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Capítulo 10

Era la primera reunión en varias semanas. El Club de las Amas de Casa se había reducido desde la vez anterior. Ahora ya solo eran Brigitte Schmidt, la joven profesora de música, la anciana Grace Adams, líder y gestora del grupo, Shelby McGraw, Christina Gale y Molly Flanagan. Esta última se caracterizaba siempre por sus vestidos rosados, con motivos de corazones o motas rojas. Las mujeres estaban terminando una partida de naipes. Al fondo, una consola reproducía calipso. Todas fumaban excepto Brigitte.

Al terminar el juego, después de unos festejos, risas y quejas, Grace Adams se levantó por su libreta, se colocó sus gafas de ojo de gato y elevó las expectativas. Luego regresó a su asiento a la cabeza de la mesa y comenzó.

—Bueno, chicas, como bien saben —sopló una bocanada de humo—, Janelle Goldstein no regresará más. Se encuentra más triste que nunca. Anoche me llamó para decirme que no volvería y que se dedicará a buscar a Diane por su cuenta. Está aferrada a la idea de que huyó de casa por culpa del novio, del que no se ha podido comprobar nada. Asimismo Michelle Clark. Dios, es una tragedia lo que le pasó a su hija.

—Pobrecita Jane —opinó Shelby McGraw con tristeza—. Ser acuchillada así es...

—Que Jesús las guarezca de sus propias penas —expresó Brigitte con las manos en el pecho, refiriéndose más a las mamás que a las víctimas.

—Es muy triste y horrendo perder a una hija de esa forma —musitó Christina Gale—. Ninguna madre debería ver muerta a su propia hija.

—Es un desperdicio de tiempo lo de Janelle.

—¿Por qué dices eso, Molly? —le preguntó Grace a la señora Flanagan.

—Pues, no sé por qué no acepta la realidad. —Volvió a dar una calada. Se tomó su tiempo para expulsar el humo. También jugaba con la cajetilla sobre la mesa—. Está claro que hay un asesino entre nosotros. Digo, Diane y ese muchacho se llevaban bien. Sé que él no era judío como para que Janelle consintiese la relación, pero no es motivo para creer que se largara.

—¿Y qué sugieres? —El tono de Grace era duro.

—No sugiero nada, Grace. Estoy diciendo que Diane no huyó. Es obvio. —Se encogió de hombros—. ¿Para qué se iría sin el muchacho? No tiene sentido. Encima el FBI lo golpeó, ¿puedes creerlo? Se ve a leguas que es un buen chico. No era necesario que lo trataran así.

—Es entendible —convino Brigitte a su lado, asintiendo.

—Bueno —dijo Christina Gale—, la señora Goldstein tiene derecho a hacer lo que le venga en gana, ¿no lo crees así, Molly?

—Por supuesto, pero es estúpido que no acepte que a su hija la mataron.

—¡Eso no es tan sencillo, Molly, por el amor de Dios! —espetó la señora Gale, ofendida.

—Por lo que a mí respecta desapareció y ya —intervino Shelby McGraw—. Hasta no tener las pruebas, no podemos decir lo contrario.

—Es que... —insistió Molly—, si yo desaparezco junto a un montón de chicas más, (y suponiendo que fuera una jovencita como ellas), ya sería más que lógico que estoy por ahí con el cuello abierto. —Comenzó a reírse, como si hubiera dicho una broma.

—¡Por Dios, Molly! —exclamaron todas, menos Brigitte—. ¡Qué desagradable eres!

—No empieces.

—Tu humor es horrible.

—¿Por qué crees eso, Molly? —le preguntó la joven del colguije de cruz—. ¿Estás triste hoy?

—¡No empieces a psicoanalizarme, Brigitte! Es que ya estoy harta de todo esto. Mi esposo no para de hablar de todas estas cosas en la cena. Claro, en los días que está, porque casi siempre anda por ahí quién sabe dónde. Seguro se va con otra mujer. —De nuevo se carcajeó.

—Y hablando de irse por ahí —dijo Grace Adams—. Sé de buena fuente que ese desagradable de Bruce Anderson se larga a mitad de la madrugada.

—¿Otra vez? —preguntó la señora McGraw.

—Así es, Shelby, era lo que quería decirles hoy. Ese hombre está ocultando algo.

—Espero que le esté siendo infiel a esa loca de Violet Anderson —se mofaba Christina—. ¿Han visto su cara de empanada?

—Lo sé —dijo Shelby—, sonríe más una piedra que esa mujer. El otro día me la encontré en el supermercado. Estaba comprando cremas para los hongos de los pies. —Las demás hicieron una mueca de disgusto—. Se escusó diciendo que siempre envía a su criada, la negra, pero que esta vez no estaba disponible, por lo que tuvo que ir por sus cremas ella misma.

Todas se rieron.

—Eso no es nada comparado con lo que me pasó con la señora Krasinski —presumió Grace—. Hace un mes una de mis perras se escapó a su jardín y le ladró. Ella se asustó y me gritó que si no mantenía a mi «sucio animal» fuera de su alcance, lo patearía. Enseguida se arrepintió y me pidió disculpas. La siguiente noche me llevó una de sus comidas asquerosas. Ni recuerdo cómo dijo que se llamaba eso.

Más risas.

—¿Qué te cocinó? —preguntó Brigitte, llena de curiosidad.

—No sé. Era como una sopa roja. Sabía muy extraño. Y me dijo que todos debíamos vivir en paz, que todos éramos iguales y no sé qué más tonterías que dicen los comunistas.

