Capítulo 25
Había más emociones en el jardín durante los fines de semana que en los entrenamientos en el club de ajedrez. Patrick Anderson veía en sus jardineros a unas amistades sinceras. Con ellos se sentía tanto más que el hijo del empleador; era una clase de amigo que hallaba la compañía sincera. Sus amigos de la escuela, no obstante, fungían para él como meras competencias, y a veces ni las charlas sobre las historietas favoritas de Andrew Gale eran tan satisfactorias como los chistes vulgares de Stephen Clayton.
Ahora, en aquella mañana de sábado, Patrick y el jardinero enseñaban inglés a Héctor Estévez. Mientras ellos recogían las hojas de los robles, ayudaban a que aquel aprendiese palabras. Algunas eran más bien improperios, pero enseguida Héctor se daba cuenta, y como si este tuviese un talento natural para el arte de hablar mal, respondía con algunas en su idioma. Como era natural en las conversaciones entre hombres, hubo intercambios de insultos y nadie resultó ofendido.
Durante las siguientes horas, en las que tanto su madre como su padre estaban ausentes, Patrick rio más de lo que reiría en la escuela, pues Clayton también tenía un talento escondido para hacer voces. Podía hacer a Mickey Mouse a la perfección, al Pato Donald, a Hitler, a Kennedy y a una que otra voz de los anuncios televisados. Pero lo que más sorprendió a Patrick fueron sus imitaciones. Una de ellas era su propio padre, la más fiel.
—«¡Eh, muchachito, haz tu tarea!» —dijo Stephen, haciendo de Bruce Anderson. Los demás se carcajeaban a causa de la precisión—. «Si te digo que los rusos son un peligro para el mundo, entonces lo son. ¡No me contradigas, muchachito!»
—¡Te sale perfecto!
Héctor no comentaba, pero aplaudía.
—Gracias, amigos. ¿Ahora quién soy? «Sigan disfrutando de... ¡Sweeneysound!»
—¡Bob Gale! —Hubo otra vez risas y aplausos—. Debiste haberte dedicado a la locución, amigo, haces voces más divertidas que el propio Bob.
De pronto, el rostro de Stephen se puso un poco melancólico.
—Digamos que lo intenté.
—¿En serio?
—Así es. Pero como dice la gente: «La vida da mil vueltas».
—¿Fuiste locutor?
—Algo parecido. Deseaba ser comediante, ¿sabes?
—Vaya... ¿Y por qué no lo intentas de nuevo?
—Creo que me hace más feliz ayudar a la gente. Tú sabes.
Patrick asintió con respeto. Desde antes de que hubiera conocido a Stephen, el joven Anderson llegó a creer que los inmigrantes del tercer mundo traerían consecuencias funestas a su país; pero conforme el jardinero le fue diciendo lo que sufría aquella gente en sus países de origen e incluso durante la odisea hacia acá, cambió un poco su perspectiva, más porque se identificó con su discurso libertario. Creía que su objetivo por volverse el mejor jugador de ajedrez del mundo era tan respetable como cualquier ambición dentro de la filantropía, aunque no comulgara tanto con esta última. Además, Estados Unidos había adquirido la fama de ser un sitio donde todos venían a cumplir un sueño, y tenían, por ende, el derecho de perseguirlo. Y para Patrick no había nada más respetable que tener un sueño.
Para sacarlo un poco de su pequeña depresión, le palmeó un hombro y le ofreció a él y a su aprendiz unas malteadas heladas.
—Muchas gracias, Pat. Aunque nos vendría mejor algo con agua.
—Agua —repitió Héctor, en español.
—Muy bien.
Antes de levantarse notó que unos hombres se aproximaban a la cerca por el lado de la calle. Patrick los había notado a través de unos rosales, que se encontraban tan secos como para ver a través de ellos. Reconoció de inmediato a estos personajes, y sin complicaciones asumió el papel del dueño de la casa. Estaba harto del acoso de terceros.
—¿Qué diablos quieren? —les preguntó.
—No venimos por tu hospitalidad, hijo —ladró Perdomo—. Será mejor que te hagas a un lado y nos permitas hacer nuestro trabajo.
