•Estoy temblando en mi camino hacia el otro lado•
Disclaimer: Kimetsu No Yaiba pertenece a Koyoharu Gotōge. Yo sólo estoy jugando con los personajes.
Notas: Esta idea nació cuando escuchaba Conception, precisamente la canción Silent Crying.
Advertencias: No romance, violencia típica de canon (no creo que seas tan sensible si ya has visto Kimetsu No Yaiba, caray).
Sin beta muero como Muzan y las Lunas Superiores.
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La tranquilidad que reinaba en el lugar se desvaneció abruptamente cuando la planta explotó en un estallido ensordecedor. Yoriichi, gracias a su agilidad felina, consiguió escapar del mortal pulso de veneno que la planta arrojó sin piedad en su dirección. Sus sentidos lucharon por mantener el equilibrio ante el inminente peligro. Con una rapidez elusiva, el cazador logró girar en el aire ejecutando un desvanecimiento vacío para esquivar el siguiente ataque de la planta letal, y en un vertiginoso salto hacia adelante, decapitó limpiamente al monstruo.
Pero la victoria del momento no calmaba la inquietud en su corazón. Y es que sabía que las consecuencias de la explosión eran inciertas. Su única certeza radicaba en la necesidad de eliminar a la criatura de raíz para que no volviera a sembrar el terror. Con su aliento solar, la hoja de la espada devoraba las células demoníacas y evitaba cualquier posibilidad de regeneración.
Mientras sucedía, notó algo: huellas, alrededor de la base de la planta. Varios días, pensó. Sobre el tiempo que tardaría en brotar la flor... Huh. Y qué es esto...
Se inclinó y recogió una pequeña vaina carbonizada. ¿Semillas? Hm. Se metió la vaina en el bolsillo y caminó de regreso a la villa encalada que dominaba el viñedo.
—¿Has eliminado a las criaturas, cazador? —preguntó el hombre mayor, con voz ronca y una expresión grave en su rostro curtido por el sol y el vino.
—Sí, todas ellas han sido eliminadas. Los demonios salen de noche, cuando se oculta la luz del sol, pero estas cosas se refugiaban debajo de la tierra. No te preocupe, ya no te molestarán. Sin embargo, me temo que ésto no acabará con tus problemas —expuso Yoriichi con severidad, mientras le mostraba la vaina al viejo vinicultor.
—¿Semillas? —exclamó el hombre, desconcertado.
—Exactamente. Algunos demonios tienen habilidades extraordinarias, y aunque me encargué del principal, parece que sobrevivió una parte. Son estas flores carnívoras. También encontré huellas cerca de la base de las plantas. Por lo visto, alguien las ha estado sembrando deliberadamente, Isamu.
—¿Deliberadamente? ¡Pero quién podría haber hecho algo así! ¡No tengo enemigos! ¿Qué motivación tendría alguien para sabotear mi viñedo?
—No lo sé. Pero esta noche me esconderé en las sombras, estaré atento. Tal vez lo atrape haciendo sus fechorías —dijo el cazador con aspereza.
—¡Esperaré contigo entonces! ¡No puedo creer que alguien quiera sabotearme!
—Puede que no sea seguro.
—¡Oh, vamos! Soy un hombre viejo, no tengo hijos, mi esposa se ha ido, que en paz descanse. No me importa la seguridad —dijo Isamu, poniendo las manos en las caderas en una actitud bastante arrogante—. Y de todos modos, cazador, pareces un poco perdido —dijo con astucia—. Tal vez te vendría bien algo de compañía, ¿verdad?
Yoriichi sonrió levemente, pero su sonrisa no llegó a sus ojos. Era un gesto más bien frío.
—No deberías subestimar el peligro, Isamu. Siempre hay riesgos en cualquier circunstancia —dijo, manteniendo su voz en tono serio, ignorando la postura arrogante del viejo viticultor—. Aunque en lo que respecta a mi situación, no estoy perdido.
Isamu lo miró.
El semblante de aquel hombre era de lo más enigmático. A pesar de que sus labios se curvaron en una irónica sonrisa, sus facciones permanecieron inamovibles, impasibles. Su mirada, fría y desapegada, parecía asomarse al vacío, tan lejana como inaccesible. Y aunque reconocía a Isamu como un aliado, sabía perfectamente que en su línea de trabajo, cualquier muestra de debilidad podría ser interpretada como una carta abierta a la derrota.
—Debes entender que puede ser peligroso. Te sugiero que tomes tus precauciones y no te confíes en nada —continuó Yoriichi—. Será muy importante que sigas mis instrucciones con precisión y, en caso de ser necesario, que te mantengas alejado del alcance de mi espada.
—¡A tus órdenes, jefe!
...
Más tarde, el anciano y el cazador encontraron un lugar seguro y apartado detrás de un manto de enredaderas. La temperatura seguía siendo agradable gracias a los rayos del sol que penetraban en la rica tierra volcánica, extendida sobre la roca caliza. Con el ocaso, el cielo se tornaba de un púrpura oscuro que comenzaba a ser adornado por las primeras estrellas del anochecer. De fondo, se podían oír los dulces acordes del ruiseñor, que con su melodía deleitaba la brisa del bosque que se elevaba en la ladera. Un aire fresco y fragante recorrió el lugar, despertando los sentidos de los dos hombres.
El vinatero, con su piel enrojecida por los años de trabajo bajo el sol, extendió su brazo, señalando con el dedo hacia la dirección del camino, que se vislumbraba entre las densas hierbas que bordeaban el viñedo. La ruta principal que conducía al pueblo se retorcía a lo lejos, iluminada por la luz propia del atardecer. El tranquilo viento mecía las hojas de los viñedos vecinos, produciendo un agradable sonido que inundaba el ambiente. El contraste entre el color esmeralda de la vegetación y el púrpura del ocaso creaban un paisaje que pintaba la escena con tonos fríos pero a la vez acogedores.
