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Semental de Verano (5)

—¿Cómo es que los dos están tan...? No me respondan, ya lo hice yo sola —fue lo primero que dijo Samy a la mañana siguiente. Algo de vergüenza tiñó sus mejillas, aunque se limitó a esbozar una sonrisa divertida, a la vez que tomaba la mano de Opal. No le cabían dudas de que la mirada helada, incluso desafiante, era con el único propósito de empezar otra de las rondas sin sentido de discusiones. Bajaron las escaleras, entregando las llaves, listos para marcharse.

—Amigo, ¿cuántas primaveras tienes a cuestas?

Un hombre, un poco más alto que Nigel, lo llamó desde la barra. Una mirada rápida le hizo notar los brazos musculosos, los pectorales asomándose por la apertura de la camisa, al igual que las mujeres que lo rodeaban. Sus dedos se cerraron sobre los de Opal, a la vez que las palabras empezaban a burbujear en la garganta. Observó de reojo a la salida, colocándose frente a Opal.

—No interesa —logró decir, sintiendo que la garganta se le secaba. Como si con eso hubiera abierto una tranquera que no debía, el hombre se puso de pie, haciendo que sus botas tintinearan con cada paso que daba. Tragó saliva, enderezó la espalda y se obligó a mantener la mirada, incluso cuando todo su cuerpo gritaba por salir corriendo de inmediato de allí. Alzó la mandíbula, tratando de al menos parecer un poco más seguro.

Se paró frente a él, observándolo con diversión antes de pasar su mirada hacia Opal, haciendo que su cuerpo se tensara. Lo vio dar una calada a su cigarro, lento, con la tranquilidad de quien conoce perfectamente a su adversario. Se tomó su tiempo, soltando todo el humo sobre su cara. Frunció la nariz, conteniendo la tos, pero no el desagrado.

—Tienes una mujer bella —señaló, dando otra calada. De reojo, Nigel notó que todas las miradas estaban sobre ellos, atentos a cualquier movimiento—. Pero me parece que no tienes lo que se necesita para cuidarla.

—Como si te importara —masculló, sintiendo que empezaba a subir el calor en sus mejillas. El hombre se encogió de hombros, sonriendo para sí.

—Me importa, porque una mujer merece tener la seguridad de que va a encontrar un lecho donde reposar su cabeza, la tranquilidad de que no tendrá que correr de un sitio a otro porque el hombre no puede cuidarla de otros. Así que, muchacho, hagamos las cosas fáciles —dio otra calada—, deja que la cuide y tú puedes esperar unos años más.

De no ser porque Opal lo sujetó del brazo, Nigel ni habría dudado en dar un paso al frente, dándole, aunque sea, un puñetazo en la mandíbula.

—Eso es algo que yo decido —intervino ella, todavía sujetándolo del brazo. Los ojos del hombre apenas se inmutaron, soltando otra gran cantidad de humo.

—Sí, en parte es así, pero es deber del hombre saber cuidar de su mujer —dijo, lanzando el cigarro al suelo para luego aplastarlo—. Es deber del hombre asegurarse que los suyos están bien, incluso si eso es a costa de su propia vida.

La cachetada que le dio Opal resonó por todo el lugar e inmediatamente sacó a Nigel de allí. Afuera, Samy los esperaba, con Diamond golpeando al suelo impacientemente, Feather y Jumper tironeaban de las riendas que las mantenían en el lugar. Nigel deshizo los nudos casi sin esfuerzo, y sin acomodar las alforjas, chasqueó la lengua. Los tres se marcharon justo antes de que todos salieran, con las armas cargadas, y empezaron a disparar, haciendo que el suelo a su alrededor saltara con cada bala. Samy y Diamond pronto los dejaron atrás, con una inmensa nube de polvo como estela. Con toda la fuerza de sus pulmones, le gritó que ascendiera; Opal quiso responder, lo vio en la palidez de sus gestos, pero la escuchó soltar un grito de dolor y llevarse una mano al brazo, allí donde la bala la había rozado. Feather y Jumper no esperaron que terminara la oración, desplegando sus alas con una rapidez que pronto alcanzó a las otras dos viajeras.

Los gritos y los disparos quedaron atrás, el viento salvaje empezó a bramar en sus oídos, a sacudir sus cabellos furiosamente, haciendo que sus ojos lagrimearan. Cabalgaron en el viento hasta el mediodía, en donde pararon cerca de un pequeño arrollo, casi seco, con un pequeño árbol que apenas servía para calmar parte del hambre de las yeguas. Los tres se acomodaron bajo las ramas, con la poca sombra que podían conseguir entre esas ramas casi peladas por completo. El silencio apenas era interrumpido por el sonido de los caballos y la eventual ave que pasaban por allí.

Sus manos trabajaban con diligencia, limpiando con la menor cantidad de agua posible la herida y vendándola con cuidado. Aunque sabía que ella no diría nada, así como no se lo reclamaría, no pudo evitar sentir que su corazón se hundía. Miraba la venda con los ojos desenfocados, escuchando la voz del hombre, oliendo el asqueroso olor a tabaco golpeando su nariz, lo podía ver, parado como un gigante frente a él, señalando lo obvio. Se sentó con la espalda pegada al raquítico tronco del árbol, tomando el bocado que le ofrecieron, comiendo en completo silencio, sintiendo que su garganta se cerraba.

Sus hombros se sentían pesados, y una sensación ardiente, pesada, se instaló en su pecho, trepando por su garganta, queriendo inundar sus ojos. Llevó las rodillas al pecho, como si con eso pudiera ocultarse del mundo, proteger algo de todo lo que poseía. ¿A quién pensaba engañar? Si estaban bien no podía ser más que por la benevolencia de Nae-Op, de la misericordia de la Dama Blanca o la protección de Sarciavas-Uh. Apretó las manos sobre sus brazos, encogiéndose más en el lugar.

Cerró los ojos, concentrándose en mantener todo bajo control. Él había arrastrado a Opal hacia aquella locura, él era quien había tenido la desquiciada idea de volver a una casa que quedaba en la otra punta del continente, donde ni siquiera sabía si quedaba algo a lo que aferrarse. ¡Por el amor de todos los dioses! Ni siquiera tenía idea de si era remotamente posible llegar a encontrarse algún pariente, o algo de sus memorias. ¿En qué clase de locura se había metido? ¿En qué empresa improbable había arrastrado a la mujer que lo único que hacía era seguirlo? Apretó más los dedos al recordar las palabras de Opal la noche anterior a partir, en el pedido que no se lo había dicho en pocas ocasiones.

«Debí quedarme en la granja de los Pinto, olvidarme de mi propia casa», se lamentó en silencio. Su corazón pareció dividirse en dos, dos bestias que lanzaban coces y mordiscos mutuamente, destrozando su interior con cada uno de los golpes. No dijo nada cuando la voz de Opal y Samy se hicieron oír, ni siquiera cuando su mujer lo tomó del brazo, recordándole que el otro estaba herido.

Negó con la cabeza, intentando quitarle hierro al asunto, y ayudándola a montar, siempre bajo la mirada perforante de ella. Evadió el tema todo el tiempo que pudo, recostándose temprano, pidiendo la primera guardia, e incluso estuvo considerando la idea de dormir en habitaciones separadas.

—Nigel Mustang, tenemos que hablar. Ahora.

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