—Esa tal Krasinski tiene una hija —advirtió la señora Gale, con un dedo apuntando al techo—. Se junta con mi hija. Una tal Tabatha, creo es.

—Ah, sí, yo también —convinieron Molly y Shelby al unísono.

—¡Le pega sus ideas! —sentenció Christina Gale.

—Ya sé. —Grace apagó su cigarro—. Han de ser espías los Krasinski.

Molly lanzó uno de sus chistes incómodos, que la joven profesora no se tomó bien. Otra vez, más risas grupales. Brigitte se sintió mal para sus adentros, pues la única vez que había hablado con Elena había sido satisfactoria. La señora Krasinski tenía una buena noción de la justicia. Tabatha, por su parte, le había parecido una muchachita muy avispada que mostraba mucho interés en las clases de música. Participaba, y sus dudas eran inteligentes.

Brigitte quiso desviar la atención del tema.

—Chicas, por cierto, ¿con ustedes no han hablado los agentes del FBI?

—Yo quisiera que hablaran conmigo —dijo enseguida la señora Adams—. Tengo mucha información que les podría servir. Así podrían arrestar al desagradable Bruce Anderson de una buena vez. Se queja de que mis perras ladran mucho, y él grita a sus criados todo el tiempo.

Las demás sacudieron la cabeza al sentir la mirada de la joven encima.

—¿Contigo sí, querida Brigitte? —preguntó Molly con genuino interés. Reposó la mano en su hombro.

—Pues... ayer se me acercó un tal Perdomo y comenzó a coquetearme.

—¿En serio? —respondió Molly, visiblemente furiosa.

—Sí, creo que... ¿A ustedes no les hizo nada parecido?

La señora Gale carraspeó y Grace Adams hizo una de sus carcajadas más ruidosas.

—¡Ay, Brigitte! —dijo Shelby entre risas—. Nosotras ya no hemos de ser de su gusto. Tú eres muy joven todavía, así que lo más probable es que le hayas atraído.

—Yo ya no soy tan joven. Ya tengo veintidós. Soy profesora.

—¡Ay, por Dios! —se burlaron todas, menos Molly, quien ahogaba su cigarrillo.

—¿En serio crees que tus alumnos te toman en serio, querida Brigitte? —reía Grace.

Más carcajadas explotaron. Molly no trató de acompañar esta vez a las demás mujeres al ver a su amiga incómoda, de modo que intervino y apagó a gritos las algarabías.

—¡Esto es serio, señoras!

—¿Tú seria, Molly? ¡Quiero ver eso!

—Ya, chicas, déjenla hablar. Brigitte, ¿qué te hizo ese imbécil agente?

—Nada, Molly. Solo me insinuaba que fuera con él a tomar un café, pero no en el sentido de preguntarme cosas sobre la investigación, sino para ir con él nada más, para divertirme.

—Hubieras ido con él, niña —le dijo Grace—. Mírame a mí. De joven rechacé a todo aquel que se me insinuaba, y mira cómo acabé.

La diversión no se hicieron esperar. Molly se mostró a la defensiva.

—Y yo soy la del humor desagradable, ¿no? —Ellas guardaron silencio. La señora Flanagan frotó la espalda de su amiga, instándola a seguir hablando—. ¿Qué más, Brigitte?

—Y ya...

—¿Segura?

La profesora se aferró a su cruz. Rehuía la mirada.

—Me intentó levantar la falda.

Ahora hubo respingos. Los ánimos cambiaron de pronto.

—Debiste denunciarlo —dijo la señora Gale.

—¿Denunciarlo dónde? —preguntó Grace—. Esos Cooper no harían nada. Este pueblo se ha ido al infierno por culpa de ese viejo inútil.

Molly apoyaba a su amiga, no obstante lo que rumoraban ahora las otras mujeres.

—Dijo que nadie me tomaría en serio si seguía vistiéndome como mojigata. —Sus otras dos compañeras del club, Shelby y Christina, se disculparon por lo que le habían dicho hace unos instantes. Pero Grace, quien había sido la precursora de tal broma hacia Brigitte, se hizo de la vista gorda—. Me dejó su número, y lo peor es que no he podido deshacerme de él.

—¿Puedes dármelo?

—¿Para qué lo quieres, Grace? —le preguntó Molly, que confortaba a su amiga—. ¿Acaso piensas llamarlo para reclamarle lo idiota que ha sido con el pueblo entero?

—No. Lo necesito.

—No me importa dárselo, Molly, tranquila. —Sacó un papelito de su bolso—. Toma, amiga. Y por favor, no empieces una revolución. No es para tanto lo que hizo.

Grace cogió con desesperación el número telefónico y se levantó, no sin antes responderle:

—Esto que haré será por el bien de Sweeneytown, querida Brigitte. Nos vemos la próxima semana, chicas. Espero que se la pasen bien cuidando a sus críos. —Soltó una risa flemosa y fue con prisa hacia la cocina.

Shelby y Christina platicaron entre ellas, mientras Grace acudió al teléfono, del otro lado de la barra. Se la veía ansiosa, allí susurrando en el aparato.

—Escúchame, Brigitte —le murmuró Molly—, Christina tiene razón. Debes ir a denunciarlo. No está bien lo que te ha hecho.

—Muy bien, Molly. —Asintió con rapidez.

—Ojalá destituyan a ese hijo de perra. ¡Qué coraje! —Se encendió otro cigarrillo y se quedó con él entre los dedos, mirando hacia la pared.

Brigitte recogió sus cosas y se dispuso para ir hacia la comisaría.

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