—¿Ves a ese hombre, Yoriichi? —preguntó Isamu, señalando con la barbilla al comerciante que avanzaba por el oscuro camino—. Es un comerciante ambulante. Carga sobre sus espaldas mercancías pesadas por caminos peligrosos. ¿Por qué crees que hace eso? ¿Por qué no tiene un puesto en el mercado central del pueblo?
El cazador se encogió de hombros.
—Quizás le gusta más la vida nómada —respondió.
Isamu bufó de impaciencia.
—Te equivocas. Ese hombre tiene una tienda en la aldea, que es dirigida por su hermano menor. Además, tienen una boutique y pronto abrirán una cuarta tienda en otro lugar para llevar la civilización a las aldeas vecinas.
—Ya veo —dijo Yoriichi—. ¿Y cómo se llama el hermano?
El vinatero frunció el ceño, sorprendido por la pregunta.
—Se llama Haruo, pero el punto es que este hombre lleva un estilo de vida que le brinda la libertad de recorrer caminos peligrosos. Es una metáfora de cómo podemos encontrar felicidad y propósito fuera de las rutas establecidas.
—Entiendo —asintió Yoriichi, con una expresión ilegible.
Isamu sonrió, burlón.
—No lo entiendes del todo, ¿verdad? Pero déjalo así. No eres el único.
—Entiendo lo que quieres decir. De todas maneras, conocí a un Haruo una vez —dijo, sin mucho interés—. Le ayudé con un problema que tenía su caballo.
—Éste es otro Haruo, entonces. ¿Qué pasó, le ayudaste a reemplazar una herradura rota? —se rió entre dientes el viticultor.
—No, era amigo de mi esposa.
—¡Ah, un amigo de tu esposa! No digas más, no digas más —exclamó Isamu mientras observaba al cazador con una sonrisa maliciosa—. Pensé que ustedes, los cazadores, preferían evitar el matrimonio y las relaciones con lazos fuertes. ¿Me equivoco?
—La mayoría se casa. Es lo único que queda para protegerse y mantenerse firme ante el peligro. La vida de un cazador es demasiado corta para desperdiciarla en soledad. Además, es importante para ellos transmitir sus legados y conocimientos a sus hijos.
—Entiendo, entiendo. Veo por tu mirada que prefieres cambiar de tema. Dejemos eso atrás por ahora. Te contaré sobre este comerciante ambulante del que hablaba: quiere abrir una tercera tienda así que carga sólo lo mejor de sus productos a su espalda y recorre los caminos ofreciendo sus artículos a precios justos a los lugareños, mostrándoles la calidad de su mercancía. Sólo acepta lo mejor de lo mejor. Y, créeme, funciona. ¿Ves eso? Es lo que llamamos una mentalidad emprendedora y audaz.
—Mm.
—¿En serio me estás escuchando? —indagó Isamu, sin ocultar su escepticismo—. Verás, son los pobres de las laderas y los campos, los provincianos, quienes visitan la ciudad en busca de una vida mejor. En sus mentes, han creado una imagen falsa de la ciudad, donde todo es perfecto y la riqueza abunda. Gastan el doble de lo que podrían gastar en su pueblo en cosas que realmente no necesitan ni pueden pagar, sólo para sentir que pertenecen, que son parte del grupo que ha dejado la vida rural atrás. Mientras tanto, los ricos abandonan la ciudad para llevar una vida sencilla, quizás como bodegueros, algo que han aprendido del camino del mercader ambulante. Sólo visitan el palacio del terrateniente en eventos especiales.
—Lo siento, Isamu, pero me has perdido —comentó el cazador, sacudiendo la cabeza—. Además, el terrateniente vivía en la ciudad, no se le puede considerar provinciano.
—Ay, ese era el Lord —suspiró—. Él... él era diferente.-
—Tal vez.
—Pero, ¿no te parece una ironía? Los nobles de la ciudad han intercambiado lugares con los campesinos del campo. ¿No lo ves?
—No creo que eso sea tan importante —dijo Yoriichi con indiferencia.
—Bueno, para exponerlo de manera sencilla, ¿quién limpiará ahora los establos? ¿Los nobles con sus kimonos de seda y kosodes, o los campesinos pobres que apenas tienen para comer? ¿Quién contribuirá al pago de los soldados y samuráis que nos protegen? ¿Y quién financiará los torneos que tanto gustan a la gente y que también ayuda a mantener a nuestros valientes protectores? ¿Los campesinos? ¿Acaso sacrificando la poca riqueza que tienen en baratijas llamativas?
El cazador se mantuvo en silencio.
—Cada uno pensó que había encontrado una vida mejor en otro lugar, pensó que lo que encontró era real —siguió Isamu.
—Parece que trataban de sacar lo mejor de la situación que se les presentó. Les deseo suerte —respondió Yoriichi, sin comprometerse demasiado.
—Bueno, tal vez sí, cazador, tal vez. Pero yo creo que aquellos que se dedican a fantasear sobre una vida idílica están destinados a sufrir —comentó Isamu con una mirada cansada.
—Mm, ¿y qué pasa con los samuráis?
—Ah, ellos son un caso especial. Están demasiado ocupados jurando lealtad y honor para preocuparse por la sociedad y la política —se rió Isamu con ironía.
De repente, un susurro en los arbustos llamó la atención de Yoriichi.
—¿Escuchaste eso? ¿Es el saboteador? —preguntó Isamu, mirando a su alrededor con cautela.
Haciendo callar al anciano con un gesto, el cazador avanzó agachado, con la mano suspendida sobre la empuñadura de su espada. Sin previo aviso, saltando hacia adelante, arrastró a un hombre que se retorcía entre los arbustos.
—¡Suéltame, vete al infierno! ¡Eres un idiota! ¡Suéltame! —gritó, agitándose sin control, como si hubiera perdido el sentido de la resistencia. Yoriichi lo dejó caer al suelo, frente al anciano, manteniéndolo firme con una bota en el pecho. Su expresión era fría, impasible, como si no estuviera sorprendido en lo más mínimo.
