Capítulo 16
Brigitte conducía de vuelta a su casa. Oía una oración en la radio. No vivía con su padre. Para darle mérito a su estado de independencia, el anciano profesor vivía hacia el oeste del pueblo, lo más lejos posible. Era lo suficientemente necio como para disuadirla de cuidarlo, a pesar de su situación vulnerable. La hija detestaba sus constantes rechazos, pero terminaba aceptándolo, porque se le hacía fácil comprenderlo.
Una figura que andaba por la acera la sacó de sus cavilaciones. Cuando acercó más el automóvil, notó que era una muchacha que iba sola. Recordó el llamado de los Cooper desde el asesinato de Jane Clark y tuvo una extraña noción de poca naturalidad. Además, la pobre joven iba mojada, lo cual era aún más terrible.
—¡Oye, niña!
La persona no volteaba.
—¡Chica! —Bajó el cristal del lado del copiloto y repitió su llamado. Entonces se dio cuenta de quién iba por ahí—. ¡Joven Krasinski! ¿Qué hace usted solo por aquí, y mojado?
La ignoró. El pobre Leon titiritaba.
—¡Oye! Soy tu profesora de música.
Todavía sin voltearla a ver, Leon se detuvo y se abrazó a sí mismo. Ella frenó, se apeó y se aproximó a él. Se quitó el enorme sobretodo marrón y lo utilizó a modo de toalla. Le secó su larga cabellera amarilla y lo protegió del fresco. Pero, a pesar de tantas preguntas y palabras de amor, el muchacho no pudo levantar la mirada una sola vez. Ya titiritaba menos; sin embargo, su tristeza no parecía provenir solo de la helada humedad.
—Pobre, pobre criatura del Señor —dijo Brigitte, conmovida—. Hágame el favor de venir conmigo, joven Krasinski.
—¿Para qué?
—Para llevarlo a su casa, ¿para qué más?
—¡No!
—¿Por qué no?
—Porque mi familia me verá así, y comenzarán a hacer muchas preguntas, en especial mi hermana, que es la que insiste en cuidarme como a su hermanito. Yo soy el mayor. ¡Yo soy el mayor! No ella.
—Bueno, no se lamente por ello. Lo llevaré a otro lado.
—¿En serio?
—A donde me diga.
—¿Puedo esconderme en su casa por lo mientras?
—Claro, no me importa. Le daré ropa y podrá darse un baño caliente, ¿qué le parece?
Por fin Leon pudo mirarla. A Brigitte se le apretujó más el corazón cuando miró sus ojos azules, tanto rebosantes de belleza como de tristeza. Tuvo el impulso de acariciarle un sucio y húmedo mechón de pelo.
—No se entristezca, señor Krasinski. Venga a mi casa. Y no se preocupe, vivo sola.
En su casa, la profesora de música no tenía ropa de hombre, de manera que tuvo que regalarle algunas prendas suyas que lo hicieron ver como a un muchacho salido del gueto de Varsovia, o esta impresión tuvo el propio muchacho al verse al espejo. Incluso se había ganado el derecho a tener una nueva gorra de fieltro con estilo europeo, que le pareció aburrida aunque necesaria. Los pantalones le parecieron muy holgados, como para una primavera en Berlín. Leon no tenía ningún reparo con ser sincero. Las opiniones le salían con mucha facilidad. Pero Brigitte agradeció la autenticidad con la que él se conducía, por lo que, en lugar de haberse sentido ofendida, más bien agradeció que así fuera.
Ya se había duchado. Brigitte le iba a preparar una cena modesta. Esta consistía de una ingesta un poco vegana, una dieta a la que pocos recurrían en Missouri. Allí predominaba la industria ganadera y las actividades agrícolas. Se hablaba de que en California todos perseguían el sueño de ser cineastas o dedicarse a la televisión, mientras que en los alrededores de Sweeneytown el modelo idílico era más bien bucólico; quien se dedicaba al ganado o a la siembra era el que tenía el estatus y un porvenir asegurado.
Ambos cenaban en la tranquilidad del comedor. El tocadiscos reproducía música de The Ronettes, con canciones por lo demás recientes. Leon había creído que la mujer lo sermonearía con rollos de Jesucristo o consejos repetidos sobre defenderse de los bribones, aun cuando no se tuviesen los medios para hacerlo. Leon reservaba su respuesta para estas ocasiones, la cual decía: «Si así fuera de sencillo, entonces Polonia no hubiera requerido a los aliados para defenderse del ataque de los alemanes». No obstante, para su fortuna, la profesora Schmidt resultó ser una mujer mucho más inteligente. Sus opiniones eran certeras y comprensivas.
—Yo pensaba que usted escuchaba canciones de los tiempos de la guerra —comentó Leon cuando acabó su último bocado.
—¿Qué? —se sorprendió Brigitte, con un aire un tanto socarrón. Se había colocado la mano en el pecho, como quien se ofende de forma exagerada—. ¿Cuántos años crees que tengo, jovencito? Para nada. Bueno, debo decir que me gustan algunas canciones de mi infancia, en inglés, claro, de este país, pero yo prefiero la música moderna. ¡Yo amo la música! ¿Por qué crees que la enseño? Me encanta, por decir un ejemplo, el twist y el rock and roll.
Leon se ruborizó y luego dijo:
—A mí también.