—Mi padre está ausente. Ya no permitiré que usted y Cooper nos sigan molestando.
Perdomo dejó escapar una carcajada desagradable.
—Tu padre no es la razón por la que estamos aquí, jovencito. Venimos por él.
—¡¿Qué?! —gritó Clayton—. ¡¿Por qué?! ¡Él no ha hecho nada!
Héctor no necesitó hablar inglés para comprender. Se le notaba asustado.
—¿Qué demonios le hace pensar que es él el asesino, Perdomo?
—Nada me hace pensarlo, chico. —Remojó su labio con la lengua. Detrás venía Warden con una postura pedante—. Tenemos pruebas. Hay evidencia de que ese mexicano es un asesino. ¿Quieres verlas? Te invitamos al juicio.
—¿De dónde salen esas pruebas?
—Ayer apareció otra víctima.
—¡¿Quién?!
—Andrea Gale. Este hijo de puta al que acoges aquí la acuchilló y dejó su cuerpo tirado dentro de un teléfono público. Tenemos su voz registrada en la línea. Ella consiguió llamar a emergencias, y da todos los datos necesarios para saber que fue ese indocumentado, el único que trabaja aquí. ¡Ahora quítate!
Patrick no supo qué responder. Estaba abrumado por la confusión. Pero más alterado lucía Clayton, que no había reparado en interponerse entre el agente y su aprendiz. Alegaba que era una equivocación, un prejuicio, más de la prepotencia de la que incluso se jactaban.
—¡Ustedes son unos imbéciles! ¡Están equivocados! —decía el barbón.
—No me obligues a golpearte, Clayton.
—Es el agente más idiota que haya pisado este pueblo, ¿sabe? —Empujó a Perdomo, con un manotazo en el pecho. El agente reprimía la necesidad de someterlo contra el suelo—. ¡Está cometiendo un grave error! Primero se lleva a un estudiante que nada tenía que ver con la desaparición de esa chica y ahora quiere llevarse a uno de mis aprendices. ¡No es justo! ¡Apenas tiene diecisiete años! ¡Ni si quiera es capaz de hablar inglés!
—Considerando que no es el único indocumentado que tienes entre tus líneas, Clayton, yo diría que no tienes mucho derecho de protegerlo. Oh, sí, sabemos que guareces ilegales a las afueras de San Luis. No querrás meterte en problemas con Migración, ¿cierto?
—¡No tienen derecho!
—Tenemos todo el derecho, créeme.
—Ellos también merecen un sitio en este país, Perdomo. ¿Qué tal que tú fueras el apestado y nadie te diera cobijo, eh? Estás acostumbrado a vivir en tu palacio de oro.
—¿Te das cuenta de cómo lo defiendes, Clayton? No se trata de una simple deportación. ¡Ese hombre es un asesino! Warden, ayúdame con este cabrón.
Entre ambos agentes amagaron a Stephen Clayton. Patrick, por su cuenta, intentó forcejear con Warden por detrás. Los cuatro se enfrascaron en una pelea. Y en medio de un griterío, Héctor solo pudo reconocer una palabra: «¡Corre!». Apenas oyó esto, el joven escapó y Warden se deshizo de sus atacantes con un puñetazo para cada quien. Clayton se quedó doliendo de un ojo, mientras que Patrick se llevó la peor parte, porque este acabó con la nariz ensangrentada. Y el aprendiz, que corría bastante bien, saltó las cercas de los vecinos y sorteó arbustos con una habilidad más o menos olímpica. Dejó atrás perros que lo perseguían y señalamientos de otros vecinos, que freían barbacoas al aire libre. («Atrápenlo —gritaban detrás Perdomo y Warden—. No dejen que se escape»). Al final, Héctor acabó presa del señor Peyton, que pasaba por ahí. Este lo había derribado. Los agentes lo apresaron contra el suelo y lo trasladaron de vuelta al vehículo, esposado y custodiado.
No tardó en congregarse una multitud de curiosos de entre los cuales andaba Grace Adams a la cabeza, alegando que habían arrestado a la persona incorrecta.
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