—¿Qué tenemos aquí? —dijo, sacando unas bolsas de semillas del saco que llevaba el intruso—. ¿Estás pensando en cultivar nuevas enredaderas? ¿Tienes idea del peligro que eso implica? ¿Y si, por accidente, te atacan a ti o a tu familia? ¿Y si este acto provoca que tus flores demoníacas se propaguen por todo el lugar? ¿Estás dispuesto a pagar ese precio? —la voz de Yoriichi era gélida, un tono que hizo que tanto Isamu como el ladrón se sobresaltaran. Era un sonido cortante con un borde acerado y afilado que parecía emanar de algún lugar Insondable—. ¿Es que no te importan las vidas de las personas? —continuó, sus ojos ardiendo con intensidad—. ¿Eres tan egoísta y repugnante que no puedes ver más allá de tu propio interés?
El intruso tembló levemente ante sus palabras, mientras Isamu observaba con asombro al cazador. Parecía que Yoriichi podía llegar a ser una persona muy temible, incluso más grave que las situaciones peligrosas que se presentaban ante ellos.
—¡Taiki! —exclamó—. ¿Por qué te escondes en los arbustos? ¿Y qué es eso de las semillas?
El hombre conocido como Taiki escupió en el suelo.
—¡Esta tierra era de mi padre! ¡Nunca debió vendértela! Probé tu vino y me cuajó el estómago durante una semana. ¡Y sin embargo, lleva mi maldito apellido!
Isamu negó con la cabeza, confuso.
—¿Qué estás diciendo, Taiki? No le he hecho nada al vino. Está igual que siempre.
—Claro que le hiciste algo, viejo —espetó Taiki—. Obviamente no sabes hacer vino.
—¿Planeabas asesinarlo sólo por eso? —inquirió Yoriichi, su voz llena de incredulidad y disgusto—. ¿Acaso tenías planes de hacer lo mismo con el resto de las personas que viven aquí? Tu falta de consideración y empatía hacia los demás es impactante.
—¡Sí! ¡Lo confieso! Además, si yo fuera un monje, juraría por Buda que no permitiría que este... este... hombre continúe deshonrando mi vino.
Yoriichi, frunciendo el ceño, lo miró fijamente. El cazador no creía que los lamentos de Taiki compensaran las posibles muertes que hubieran ocurrido si él no llegaba a tiempo.
—Tus palabras no significan nada. El daño ya está hecho —replicó con voz fría, sin mostrar ningún signo de compasión.
—Y no es tu vino, Taiki —interrumpió Isamu, con un tono razonable—. Me vendiste el viñedo, a un precio muy alto, debo añadir, y te mudaste a la ciudad. ¿Y qué? He cuidado los viñedos aquí, en mi retiro, y hago vino con las mismas uvas, como siempre.
—¡Pero lo haces mal! ¡Ya no es el vino de mi familia! ¡Ya no!, ahora es sólo... es... ¡cualquier cosa! —dijo el hombre, casi llorando—. ¡Has arruinado mi nombre!
—¡Entonces no deberías haber llevado a la mitad de los trabajadores contigo a la ciudad! -respondió el anciano, alzando los brazos con vehemencia—. ¡Te llevaste a los que mejor sabían hacer vino, porque ya no te importaba y deseabas algo diferente! ¡No es mi culpa que tu vida en la ciudad no te conveniera!
Taiki sacudió la cabeza con abatimiento.
—No convino, en verdad. Cometí un error, Isamu. Y ahora estoy en quiebra. El dinero que pagaste por la viña se fue, se gastó. Todo lo que quedó fue el legado de mi familia, y ahora también está arruinado.
Isamu lo miró con un poco más de suavidad en sus ojos. Él también había cometido errores en su vida, y sabía que la verdad de las cosas podía ser complicada.
—Lo siento, Taiki. Pero si hubieras venido a hablar conmigo, tal vez podría haberte ayudado a encontrar una solución.
Yoriichi contempló la escena sin pronunciar palabra alguna, su rostro impasible como siempre, lo que hacía difícil descifrar qué estaba pasando por su cabeza en ese momento. Pero sus ojos seguían atentos a cada detalle, como si tratara de adquirir el máximo de información posible sin emitir una sola señal. Su presencia imponente y su actitud impenetrable provocaba que los presentes se sintieran un poco subyugados, incluso si no era su intención.
—Creo que tengo una alternativa, caballeros —dijo, sorprendiéndolos.
—¿C-Cómo podría haber una solución? —balbuceó Taiki—. ¡Estoy arruinado! ¡Lo he perdido todo!
—Y mis cosechadores no pueden cuidar las vides con esas... cosas, tratando de comerlos —exclamó Isamu, tan molesto como Taiki—. ¡Y si mi vino es realmente tan terrible, entonces también he cometido un error!
Yoriichi se mantuvo en calma ante la reacción de los dos hombres y luego les habló con una voz destilada de confianza y persuasión.
—Silencio los dos. Escuchen: Isamu, deseabas una vida de retiro tranquilo, cuidando algunas vides en el campo, disfrutando del sol, pero eres nuevo en el oficio de la elaboración del vino y has luchado para replicar la calidad del vinicultor anterior, ¿verdad? —el anciano asintió—. Bien. Taiki: querías algo más de la vida, algo más que simplemente ser una herramienta en el oficio de tu familia, un poco de glamour, un poco de diversión, pero no podías tenerlo aquí, mientras cuidabas las vides, y así vendiste el legado de tu familia, y dilapidaste las ganancias, cegado por las luces. Pero tú también lo extrañas, y tu nombre es claramente importante para ti. Así que mi propuesta es ésta...