—¿En serio?
—Sobre todo la música de Motown —admitió Leon—. Son muy buenas las canciones cantadas por las personas negras. ¿A usted no le gustan?
—Por supuesto, tengo unos discos por ahí.
—Yo pensaba que a nadie le gustaban esas canciones. Aquí la gente tiene la mente muy estrecha.
—Bueno, joven Krasinski, te sorprenderá lo que en realidad es Sweeneytown.
Él denotó recelo e hizo una mueca que Brigitte no pudo pasar por alto.
—La gente no es estúpida o mala porque quiera serlo —agregó ella—. No es tan simple.
—¿Incluso los imbéciles que me lanzaron al río?
—En especial los imbéciles que te echaron al agua —se rio, y bebió de su jugo.
El chico reflexionó durante unos segundos, para después agradecer la comida y levantarse. Empezó a explorar los discos de música que había en la estantería al lado de la consola. La profesora se limitó a contemplarlo con curiosidad. A un lado, él se encontró también con una repisa repleta de libros interesantes; los lomos contenían algunos títulos que conocía pero que jamás había leído. Allí había de estos del tipo intelectuales, con buenos contenidos políticos, de discurso abstracto. Con sus dedos repasó tales lomos, solo para palparlos.
—¿Quieres uno? —preguntó ella detrás. El chico no supo en qué momento se había levantado.
—No... no... —titubeó, con timidez. Se tomó el codo.
—Anda. —Él seguía temeroso, y Brigitte tomó la iniciativa. Se la veía sonriente—. Puedo recomendarte uno. Sé que te gustan los libros, sobre todo de ciencia ficción. El profesor de literatura me habló un día de una conversación que tuvo contigo sobre Bradbury y Orwell. Me habló muy bien de ti y de lo curioso que eres con estos temas. Yo no tengo de ciencia ficción, pero tengo unos muy buenos sobre la humanidad. Mira, te recomiendo este que me sorprendió. Es muy reciente.
—¿Matar a un ruiseñor? ¿De qué trata?
—Ya verás cuando lo leas. —Le sonrió.
—Vaya, m-muchas gracias, profesora. Se siente muy ligero y ágil. A lo mejor lo acabo en un par de días. —Pensó lo que iba a decir a continuación—: Vaya, yo pensaba que usted solo hablaba de Jesús y esas cosas.
—Ay, todos los alumnos piensan eso. A mí, más que ser cristiana, me gusta poner en práctica la palabra del Señor; soy de creencias pragmáticas. Pero eso no quiere decir que sea una mujer ignorante que solo habla de estas cosas y anda por ahí de hipócrita lavando sus pecados, ¿sabes a lo que me refiero?
—Creo que sí.
—Sé lo que piensan de mí. Oh, Dios, lo sé. —Con los puños en la cintura, Brigitte suspiró con resignación—. Mi cosmovisión no es muy comprendida, pero algún día lo será.
—Lo leeré y le diré qué me pareció.
—Por favor. Y si te aburre puedes decírmelo. Detesto cuando me dan ensayos falsos.
—Muy bien. —Leon se quedó con la mirada perdida—. Y profesora...
—Dime.
—Le ruego que no le cuente de esto a nadie.
Ella hizo el gesto de cerrar la boca con una cremallera.
—Es una locura esto que está pasando en Sweeneytown —comentó Leon.
—Lo es.
—Esos del FBI molestaron a mis padres la otra noche, ¿sabe?
—Sí, lo sé.
—Son unos idiotas.
—Te recomiendo —sugería Brigitte— que te mantengas alejado de ellos, Leon. Esas personas solo van por ahí buscando problemas. Con decirte que incluso investigan a los Anderson. No puedo creerlo. —Frotó su frente.
—¡¿Ya están investigando a los Anderson?!
—Caray, no debí haberte dicho eso. Metí la pata.
—¡Señorita Schmidt, esa es la razón por la que me lanzaron al agua! Ese tal Patrick anda creyendo que es culpa de mi familia el que la policía o la prensa estén detrás de su padre. Sé que contratan indocumentados para ahorrarse mucho dinero, y que de este modo Bruce pueda salirse con la suya, con lo que sea que oculta en su cobertizo, porque los inmigrantes no son capaces de ir por ahí esparciendo rumores. Por eso se asegura de que no puedan hablar inglés. Mi hermana dijo algo que los involucró, cuando la entrevistó el comisario Cooper. Quisiera hacer algo al respecto, especialmente para quitarme a ese cabrón de encima.
—Comprendo, Leon. Mira, yo creo que será mejor que le des la oportunidad a los Cooper. Tendrás que dejarles esto en sus manos.
—¡Quiero saber la verdad, profesora! Quiero saber qué esconde ese tal Bruce.
—Por ahora no podrás hacer nada, Leon, lo lamento. No cometas tonterías. —Lo tomó de los hombros—. ¡Júramelo!
Leon se veía sumergido en el hartazgo.
—Muy bien —sentenció a secas. Se dio la vuelta para dirigirse a la salida—. Otra vez gracias por la comida, el baño, el libro y la ropa. Se los devolveré pronto.
—De nada, Leon. No te preocupes por ello; puedes regresarlos cuando lo desees. Y... Por favor prométeme que no te meterás en problemas.
Aquel asintió y se fue.
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