Capítulo 17
Por la noche, la señora Krasinski guardaba sus alhajas en un cofre sobre el tocador. Con bastante cuidado, retiraba los aretes de su oreja, mientras contemplaba a su esposo a través del reflejo. Aquel leía un libro, o fingía hacerlo, pues por los gestos que hacía tenía la apariencia de alguien que solo mira unos dibujos. El título, lo sabía bien, requería de toda la atención del lector, y Peter mantenía aquella mirada divagante que solía hacer cuando simulaba escuchar, en tanto su mente parecía estar en otro plano existencial. Lo conocía de sobra, estaba preocupado.
A pesar de ello, antes de abordar el tema, Elena se decantó por quitarse el collar de perlas. Asimismo, ya había transcurrido el tiempo suficiente para cambiar la página y Peter continuaba frunciendo el puente de la nariz.
—Cariño, ¿qué opinas de que me haga un peinado a la moda? —Su cabello era lacio, largo y rubio, no así el de su marido, que era negro, corto y engominado.
—No me gustaría —replicó sin pensarlo.
Ella tampoco deseaba ningún peinado a la moda. Peter lo sabía. De manera que Elena pretendió abordar su discusión de una forma más o menos natural.
—Podría hacerme un permanente.
Peter dejó el libro y la miró.
—Si tú quieres está bien, pero a mí no me gustaría. —Y regresó a su lectura.
—¿Vas a decirme qué tienes, Peter? Has estado muy callado todo el día. Bueno, más de lo normal. —Se levantó y se sentó al pie de la cama. Masajeó los pies desnudos de su esposo, y este reaccionó de la manera que ella esperaba. Él bajó el libro nuevamente, lo puso sobre su regazo e hizo su típico semblante de perro herido—. Todavía sigues perturbado por lo que le pasó a Tabatha, ¿cierto?
—No dejo de pensar en ello.
—Yo tampoco. También dijo que tenía mucho miedo, pero no quiere dejar la escuela.
—Querida... De igual forma me tiene preocupado todo.
Elena forzó una mueca de «otra vez el mismo cuento a la mesa», refiriéndose a la discusión que habían tenido en el hospital, la fatídica noche de brujas. Pero sintió más empatía por Peter al advertir que rehuía el contacto visual para volverse más reflexivo.
—De verdad no soporto Sweeneytown —opinó él.
—¿Qué ocurrió?
—Nada ocurrió.
—Cariño...
—Nada que debas saber.
—¿Son los rumores? Porque desde que Tabatha fue atacada he oído muchas tonterías en el supermercado. Esa mujer que me invitó a su club, Grace no-sé-qué, insistió mucho para que yo me comportara como una mujercilla americana más. Y ahora que no le hablo ni a ella ni a su séquito, comenzaron a cuchichear a mis espaldas, ahí en la sección de frutas.
—Es peor que eso.
—¿Bruce Anderson?
—Sí... —admitió con pesar. Elena conocía a los Anderson, la familia cuya idiosincrasia representaba lo que más detestaba. En el pasado, estos habían encabezado numerosas acusaciones, como que los Krasinski eran un peligro para la seguridad nacional. De allí vino una fama sobre que Peter era un espía y que fingían vivir como la gente normal. Elena no los había confrontado, pero sabía que Bruce Anderson era un hombre de carácter muy fuerte, y lo peor es que vivía al final de la misma calle. De nuevo, supo que a su esposo lo consumía la humillación a causa de las opiniones de aquel sujeto—. No sé cómo hacerlo cambiar de opinión. Esta mañana, mientras podaba el césped antes de irme a la biblioteca, apareció con su cara de mastodonte a decirme que era culpa de Tabatha lo que ocurría, ¿puedes creerlo?
—¿Culpa de Tabatha? ¿Qué es culpa de Tabatha?
—Vino a encararme el hecho de que ella le dijo algo a Cooper, porque este lo ha querido citar más de una vez para preguntarle cosas. Según él, por culpa de ella el FBI había venido a visitar a su esposa a coaccionarla y no sé qué más. Lo ignoré. Ella necesita justicia, y no quiero que ese mastodonte se aparezca para decidir sobre sus necesidades.
—No puedo creerlo. —Elena refregó sus ojos. Suspiró.
—Es muy necio —dijo Peter—. Y sospecho que su hijo molesta a Leon en la escuela.
—Es cierto, vino con otra ropa. Algo le habrán hecho. No quiso decirme nada.
—Sé lo que me vas a decir, pero creo que es mi culpa el haber venido aquí.
