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Capítulo 19

Era hora de terminar la absurda guerra contra los Anderson. Elena enguantó sus manos con seda blanca hasta por debajo de los codos, se puso sus lentes oscuros y salió con el porte de una ama de casa sofisticada. Antes de salir, echó un último vistazo a su amplio vestido de flores y creyó que así daría la mejor impresión. Nadie que la conociera, se convencía, podría escaparse de su encanto. De modo que se encaminó por la acera con una sonrisa. Cargaba una bandeja gruesa de vidrio, con un contenido más que atractivo. Era borsch, una comida muy representativa de su antiguo país.

Mientras cruzaba la calle, al lado de unos niños que jugaban con una pelota, Elena recordaba la preparación de su platillo. Con mucho cariño había dispuesto cada ingrediente, en tanto se lucía con los adornos, apenas con un toquecito elegante que hacía con los dedos. Durante el proceso solo se imaginaba el rostro de alegría que pondrían los Anderson al ver su comida. El aroma, el sabor, todo le recordaba a Rusia, «y cuando estas personas tan hurañas sepan de las delicias culinarias que hay en otras partes del mundo, dejarán de meterse con nosotros y nos valorarán por quiénes somos», había dicho la vez que esperaba frente al horno.

Llegó a la puerta de los Anderson, tocó y esperó pacientemente. Aún tarareaba la melodía que había oído por la mañana en la radio de Bob Gale. ¿Era una canción de Lou Christie o de Lesley Gore? No podía recordarlo, pero era bastante pegadiza. Volvió a cantarla y descubrió una parte de la letra que no estaba cantando. Recordó en un abrir y cerrar de ojos el nombre. «¡Ah, sí! Era Sunshine, Lollipops and Rainbows». Convencida de esto, movió su cabeza al ritmo de la musiquita y continuó esperando. Cómo tardaban.

La puerta por fin cedió y apareció ahí una empleada doméstica. Se sorprendió de que no fuese Violet, así que tuvo que cambiar el discurso que había preparado en su mente.

—Eh... Buenos días, linda, he venido a traerles un pequeño regalo a tus patrones para sellar un acuerdo de amor y paz. —Elena se mostró más sonriente que nunca al ofrecer la comida, lo que hizo que la asustadiza mujer solo la viera con mucho recelo—. E... es... ¡Se llama borsch! Es una sopa riquísima. Les encantará. La he preparado solo para ustedes. Tú también puedes probarla si lo deseas. De hecho, ahora mismo te concedo el derecho de pasarle el dedo para que veas lo deliciosa que me ha quedado. No quiero ser una mujer muy pedante, pero está claro que no conocerás a nadie que prepare este platillo como lo hago yo.

Topsy pareció considerar el hecho y, sin embargo, no se atrevió a retirar el papel protector. Más bien, daba la impresión de que su empleadora, Violet, apareciese detrás de ella para recordarle el protocolo por enésima ocasión. No accedió, aunque decidió aceptar la bandeja. Se notaba alegre, porque aquello significaba que no prepararía nada para la tarde. Tendría tiempo para citarse con sus historietas baratas.

—Veo que te agrada el aroma. ¿Verdad que es delicioso?

La doméstica se limitó a sonreír con timidez.

—¿Cómo te llamas, preciosa?

—Mi nombre es Topsy —dijo, entretenida con el fuerte color rojo de la sopa. No estaba acostumbrada a que las personas blancas se interesaran en ella.

—Bien, Topsy, querida, sé que eres tú quien prepara. Tengo una idea. —Se acercó para musitarle—: No les digas nada. Has como que no he venido. Y ya cuando estés a punto de servir la cena, dales un pequeño discurso de amor y paz de parte de los Krasinski. ¿Podrías? Así nos llamamos, ¿eh? Kra-sins-ki. Ka, Ere, A...

—Sí se escribir, señora —aseguró Topsy con docilidad.

—Muy bien. Quiero que sea una muestra de aprecio. Me gustará... —Topsy escuchó un ruido detrás de sí e ignoró el hecho de que la señora Krasinski seguía en el recibidor, todavía hablando—...queremos problemas y...

—Yo les diré. Gracias.

Elena asomó su feliz cara por la rendija.

—Y diles que les mando...

La puerta se cerró.

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Topsy repasó todas las palabras que le había dicho la señora Krasinski en la mañana: que era un pacto de paz, que ya no querían más problemas... Lo entendía. Se trataba de una tregua. Ellos ondeaban la bandera blanca, o algo así. Procedió con llamar a la familia. Esta vez estaba Bruce, quien acababa de llegar del trabajo, pero que debía volver para después de la medianoche. Era una gran oportunidad para cumplir con su misión.

Sirvió los platos, la comida le olía bien y estaba segura de que los Anderson se contentarían con ella más que nunca. Imaginaba que la reconocerían. Primero llegó un desganado Patrick, que iba en piyama y con apariencia aburrida. Luego llegó Violet, ensimismada como siempre, con la mente más enfocada en sus planes y proyectos que en sus seres queridos. Seguro pensaba en el edificio que se encontraba diseñando para Sweeneytown. Y detrás de un diario, como de costumbre, iba Bruce Anderson. Conocía bien su casa y cada mueble, lo que impedía que chocase o se tropezara en tanto leía la sección de noticias internacionales. Parecía ser un hombre que veía a través del papel.

—¿Qué es esto? —preguntó Patrick—. Huele bien. —Y comenzó a comer.

