Semental de Verano (2)
Los brazos de su mujer lo rodearon por detrás, sorprendiéndolo momentáneamente, justo cuando empezaba a preparar las alforjas. Susurró su nombre, conteniendo una ligera sonrisa, mirándola con el corazón trotando dentro de su pecho. Estaban los dos arrodillados, con todas las bolsas y provisiones desperdigadas. Apoyó su mano sobre la de ella, escuchando cómo salía un ligero suspiro de su nariz.
Tenía los ojos tormentosos, había una nube de duda en aquellos dos círculos azules. Giró sobre sí mismo, sentándose con ella en su regazo, arrullándola contra su cuerpo, manteniéndola lo más cerca que podía, dándole todo el calor que era capaz. Murmuró la pregunta, apoyando sus labios sobre la frente de ella, esperando poder calmar lo que sea que tenía su mente. Al final, con un hilo de voz, casi imposible de escuchar, dejó salir su miedo. Y Nigel no pudo evitar sentir que su corazón se retorcía sobre sí mismo al escucharla, apretándola más contra sí mismo, intentando consolarla un poco. Una voz dentro de su cabeza le hizo preguntarse si debía o no seguir con su idea, con aquella locura de la que no estaba seguro de poder lograr.
—¿Cuántas primaveras habías vivido cuando te... vendieron? —preguntó ella de repente, tomando un mechón negro de pelo, mirándolo mientras lo movía con cuidado entre sus dedos. Nigel soltó un suspiro y sintió que la garganta empezaba a cerrarse de a poco.
—Diez —logró pronunciar, sintiendo que las lágrimas empezaban a agolparse en sus ojos. Opal no tardó en llamar su atención, tocando gentilmente una de sus mejillas, obligándolo a mirarla. Una disculpa silenciosa se había instalado en sus rasgos, seguida con un beso que parecía querer apartar cualquier miedo y dolor que los aquejaba. Se quedaron un momento más en el suelo, abrazados, antes de continuar empacando.
Bajaron a los establos, buscando las dos jóvenes pegasos que iban a utilizar. Ensillaron en silencio, rodeados por el sonido de las hebillas, por el susurro de las tiras de cuero que ajustaban, los gruñidos y suaves relinchos de las yeguas. Él sentía que, con cada cosa que terminaban de acomodar y de ajustar, empezaba a temblar por dentro. Apoyó la cabeza contra la silla, respirando hondo, antes de caminar hacia la entrada, donde los Pinto esperaban. Wendy y Opal se abrazaron con fuerza, derramando algunas lágrimas, antes de apartarse. La mano del Señor estrechó firmemente la suya, antes de envolverlo en un abrazo, murmurándole unas últimas peticiones que Nigel no tardó en asentir. Por último, la Señora los envolvió a ambos con sus brazos regordetes, llorando amargamente por la partida y rogándoles que no se olvidaran de avisar si debía ir a cuidar de algún nieto. Ambos se miraron de reojo, con las mejillas rojas como pocas veces pasaba y se encogieron de hombros antes de responderle a la Señora, quien se marchó farfullando algo que Nigel no comprendió del todo.
El aire helado empezaba a dar paso a los vientos más cálidos, aunque todavía faltaba una luna completa para la primavera. Las yeguas no tardaron mucho en resoplar sobre el frío que sentían allí donde no tenían tanto abrigo, sacudiendo sus cuellos y golpeando el suelo con los cascos. Estaba por montar cuando escuchó que lo llamaban en un relincho. Miró en todas las direcciones, sintiendo que una parte de sí empezaba a iluminarse, con el corazón al trote, listo para empezar a galopar.
Se quedó un tiempo más, llamando la atención de Opal y las dos yeguas, quienes empezaron a preocuparse por su estado. Negó con la cabeza, soltando un suspiro, alegando que probablemente habían sido imaginaciones suyas mientras se subía a la silla y quitaba las correas de las alas. La primera en tomar vuelo fue su mujer, momento que él aprovechó para dar una última mirada antes de espolear a su propia yegua.
Fue casi tan mágico como cuando tenía quince primaveras. El cielo amplio, con el horizonte que lo rodeaba y las nubes que ocupaban casi todos los alrededores. Sus labios tironearon una sonrisa y, no por primera vez, su mente se encontró recordando las plumas amarillas y negras de Trips, así como las circunstancias en las que se habían separado. Cerró los ojos, murmurando una plegaria por él, antes de enfocarse en Opal, quien parecía estar bastante más tensa de lo que Nigel jamás la había visto. Carcajeándose, se acercó cuanto pudo, notando la expresión pálida y aterrada de ella.
—Amor mío, no vas a caer —gritó sobre el viento. Incluso con eso, Opal parecía incapaz de relajarse, sus dedos y nudillos se volvían cada vez más blancos, así como sus hombros se tensaban. Sonrió para sus adentros, antes de dar un pequeño espolón a Feather, su yegua, quien empezó a realizar acrobacias, para terror de Opal. Los chillidos y pedidos de que por favor tuviera cuidado no tardaron en llegar como un lejano eco. Solo para calmarla, dejó de dar vueltas de un lado a otro, de subir y bajar entre las nubes, indicándole a la yegua que volara más despacio. Feather no tardó en dejarle en claro su descontento con un resoplido.
Rio casi todo el viaje, viendo cómo poco a poco las manos se iban aflojando, pero su rostro seguía teniendo esa expresión de pánico. Incluso cuando desmontaron en la primera parada, al mediodía, cerca de un río, no muy lejos de donde él había pasado con Trips, primaveras atrás. Sacaron las primeras provisiones, disfrutando del murmullo del agua, de sus mandíbulas masticando, de la tranquilidad que los rodeaba.
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