Yoriichi lanzó al aire su propuesta, observando atentamente las reacciones de los dos hombres presentes. Sus palabras, en un tono tranquilizador, parecían estar dando en el clavo:
—Taiki, te mudarás de nuevo aquí, durante la temporada de elaboración del vino; le enseñarás a Isamu lo que sabes sobre el oficio de la vinicultura y, si es necesario, también el de la viticultura. Lo ayudarás a restaurar la buena reputación de este lugar. Isamu, a cambio, ayudarás a Taiki a administrar sus finanzas, y tal vez invitarlo a un extravagante banquete o exhibición ocasional en la ciudad durante los meses de invierno.
Taiki parecía incrédulo con los planes que había propuesto Yoriichi.
—¿Trabajar juntos? —dijo, su voz goteando de escepticismo.
Mientras tanto, Isamu daba la impresión de de tener dudas similares a las de Taiki, pero su cabeza estaba agachada, asintiendo lentamente a las palabras del cazador.
—Yoriichi, creo que entiendes una o dos cosas, después de todo —dijo—. Taiki, lo siento de verdad. No quise manchar tu buen nombre. Este vino siempre fue uno de mis favoritos, así que yo... bueno, lo siento, ¿no? ¿Aceptarás esta oferta?
Taiki repasó todos los argumentos en su mente, mirando con suspicacia la mano extendida del anciano, pero luego suspiró y finalmente la estrechó.
—Quizás tengas razón —le susurró a Yoriichi, quien arqueó una ceja—. Lo extrañé, después de todo.
—Una cosa más... Escucha bien, Taiki —dijo el cazador con gesto grave—. Puedes restaurar tu reputación, pero no lo lograrás si sigues dañando lo que ya se ha construido. Tienes que trabajar en equipo con Isamu para obtener el éxito que deseas. Pero por el momento, debes hacer las paces con todo lo que has hecho y sufrir las consecuencias de tus actos. No creo que Isamu pueda olvidar tus crímenes, porque intentaste asesinarlo, no simplemente sabotear su vino. Quiero que reflexiones en las vidas que has afectado tan terriblemente y que busques la manera de enmendar tus errores, ¿entendido?
Taiki asintió, sintiéndose abrumado por todo lo que había hecho y las consecuencias que debía afrontar. Yoriichi lo miró intensamente y su rostro no dejaba entrever ni una pizca de emoción. Él se sintió desnudo bajo su escrutinio, como si pudiera ver directamente al fondo de su alma sin siquiera parpadear. Era como si examinara cada uno de sus pensamientos y sentimientos con una precisión inhumana. El semblante de Taiki se empapó de sudor mientras luchaba por mantener la neutralidad, pero el cazador no cedió. Era una mirada que parecía penetrar en lo más profundo de su ser, buscando cualquier debilidad.
Finalmente, después de un largo momento que se le hizo una eternidad, el cazador apartó la mirada. Taiki se sintió liberado, pero al mismo tiempo, un poco asustado. La inescrutable expresión de Yoriichi aún lo desconcertaba, pero una cosa estaba clara: no había nada que se le escapara. La experiencia había sido un recordatorio de que debía mantenerse alerta en todo momento.
Yoriichi giró su cuerpo para encarar el saco que yacía en el suelo y comenzó a formar con sus manos un signo extraño. Los dos hombres observaron con asombro mientras las semillas de las flores demoníacas se encendían en llamas y se convertían en cenizas, flotando en el ambiente con cada brisa ligera. Los ojos del cazador ardieron con fuerza mientras mantenía su concentración, asegurándose de que cada rastro del peligros de las flores fuera eliminado para siempre. No había lugar para la duda o el miedo en su mente, sólo una convicción clara de que su tarea debía ser completada.
Después de eso, Yoriichi se volvió hacia los dos hombres, quienes parecían maravillados por la exhibición de habilidades. Como creador del aliento solar, el poder fluía de él sin necesidad de una espada.
—Ya está hecho. Esas semillas nunca volverán a germinar de nuevo —dijo con seguridad en su voz, sabiendo que había cumplido su cometido—. Sin embargo, Taiki, necesito saber si quedan más. ¿Te las vendió ese comerciante, no es así? ¿El demonio?
—Eh, sí.
—¿Sabes si alguien más las obtuvo?
—No lo creo, yo... uh, era un caso especial.
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Mientras el sol caía impetuoso sobre su cabeza, el hombre se encontró sumido en un mar de sudor y agotamiento. Pensó en detenerse para darle a su yegua, Ima, algo de respiro bajo la fresca cobertura de un árbol solitario cercano. El vinicultor había llenado sus alforjas con vino, una cosecha antigua que precedía de la gestión anterior. Con un grácil guiño, Isamu le había asegurado que el vino era absolutamente delicioso y que no tenía necesidad de preocuparse. Confundido y algo escéptico, Yoriichi siguió adelante con la carga, sin estar del todo convencido de la calidad del vino que estaba transportando.
De todos modos, se encargaría de venderlo, o dárselo a alguien.
A medida que el calor seguía aumentando, Yoriichi luchó por encontrar la sombra perfecta para Ima. Sus ojos analizaron rápidamente su entorno y se preguntó si debía continuar o esperar. Después de un momento de reflexión, se decidió por la última opción, convencido de que sería la más sabia para ambos.
El par de vinateros, viejo y nuevo, le habían estrechado la mano antes de que se fuera, prometiendo correr la voz del bondadoso caballero errante que había resuelto su disputa y se había ocupado de las flores demoníacas, nada menos. Yoriichi había levantado las manos, deteniéndolos, y les había dicho en términos muy claros que no era un caballero andante, y que no lo mencionaran en absoluto. Lo habían mirado, perplejos, pero su voz firme y sus ojos rojos ceñudos no habían dejado lugar a debate, y de mala gana prometieron no hacerlo, aunque Isamu negó con la cabeza en señal de desaprobación.
