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Capítulo 12

Ya afuera, Victor Warden y Robert Perdomo compartieron sus opiniones sobre cuánto odiaban Sweeneytown. Pero ni la desidia los detuvo de dirigirse de una vez por todas a la casa de los Anderson. La mañana estaba radiante y el sol en su punto álgido, así que era un buen tiempo para proseguir con la investigación. Cuando tocaron a la puerta de una casa, que parecía ser la más grande de la calle, les abrió una mujer negra.

—Buenos días, ¿se encuentra el señor?

—Por el momento no —contestó la doméstica, de semblante asustadizo—. Lo siento.

—Espere —dijo Perdomo, antes de que la puerta se cerrase—. Somos del FBI. Agente Perdomo, y este de aquí es el agente Warden. No habla mucho, pero es un buen tipo. Ahora, ¿me facilitaría unas preguntas sobre sus empleadores?

—No. —Iba a cerrar de nuevo, y este impidió el acto. Ella hizo un gesto de sorpresa e increpación.

—Es urgente, hija.

—¿Quiénes son, Topsy? —preguntó desde dentro una mujer blanca.

—¿Señora Anderson? Somos del FBI. Necesitamos hacerle unas preguntas.

La criada siguió aspirando la alfombra de la sala en tanto Violet los atendía afuera. Adentro «había mucho ruido», según la ama de casa, como si fuese un pretexto. Al final poco importó a los agentes, ya que se habló del empleo de Bruce. A pesar de una docena de preguntas, no hubo respuestas satisfactorias. Ni ella misma era capaz de saber a qué se dedicaba el señor Anderson, o esta impresión quería darles. «Trabaja en la administración» era la respuesta por defecto. Entonces, ya no hubo más. Puerta cerrada. Todos de vuelta a sus oficinas.

—¡Carajo, Warden! —exclamó Perdomo, a las afueras del jardín—. ¿Viste cuánta sospecha había allí dentro? Hasta la negra parecía tener miedo de nosotros.

—En este tipo de puebluchos todos temen al FBI.

—Es verdad, Warden. Tienes razón. Puros campesinos ignorantes.

—Tenemos más habladurías que hechos, Perdomo, no me gusta.

—Sí lo sé, Warden. ¿Qué opinas de la historia del hombre de las botas sangrientas?

—Es una tontería. Aquí no hay ningún bar con tales características.

—Es cierto. Lo más cercano fue la licorería que encontramos al oeste. ¿Y qué opinas de que el asesino es el alemán ese al que entrevistamos?

—Solo es un viejo testarudo. Nada relevante. —Warden se acomodó el cuello, como si le picara—. Ni siquiera nos miraba a los ojos. Solo insistía en que no tomaría medidas.

—Sí, jodido nazi. Yo tampoco creo que ese viejo alemán pueda ni cargar un rifle. Tal vez analice su situación migratoria. Es posible que sea un fugitivo de la SS.

—¿Y el espía ruso?

—No es un espía, Warden. Solo es un jodido ruso que desertó de la URSS hace como dieciséis años y se dedica a administrar bibliotecas públicas. Al menos eso es lo que dicen. Por cierto, más tarde me encargaré de su esposa. No toleraré que ninguna mujer que me dé bofetadas.

—Bueno, alguno de ellos es una probabilidad —reflexionó Warden—. Todos los rumores apuntan a que el asesino podría ser un extranjero, o al menos eso dice el Dispatch.

En aquel instante vieron llegar una camioneta a la parte posterior de la casa de los Anderson. En la portezuela se hallaba rotulado el logotipo de la empresa: «Green Happiness». Se apearon un hombre blanco y un joven con rasgos hispanos. Ambos se habían dispuesto a recoger herramientas de jardinería de la batea del vehículo. Esto le llamó la atención a Perdomo, quien pronto se dirigió a hablar con ellos. Stephen Clayton supo quién le estaba haciendo ahora preguntas, por lo que no quiso responder de buena gana, mientras Héctor no intentó hablar para nada.

—Oh, vamos, ¿ni siquiera su nombre nos puede dar?

—Clayton. Stephen Clayton.

—Muy bien, señor Clayton, ¿qué me puede decir de los rumores?

—¿Cuáles rumores?

—Sobre que el asesino es extranjero.

Aquel torció la boca, denotando ignorancia a propósito, y le pidió a su aprendiz que se llevase los rastrillos para las hojas secas.

—No sé nada de eso —sentenció el jardinero.

—Habrá oído algo.

—Nada de nada.

—¿No lee los diarios?

—Odio los diarios.

Perdomo señaló con la cabeza al joven, que acababa de entrar al jardín.

—¿Y qué hay de su muchacho? No es de por aquí, ¿verdad?

—No.

—¿Habla inglés?

—No, no lo hace.

—¿Es mexicano?

—Escucha, cabrón —Clayton le puso el dedo índice en el pecho—. Sé lo que quieres hacer, y no, no lo permitiré. No te llevarás a mi aprendiz. Él es un chico honesto. Lo único que hace es dedicarse a la jardinería conmigo. He oído cosas de ti, como que golpeas a quienes tú crees sospechosos. He oído que eres jodidamente despreciable.

Perdomo hizo una sonrisa de patán. Como era su costumbre, antepuso las manos y se encogió de hombros, en un gesto bastante pueril de su parte.

—Será mejor que sigas así, vigilándolo. No sé si a tu amiguito le espera la silla eléctrica o la deportación. Pero nada más digo, Clayton.

—Perdomo —le dijo su compañero, para apaciguar los ánimos calientes—, se me ha ocurrido una idea. Será mejor que nos vayamos de aquí.

—Muy bien, me voy.—Le lanzó una mirada brusca al jardinero. Sin embargo, este permaneció impertérrito, con el pecho hinchado, hasta que el aprendiz regresó y ambos hombres comenzaron a trabajar en su jornada diaria.

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