, alguien de aquí, no sé bien quién, comenzó el rumor de que yo era producto del incesto. Patrañas. Se esparció la historia de que, como yo era un pervertido, me aproveché de una niña del pueblo. Como adivinará, yo soy de Arkansas, y de nosotros se dicen muchos rumores, seguro que los conoce bien. —Bruce, que escuchaba atentamente, asintió a este detalle. Estaba al tanto—. Así, pues, no me condenaron porque no era culpable, como tal vez lo pueda ser Héctor ahora, no lo sé, pero el punto es que de igual manera las habladurías acabaron conmigo, aún más de lo que lo hizo la propia crisis económica. En más de treinta años, señor Anderson, he notado que Sweeneytown no ha aprendido la lección, y necesita abrir los ojos de una buena vez. No sé qué lo hará. ¿Otro asesino? ¡Qué coraje que suceda otra vez! ¡Parece que se repite la historia siempre!
—Te comprendo, Clayton. Yo, en cierta manera, he padecido más esto que las propias víctimas de ese asesino. Créeme cuando te digo que hice lo posible por evitarlo. —Bruce se encogió de hombros—. Pero la pequeña mentirosa de los Krasinski se salió con la suya, igual que en tu historia. Luego estuvo ese infeliz de Adam Flanagan. En cuanto lo encuentre, le romperé la nariz, lo juro. Y no solo ellos me arruinaron, sino Cooper, el FBI... Joder, todo se confabuló contra mí otra vez. Violet no comprende cuando le digo que todos ellos parecen ponerse en nuestra contra en momentos así. Por si fuese poco —volteó a sus costados, como vigilando—, esa mujer que me mira todo el tiempo desde su ventana, Grace Adams, está muy chiflada. Seguro que alguien similar te denunció hace treinta años.
Clayton también movía la cabeza, demostrando que estaba escuchando.
—Quizá —replicó, distraído.
—Por eso hago esto, Clayton —continuó—, y espero que no me guardes ningún rencor.
—Yo lo entiendo, señor Anderson.
—Debo protegerte de otra tragedia futura. No me quiero arriesgar a que te ocurra algo peor. Esta vez fue tu ojo, pero mañana ese lunático del FBI podría volarte la pierna de un tiro. Ya sabré qué hacer con respecto a este jardín. Las plantas son lo de menos. Lo que importa es que no estés dentro de los huracanes que me atacan.
—Muy bien.
—De nuevo, Clayton, lo siento. Siento mucho esto, en verdad. Es una pena que este pueblo nos fastidie una vez más. Adiós, amigo. Espero que halles mejores oportunidades. —Le palmeó un hombro para confortarlo. Stephen creyó por un segundo que semejante gesto no era más que una hipocresía, pues lo que pretendía Anderson al echarlo era solo para beneficiarse a sí mismo; a aquel le importaba poco si un agente del FBI lo agredía o si perdía su empleo.
—Fue un placer trabajar para usted, señor Anderson.
Los hombres se separaron. Bruce lo miró alejarse hasta que la camioneta del jardinero se incorporó a la calle, con dirección hacia la carretera. Y ya solo se alistó por las siguientes dos horas. Antes del atardecer, debía irse a trabajar otra vez.
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