El silencio del cazador se entremezclaba con el aire melancólico del campo. El color amarillo que antes había sido sinónimo de vida en el pastizal, ahora era un mudo testigo del prolongado verano. El aire cálido que soplaba sobre los valles, hacía susurrar a la hierba seca como si llorara al recordar tiempos mejores. Yoriichi contempló la distinguible diferencia entre la vegetación actual y la que había visto en primavera, pero para él todo parecía lo mismo. La lucha contra las estaciones y el peso de huellas y cascos de los caballos había dejado el suelo ennegrecido y sin vida. La muerte de la hierba fue como una tristeza encarnada en el corazón del cazador, pues él comprendía que, al igual que los espesos pastizales, el tiempo también aplastaba y marchitaba de manera irreversible.
Un poco más abajo en el camino, vio un santuario dedicado a Buda. La suave brisa hizo que la hierba que lo rodeaba susurrara a su alrededor, confiriéndole un aura inexplicable de tranquilidad. La imagen del santuario era modesta y austera en comparación con el majestuoso monolito que se erguía en el fondo del valle. Era la figura pequeña e insignificante de Buda por quien se había erigido el santuario, y el cazador sólo podía pensar que quizás los dioses hubieran preferido un lugar más venerable para su culto.
Mientras cabalgaba, Yoriichi se topó con un monje corriendo hacia él, con sus túnicas andrajosas revoloteando en torno a sus tobillos y la sangre seca manchando la parte trasera de su túnica. El cazador lo observó con precaución y no pudo evitar sentir cierto lástima al darse cuenta de que se trataba de un flagelante, alguien obsesionado con la idea del sufrimiento como una herramienta para alcanzar la divinidad. Claramente, la postura de Yoriichi no era demasiado diferente a la del hombre, por lo que no podía juzgarlo del todo,
—¡Oh, qué bendición divina! ¿Será acaso el destino o sólo una feliz casualidad? Me estremezco al pensar en la posibilidad de que todo ésto sea una señal del universo mismo. ¿No es acaso maravilloso lo impredecible que puede ser la vida en ocasiones? —exclamó—. Disculpe, ¿podría ser usted el Cazador Legendario, aquel que posee la mayor fuerza y destreza en su arte? Sus hazañas son conocidas en toda la región y han llenado de inspiración a muchos. He venido a buscar su ayuda para una importante encomienda que me ha sido confiada. ¿Podría usted escucharme con atención?
Yoriichi detuvo a Ima.
—Lamento desilusionarte, mi estimado, pero eso de ser llamado "Cazador Legendario" es sólo un mito. No hay nada de verdad en esos rumores que corren por los caminos. Yo soy solamente un cazador común y corriente sin nada que destaque. Es importante que no creas todo lo que oyes, pues muchas veces son sólo falacias que se difunden sin fundamento —dijo con sequedad.
El monje tropezó torpemente con su túnica, su cabello fino ondeando alrededor de sus orejas y pegándose a su frente. Desplegó una tira de tela atada alrededor de un pergamino doblado y comenzó a leer con ansiedad la descripción del "Cazador Legendario".
—Pero aquí dice —balbuceó—: "Entrega este mensaje de manera inmediata al cazador que cumpla con las siguientes características: cabello rojo y rizado, ojos del mismo color y con las marcas del fuego solar en su rostro. Es una descripción única y detallada, por lo que es imposible que te equivoques" —su voz se desvaneció cuando sus ojos se posaron sobre el hombre frente a él—. Y usted... tiene el cabello medio rojo, las marcas en su rostro... y ojos del mismo color —dijo vacilante.
Yoriichi no dijo una palabra. Su mirada penetrante hizo que el monje se sintiera incómodo. Luego, con un movimiento fluido, se inclinó y aferró las riendas de Ima.
—¿Qué tienes para mí? —preguntó finalmente.
—¡Una carta, señor cazador!
El hombre acogió el pergamino de manos del dubitativo monje y de inmediato sus ojos escudriñaron la caligrafía del mismo. Un murmullo de sorpresa escapó de sus labios, y su expresión se tornó rígida, como si hubiera visto un fantasma. El monje se mantuvo en silencio, observando cómo el rostro del cazador se ensombrecía.
—"Para mi querido hijo" —leyó en voz baja.
Entonces se quedó callado por un momento.
—Aunque te deshiciste de Michikatsu y de mí, aún lograste sobrevivir, ¿verdad? —murmuró.
El delicioso aroma de almendras, vainilla y cítricos se mezclaba armoniosamente con las notas terrosas de la madera y el cuero, transportando al receptor en una odisea sensorial que parecía provenir de la carta. Con delicadeza, volteó el papel y su atención se posó en el sello de cera que la marcaba. Admiró la figura de una katana rodeada por espirales de fuego, sellando el mensaje con un toque de elegancia oriental y a su vez, arrojando una chispa de desesperanza en su interior.
El emblema de la casa Tsugikuni.
El monje se quedó atónito al contemplar cómo el semblante del cazador decaía repentinamente y daba paso a una apariencia de envejecimiento y cansancio extenuante, tal y como había intuido. La tristeza profunda impresa en sus facciones no coincidía en absoluto con la aparente juventud que transmitía su rostro. El hombre de cabello rojo permaneció callado durante unos momentos, mientras cerraba los ojos con fuerza. Las profundas líneas de expresión que se le formaron y las sombras oscuras que aparecieron debajo de sus ojos insinuaban el peso de una carga indescriptible.
—Mi Señor, ¿habrá... habrá una respuesta? —preguntó el monje con ansiedad—. ¿No va a leer la carta?
El cazador, sujeto a las riendas de su corcel, giró lentamente hacia el horizonte, su mirada perdida en la distancia. Con palpable cuidado, le echó un último vistazo al sello de la carta sin abrir y, con la misma cautela, guardó la misiva en algún lugar seguro de sus ropajes.
—Agradezco tu diligencia en entregar la carta. Por favor, avisa al remitente de que ya la tengo en mis manos para confirmar la entrega. Confío en que recibirás una recompensa justa por tus esfuerzos. La carta ya está en mi posesión, gracias a ti. Cumpliste con la encomienda de manera efectiva. Una vez más, muchas gracias por tu servicio.
—¿Entonces no piensa responder, o siquiera leerla, señor... ?
—No.