—Es rico, Topsy —comentó Violet—, me gusta. ¿De dónde sacaste la receta?

Pero Topsy esperó a que el patrón lo probara. En cambio, este dobló el diario sobre la mesa e ignoró el sabor. Engulló su plato sin haberse fijado ante lo que tenía, porque era más importante criticar los proyectos espaciales de la Unión Soviética que hablar con su familia. Aquel se enfrascó en un monólogo sobre satélites. Sputnik esto; Sputnik aquello. Telstar esto; Telstar el otro. Topsy permanecía detrás, con las manos entrelazadas sobre el busto, a la expectativa por complacer a todos. «¡No se puede creer!», decía Bruce, «Con sus cacharros pretenderán secuestrar nuestra señal, y entonces harán que las televisoras americanas transmitan los discursos de sus líderes...». Después permitía algún comentario de su familia y zanjaba el asunto diciendo «sueño con el día en que la URSS se separe y se disuelva.»

—Oye, Topsy, esto está bueno —opinó al fin el señor Anderson—. ¿Tú lo cocinaste?

—Por fin variaste el menú —dijo Patrick.

—Muchas gracias, señor. Yo... A decir verdad, tengo algo que decirle.

—¿Qué es? —Comía y comía, gustoso.

—Vino la señora Krasinski en la mañana.

—¿Qué quería? —Se detuvo. Madre e hijo se miraron y luego prestaron atención a lo que Topsy tenía que decir. De igual manera, continuaron comiendo, ignorantes de la cuestión—. ¿Por fin consideraron pedirnos disculpas? —Sonrió el patrón—. Solo era lo que quería en la mañana, Violet. Disculpas. Unas benditas disculpas. Nos han causado muchos problemas en los últimos días y no han sido capaces de aceptarlo.

—¿Fuiste a amagar a Peter Krasinski? —preguntó su mujer, con un deje de decepción.

—¿Qué? Nos la deben. Ha venido el FBI, Cooper no para de llamarme en mis tiempos libres y Adam Flanagan no tarda en meterse a mi cobertizo por una nota barata de las que escribe.

La esposa resopló con resignación. Dejó los cubiertos a su derecha. Patrick, por otro lado, quiso distraerse con su comida. Prefería disfrutar el nuevo platillo.

—¡Es mejor, señor!

—¿Ah, sí?

—Resulta que vino a sellar la paz. Nos trajo un regalo como muestra de que ya no querían más problemas con ustedes.

Todos se detuvieron y estudiaron a Topsy.

—¿Y cuál es ese regalo? —preguntó Bruce.

—¡La sopa! ¿No es fantástico? Dice que se llama borsch. En mi vida he escuchado semejante cosa. Ha de ser un platillo extranjero. Pero me ha gustado, y espero que...

—Topsy.

—¿Sí?

—Recoge tus cosas.

—¿Para qué, señor?

—Para que te vayas mañana temprano. —Bruce se levantó—. Y llévate esta comida para que la tires en el fregadero. No hay excusa.

—¡Pero, papá! —protestó Patrick.

—¡Bruce! —dijo Violet.

—Topsy, no me hagas repetirlo.

—Sí, señor. —Topsy reprimía sus ganas de llorar, mientras arrebató sin piedad los platos de los demás. Incluso Patrick denotaba su poca disposición a dejar de comer. Solo estiró los brazos para demostrar que estaba confundido.

Topsy llevó la comida a la trituradora y allí vació todo el contenido de lo que quedaba del borsch. Ni Violet ni su hijo sentían ganas de despegarse de la mesa.

En la cocina, Bruce Anderson regañó a la criada.

—¡¿En qué diablos estabas pensando?! —le dijo.

—¡Lo siento, señor Anderson! Yo no... no... sabía —Topsy se dejó llevar por el llanto.

—Quiero que te quede claro una cosa: no se acepta nada que venga de esa familia. Ningún Krasinski tiene el derecho de entrar en esta casa, mucho menos la comida mugrosa de esa mujer. —La miserable empleada asentía a cada petición, a la vez que intentaba con poco éxito limpiar sus propias lágrimas—. ¡Esa comida pudo haber venido contaminada! Dudo que vengan así nada más a sellar la paz con algún regalo. No. ¡Eres estúpida! De seguro has conseguido que nos enfermemos del estómago, si es que no han planeado hacernos un daño considerable. —Ella continuaba diciendo «sí, señor», «lo siento, señor»—. Es posible que esta haya sido la manera suya de envenenarnos, ¡y tú tienes toda la culpa!

Anderson regresó al comedor, luego de haber pateado la puerta a su paso.

—Bruce. Por favor, nos estás avergonzando.

—¿De qué hablas, Violet?

Patrick permaneció con la boca apretada.

—¿No te parece exagerado? No creo que Elena vaya por allí matando a quien se encuentre. No tiene ningún sentido que nos diera algo contaminado. Eres tú el que los ha molestado. El tal Peter ni siquiera ha sido capaz de mirarte a la cara. Se ve a leguas que son inofensivos.

—¡El pueblo se ha volcado en nuestra contra, Violet! ¿No te das cuenta? Ha de ser la manera en la que obra esa familia de espías. Son un montón de comunistas operando en la sombra, lo sé. Desde que llegaron a este lugar solo tragedias han ocurrido.

—Esto es una tontería, Bruce, te lo digo en serio. Te estás volviendo paranoico. Eres como una versión muy diluida de Joseph McCarthy —dicho esto, la señora Anderson se dirigió a su estudio y se encerró a cal y canto.

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