—No. ¡No! —Elena mostró su dedo, como para apaciguarlo; parecía que adiestraba a su mascota con tales ademanes—. Ahora te voy a comunicar mi parecer, Peter. Creo que estamos mejor aquí que en Nueva Jersey.
—¿Eso crees?
—Lo creo y lo sé. Si nos quedábamos allá, era posible que esos espías nos hubiesen encontrado. Sé que allá por lógica habría más gente y sería más difícil, pero en una ciudad grande cualquier persona en la acera podría ser sospechosa. No puedo imaginarme... No quisiera... —La voz se le destrozaba con la escena que se imaginaba—. No podría concebir la posibilidad de que algún sicario nos hubiese encontrado, tanto a ti como a mí.
—Es horrible sí —admitió su marido.
Elena prefirió hablar por lo bajo, debido a que sus hijos podían oír cerca de la puerta.
—Desde que tuve a Leon en el vientre, solo tuve una idea: quiero un hogar para él, para nosotros. No me hubiera gustado quedarme en Jersey City creyendo que podía morir, mucho menos en Londres. Imagínate que nos hubiéramos quedado en Londres. ¿Te acuerdas lo horrible que era la vida allá? —Él asintió. Sus ojos resplandecían—. Todas las noches antes de conocerte, cada vez que me dirigía a mi departamento (uno de lo más precario y pequeño, debo decirlo), veía pasar a personas en coches extravagantes gozando de su propio dinero. ¡Eran herederos legítimos del Plan Marshall! Se me hacía un nudo en la garganta. Los envidiaba como no tienes idea. Detestaba la idea de vivir en un mundo en el que podía ser libre, pero con la sensación de que nos vigilaban. Tenía compañeras que salían con jóvenes ingleses, para según ellas aprender mejor el idioma, pero yo oía que hablaban mal de ellas. Y no quería ser el foco de sus críticas, así que me reservé. Tampoco quería que me detuviera la NKVD y me acusaran de alta traición. Nos llamaban zorras, si acaso nos veían ostentosas. ¡No tenían ni idea de las condiciones en las que trabajábamos en esa maldita embajada!
—Además eran épocas posteriores a la postguerra.
—Es cierto. ¿Recuerdas que cuando nos enviaban a algún lado veíamos calles donde todavía existían edificios derruidos? Había calles oscuras, casas abandonadas. ¡Parecía Moscú! Supongo que a ti te tocó también ver esas cosas, ¿no? Ya después comenzó lo de la reconstrucción, por supuesto, y hoy ya no ha de ser para nada así, pero en aquellos días qué siniestra se veía Londres.
—Vivir con miedo no es vivir.
—Si no era por nuestro amor —hizo a un lado el libro y tomó a Peter de las manos— hubiéramos seguido allí, envejeciendo, siguiendo órdenes. Habría ejercido de secretaria para los diplomáticos soviéticos durante toda mi vida. Qué horror. Tal vez para hoy estaríamos de vuelta en Rusia. A lo mejor te hubieran llevado como esclavo a Siberia. Sería una pesadilla. A veces sueño con las posibilidades, como si fuesen mundos paralelos. Te juro que quiero gritar apenas los imagino.
—Lo sé, cariño. Las posibilidades también son producto de nuestros peores miedos.
—Desde que sabía que Leon venía en camino, supe qué clase de vida quería para nosotros. Afortunadamente te concedieron el asilo político. Y mira, ni fue necesario cambiarnos el apellido, porque aquí es el sitio más recóndito de Estados Unidos. Nadie nunca nos encontrará. Será para esa persona como buscar una aguja en un pajar.
Hubo un silencio. Tal vez Peter no había escuchado, como le era habitual.
—No quisiera revivir esos momentos. Pasé mucha tensión —dijo Peter.
—Pero ya estamos en el mejor de los lugares. Y como diría el profesor Schmidt: nadie nos debería asustar, vayamos a donde vayamos. Aquí seguiremos defendiendo nuestro derecho a vivir. ¿Estás de acuerdo o no, Peter?
El señor Krasinski volvió a asentir.
—Esto tendrá que terminar —dijo Elena, y se levantó.
—¿Qué harás?
—Le diré a ese tal Bruce Anderson un par de cosas.
—¿Ahora mismo? Ya se han de haber acostado.
—¡En la mañana!
—No, Elena, no, ¡¿p-por qué?!
—Porque ya basta. Quiero vivir tranquila el resto de mis días. Él tendrá que saberlo.
—De por sí ya te echaste al cuello a ese agente del FBI.
—¡No me importa! —susurró fuerte—. Es injusto que tengamos que pasar por esto otra vez. No quiero que se repita.
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