Mientras el cazador se alejaba sobre su caballo, el monje no pudo evitar seguirlo con la mirada y observarlo con esperanza. Pero, cuanto más se alejaba el cazador, más se desvanecía la expectativa. El monje percibió un inquietante sentimiento, un sabor amargo en su garganta y lágrimas que luchaban por brotar. Al darle una última mirada al cazador, éste pareció murmurar algo inaudible, un susurro que sonaba a «lo siento».
En ese momento, el monje reconoció que no había nada más que pudiera hacer.
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Mientras el cazador emprendía su viaje hacia el norte, el paisaje a su alrededor se volvía cada vez más salvaje e imponente. El suave y fértil valle, que había sido su hogar hasta ahora, dejaba lugar a un terreno abrupto y áspero. Las escarpadas losas de mármol emergían de la tierra, convirtiéndose en un conjunto de extrañas columnas que se alzaban majestuosamente hacia el cielo, con una apariencia parecida a la de los dientes de un monstruo despiadado que alguna vez presidió esas tierras. La roca sedimentaria, que en algún momento fue suave como la seda, se había erosionado y desgastado, creando un espectáculo natural impresionante. Los bosques que se aferraban a las laderas de las montañas, se volvían cada vez más salvajes y oscuros. El cazador cabalgaba cautelosamente, rodeado de esa belleza salvaje y soberbia, sintiéndose pequeño e insignificante en comparación con la grandeza de la naturaleza que veía a su paso.
Y a medida que avanzaba, una sensación de pesadez se apoderó de él, recordándole lo insignificante que era el ser humano en el mundo natural, y lo fugaz que era la vida en comparación con la eternidad de la naturaleza. Yoriichi conocía la existencia de una pequeña aldea al este de la montaña, aunque apenas había pasado por allí en contadas ocasiones.
Sin embargo, ahora, este lugar no despertaba su interés en absoluto. El guerrero deambuló por los alrededores de la aldea, preguntándose si todavía habría habitantes en ella o si éstos se habrían alejado buscando una vida menos solitaria y más próspera. Yoriichi tampoco sentía ninguna motivación para asentarse en caso de que el pueblo siguiera existiendo. Pensaba que los aldeanos no tendrían nada que decirle, o al menos, nada que él quisiera escuchar. Sentía que sus pensamientos y su estilo de vida distaban mucho de los que habrían llevado los habitantes de la aldea.
Cabalgaba en la oscuridad de la noche, pero su vista era tan aguda que no necesitaba luz para ver con claridad. También le encantaba salir temprano en la mañana, cuando el aire fresco y húmedo lo acariciaba con alevosía. Sin embargo, siempre procuraba mantener una distancia segura de los cultivos y asentamientos que encontraba a su paso, y cada cierto tiempo se detenía para permitir que su fiel yegua castaña, Ima, descansara adecuadamente. Y aunque podría haber optado por transitar por la carretera principal, Yoriichi prefería los senderos del bosque o las empinadas y sinuosas pendientes de los caminos secundarios.
No obstante, no se consentía descansar. Durante el día, se dejaba llevar por el paisaje y los recuerdos del pasado lo inundaban. Rebobinaba un viaje que lo había llevado al borde de la muerte, pero ya no podía escapar de ello. Conocía aquel camino y lo había recorrido en el pasado.
Después de algunos días viajando, Yoriichi divisó otro pueblo y decidió que era hora de detenerse. La oscuridad había caído sobre el paisaje, enfriando el aire, ya que las tierras altas se habían elevado hasta encontrarse con las montañas cercanas, y las noches se hacían cada vez más prolongadas. Era evidente que el verano estaba llegando a su fin. Y al frente de él, se erguía la pequeña aldea a la que había llegado finalmente.
Desde la distancia, Yoriichi observó el pueblo con detenimiento. Las luces de las antorchas titilaban, iluminando el rocío que se había asentado en la zona. Con su oído completamente enfocado, era capaz de distinguir el sonido de la gente riendo y divirtiéndose en una taberna cercana, que se encontraba en el interior del poblado. A simple vista, la aldea parecía completamente inofensiva e ininteresante.
Sin embargo, no podía evitar recordar la vez que un demonio lo había atacado en una cueva cercana, precisamente en esa misma zona. Y aunque era incapaz de verla desde donde estaba parado, sabía que dicha cueva se encontraba cerca.
Llevó una mano de manera instintiva hacia la empuñadura de la espada, aferrándola con fuerza hasta que la sangre comenzó a gotear de su puño. Recordó vívidamente el sonido del hacha golpeando el cuero cabelludo de un hombre, un paseo desesperado por el bosque y la imagen de un caballo muerto. Sintiéndose abrumado por estas visiones aterradoras, Yoriichi extendió los dedos temerosamente en dirección a Ima para acariciarla, pero luego los retiró rápidamente, asustado de que ella pudiera percibir de alguna manera su angustia al ser tocada por él.
Sacudiendo las riendas del caballo, Yoriichi se alejó del pueblo sin mirar atrás. A medida que avanzaba, las montañas a su espalda parecían elevarse pesadamente hacia el cielo. Pronto, se encontró cabalgando hacia el interior del bosque. El suelo bajo los árboles estaba sumido en la oscuridad, pero a los ojos del cazador había un claro rastro pintado en su mente; las huellas de unas pezuñas, un solo juego de ellas, y un camino de sangre que se interponía por delante de él. Sabía a donde lo guiaría ese rastro; hacia la cueva donde el demonio lo había atacado anteriormente.
Pero luego, su memoria se transportó hacia las paredes de una morada, antes supuestamente segura, que ahora se encontraba impregnada con manchas espeluznantes de un líquido carmesí. La imagen de una mujer muerta se le quedó grabada, como si hubiera sido petrificada en un instante de terror extremo, sin poder mover un solo músculo. Se acercó al cadáver inerte de la fémina y se estremeció aún más al recordar la cercanía de su propio cuerpo. La escena era aterradora, demandando una cantidad de valentía casi sobrehumana para presenciarla de nuevo. En aquel entonces, había perdido la noción del tiempo, había desaparecido del mundo por unos días. El peso de la tragedia no lo había dejado ni respirar, ni pensar, ni hablar con otros seres humanos.
Por último, revivió el momento más doloroso, el más triste y el que le había provocado el mayor remordimiento: un bebé destrozado que nunca tuvo la oportunidad de vivir, ni de conocer el mundo que le habría esperado al salir del vientre de su madre. Todo lo que hizo fue contemplar la imagen de su pequeño cuerpo maltratado, triturado, y su mente divagó hacia preguntas sin respuesta, fantasmas que lo perseguían sin descanso.
Su esposa, su hijo...
El cazador se detuvo abruptamente, sintiendo un dolor agudo en su pecho que rápidamente se fue intensificando. Se aferró a Ima mientras intentaba recuperar el aliento. Cuando finalmente pudo hacerlo, la desmontó y la ató al tronco de un árbol para que pudiera descansar. Entonces vomitó en el suelo, con arcadas que parecían no tener fin. Temblando, se limpió la boca y se obligó a enderezarse. El lugar estaba lleno de un silencio sepulcral, sólo interrumpido por su propia respiración que se había vuelto errática y agitada.
La sed intensa lo estaba torturando, haciéndolo anhelar desesperadamente cualquier fuente de agua. Sin embargo, incluso ese deseo se desvaneció, dejándolo entumecido y desorientado. El dolor en su pecho seguía presente, pero en comparación con la desolación que sentía por las circunstancias a su alrededor, apenas era un leve malestar. Sacudió la cabeza y presionó un puño contra sus ojos. No había nadie aquí. Pasó a una pequeña caverna, vacía a excepción de varios esqueletos y algunos palos desmoronados.
—Lo intenté, Uta, lo juro. Pero llegué tarde. No pude salvar a nadie. Ni a ti, ni a nuestra hijo, ni a mi hermano. Soy un fracaso, un inútil que no es capaz de proteger lo que más importa en este mundo. Y ahora, todo lo que me queda son estas cenizas y este cúmulo de tragedias.
Mientras hablaba, Yoriichi hizo una pausa para tragar saliva, luchando por encontrar las palabras correctas que pudieran expresar todo el dolor y la frustración que lo invadía.
—Sé que nunca podrás perdonarme por esto. Y yo mismo, nunca me podré perdonar. Cada día, desde aquel fatídico momento en que los perdí, me despierto con la sensación de haberme quedado atrás. De no haber sido lo suficientemente fuerte para protegerlos. Dime, Uta, por favor, ¿cómo puedo seguir adelante? ¿Cómo puedo vivir con la culpa y el dolor que me consume? ¿Hay alguna manera de encontrar la paz cuando todo lo que queda a tu alrededor es la destrucción? ¿Cómo puedo perdonarme a mí mismo por no haber sido capaz de proteger a quienes más amaba?
Tomó una bocanada de aire, sintiendo el frío llenar sus pulmones. Se mantuvo inmóvil por un momento, disfrutando la brisa en su rostro y dejando que sus pensamientos se ordenaran. Luego, desató a Ima y, con un impulso, se montó sobre ella, absorbiendo el vaivén del animal debajo de él. Las riendas y la silla de montar se sentían frías bajo sus manos, mientras los músculos de sus piernas empezaban a acostumbrarse al movimiento. La vista al frente era desolada, con un paisaje que parecía extenderse hasta el infinito, y un sol que empezaba a ocultarse en el horizonte. A su alrededor, se escuchaba el sonido de los cascos de su caballo mientras atravesaba el bosque.
Con un ligero clic de su lengua, el cazador incentivó a la yegua a aumentar la velocidad, llevándola a un galope casi desenfrenado. La adrenalina lo inundó, haciendo que su mente se concentrara en la carretera por un momento. Los paisajes cambiaban rápidamente, las nubes se movían, los árboles parecían desaparecer en sus lados. Finalmente, después de un rato, disminuyó la velocidad del caballo, y dejó que la respiración del animal y la suya propia se estabilizaran. Siguió cabalgando en silencio, con la mente en blanco y el corazón todavía acelerado. Era un lapso en el que la naturaleza se convertía en su oasis, y el sonido de los cascos de Ima lo llevaba en un viaje hacia el olvido.
-&-
El ambiente era turbulento en aquel pueblo, similar al frenesí de una colmena que ha sido infiltrada por una amenazante avispa. Con cautela, el cazador avanzó portando las riendas de su fiel compañera Ima, sorteando el tumulto de pequeñas cabañas de paja y las tiendas diminutas de lona que se encontraban embarradas y levantando la vista sin inmutarse ante las líneas militares que se formaban aquí y allá. Sus pensamientos eran firmes: «No me importa, no me importa».
Entre los campamentos y las caravanas que salpicaban el asentamiento de indigentes, traslucían voluminosos carromatos que no se habían movido de ese lugar por un tiempo prolongado, cubiertos por gruesas capas de suciedad y con ruedas rotas que en un principio dieron tales movimientos hasta detenerse por completo. Al acercarse un poco más, pudo percibir algunos dibujos grabados en sus formas, que aunque ennegrecidos y cubiertos de hollín carbonoso, aún se distinguían claramente. De hecho, ciertos vehículos habían registrado daños visibles por las llamas, lo que los sumía en un estado deplorable.
Yoriichi siguió avanzando, con la mano derecha agarrando las riendas de Ima. Por todas partes, una energía nerviosa parecía haberse apoderado de la gente, y zumbaban como una colmena de abejas agitadas. Los caballos carbonizados yacían amontonados a los lados del camino trillado que zigzagueaba a través de la ciudad, mientras que un fétido montón de cuerpos se elevaba cerca del río que rodeaba el asentamiento. El tufo desagradable que emanaba de ellos le informó que no estaban allí por que sí. Pero a pesar del caos que reinaba en el lugar, algunos hombres trabajaban diligentemente para recuperar cualquier objeto útil de los cuerpos de los fallecidos. Excavaban en medio de la siniestra pila de carne y hueso para extraer espadas y lanzas, armas que en algún momento fueron utilizadas para defenderse
De repente, se dio cuenta de lo que iba a suceder, pero no fue capaz de sentir nada más que un frío entumecimiento. La gente detrás de él comenzaba a juntar las maderas secas y las acopiaban estratégicamente alrededor de los cadáveres, y aunque parecía una medida de protección, la idea era realmente usarlas a modo de muralla improvisada para mantener a los habitantes cautivos mientras los cuerpos se prendían fuego, sin ningún tipo de consideración.
No me importa, pensó el cazador. No me importa. No me importa.
Yoriichi guió a Ima, favoreciendo su brazo izquierdo.
Desde el conjunto de cabañas que parecían proliferar como hongos a lo largo de los terraplenes cercanos, se podía escuchar un gemido lastimero y apagado. Este se unía a las risitas mal intencionadas y los comentarios burlones que provenían del mismo lugar. A pesar del dolor y la angustia que se reflejaban en tal gemido, una voz intentaba ahogar el sufrimiento en la cabeza de Yoriichi a la vez que mantenía una expresión indiferente. Repetía una y otra vez: «No me importa. No me importa...» como si fuera un mantra para preservar la compostura frente a lo que estaba escuchando.
El gemido lastimero y apagado evolucionó rápidamente en un grito estridente y agudo, que resonaba por todo el lugar con una intensidad desgarradora. Las risitas se transformaron en una ovación de emoción, que parecía celebrar cada segundo del sufrimiento ajeno. Sin embargo, el rugido de dolor se detuvo de forma repentina, como si alguien hubiera presionado un interruptor. En ese momento, el cazador apretó los dientes con fuerza.
La tensión en el ambiente casi se podía cortar con un cuchillo, y Yoriichi no pudo tolerarla más. En un arrebato de furia, su mente voló por un instante. «Tiene que detenerse», pensó para sí mismo, sus ojos oscureciéndose.
Entonces, sin previo aviso, la puerta de una de las chozas destartaladas se desintegró en miles de fragmentos de madera que explotaron en el aire, disipándose a su alrededor como el polen de una flor aplastada. El sonido del festejo y la alegría que se escuchaban anteriormente cesaron de inmediato, reemplazados por gruñidos que expresaban un mix de miedo y enojo.
—¿Qué diablos está sucediendo? —exclamó alguien, perplejo por el repentino estallido de violencia que acababa de ocurrir.
De repente, Yoriichi se encontró con tres hombres acurrucados sobre el suelo, junto a una mesa. Uno de ellos apuradamente subiéndose los pantalones, mientras los otros intercambiaban miradas, perplejos.
—¿Quién rayos eres? —preguntó uno, molesto y visiblemente incómodo ante la interrupción-. Estamos ocupados. Sal de aquí.
Sin embargo, el cazador no se dejó intimidar y con una voz fría, implacable, expresó:
—Por favor, detente. Te pido que dejes a esa persona en paz y que te alejes de ella de inmediato. No habrá lugar para discusión o dudas al respecto. Te sugiero que vayas en busca de otra compañía más adecuada.
El hombre de los pantalones holgados estalló en risas agudas y ásperas, como si el pedido de Yoriichi fuera ridículo.
—Demasiado tarde, amigo mío —sonrió con malicia—. Ésta ya está acabada. Tendrás que buscar a otra —añadió y sus dos compañeros se unieron a las risas en un sonido agudo y febril. Los ojos de los hombres parecían estar muy abiertos, demasiado abiertos... Y el cazador no necesitó de ninguna vista mejorada para ver la sangre que cubría la mesa cercana; parecía vino derramado en la madera vieja y resquebrajada.
Una vez más, llego tarde. Me siento como un fracaso total. Siempre, siempre me pasa lo mismo y no logro aprender de mis errores.
Sin advertencia, el semblante de Yoriichi cambió por completo, dando lugar a una precisión fría y calculadora. Era una mirada letal como un cuchillo afilado, una promesa oscura de violencia acechando en las profundidades del cristalino rojo. Parecía que un instinto asesino irradiaba de sus iris, capaz de infundir el miedo más profundo en aquellos que se atrevían a mirarlo directamente a los ojos. La expresión del cazador era inquietante: una mezcla oscura de repudio y desprecio que pudo verse reflejada en el temblor que recorría las columnas vertebrales de quienes se encontraban en su presencia. Tal era la intensidad de su mirada que podía sentirse en la piel, un escalofrío que les inundaba el cuerpo y les hacía experimentar verdadero terror.
Unos momentos después, Yoriichi salió de la choza, envainando su espada con expresión sombría. Detrás de él, la sangre se acumulaba en una gruesa pasta de color rojo oscuro que se extendía por el suelo. Allí se encontraban cuatro cuerpos inertes; tres hombres y una mujer menuda de cabello oscuro. La última con el cráneo abierto y aislada del resto de sus compañeros, con los ojos doloridos cuidadosamente cerrados.
Yoriichi suspiró profundamente, tratando de liberar la tensión retenida en sus músculos. Luego, volvió a sujetar las riendas del corcel que lo esperaba a poca distancia, y avanzó lentamente, con una sensación incómoda que le recorría al sentir su ropa salpicada de sangre.
Sangre humana esta vez.
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Yoriichi simplemente siente todo tipo de culpa e infelicidad, creo, merecido o no, y no está en el estado de ánimo adecuado para recordar las cosas buenas. O no puede soportarlo, tal vez. O sencillamente no quiere. Ese es el punto. En los fanfics a menudo no se tocan estos temas, que están presentes prácticamente en todo el manga/anime, pero a mi me resultan divertidos de explorar; traumas y demonios mentales y todas esas cosas, y Yoriichi es una mina de oro para ello.
Espero haberte enganchado lo suficiente :)
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