Semental de Verano
El cielo estaba gris desde hacía dos lunas. Un viento frío seguía recorriendo el mundo a pesar de estar en primavera, sus manos empezaban a mostrar piel quebrada, destrozada en vetas blancas, en escamas pequeñas que dejaban una piel rojiza y tierna al descubierto. Opal lo atendía con cuidado, mirándolo con los ojos empañados de preocupación. Pasaba, pasando una crema sobre la piel, haciendo que Nigel apretara la mandíbula cuando el ungüento tocaba una parte extremadamente sensible.
—Estás ido —le murmuró casi imposible de escuchar con el sonido de las cacerolas que la Señora y Wendy usaban para cocinar. La miró, sintiendo que algo agarraba a su corazón, que lo aplastaba lentamente con un casco inmenso. Se reclinó hacia adelante, tocando sus frentes, cerrando los ojos por un momento, concentrándose en la esencia de ella.
—Quisiera volver a mi hogar —logró decir en un susurro. Una mirada desolada se apoderó de ella, de aquellos ojos azules que competían con el mismísimo cielo, en todos sus momentos. Ignoró el dolor de su mano, estirándola hacia la mejilla de ella, queriendo sacar parte del dolor, pero Opal se apartó del rechazo, poniéndose de pie. Las otras dos mujeres y el Señor Pinto miraron la escena en silencio, viendo a la joven marcharse con su taconeo de las botas, antes de volver la mirada sobre él. Nigel soltó un suspiro, poniéndose de pie con algo de dificultad, sintiendo una queja en todo su cuerpo.
—Déjala, ya te pedirá más información luego. —Llo detuvo el Señor, tomándolo por el codo. Pasó sus ojos del hombre a la puerta cerrada, sintiendo que su corazón se encogía levemente antes de asentir. Ató su cabello a la altura de la nuca y empezó a ayudar con algunas de las tareas de la cocina; cortó, picó, deshuesó, sazonó y condimentó trozos de carne, verduras y legumbres. Pero incluso con sus manos ocupadas, sus pies cansados estaban más que desesperados por ir tras la yegua líder a la que no podía evadir.
Recién la vio a la noche, cuando la luna ya se había asomado, cuando la comida ya estaba fría y la cama se sentía inmensa estando él solo, a pesar de que apenas entraban los dos. Jugueteaba con un mechón de su cabello cuando escuchó la puerta abrirse, seguida por unos pasos pesados. Giró de inmediato, queriendo rodear con sus brazos, cubrir a la mujer, aliviar un poco lo que sea que la había herido. «Pero si yo lo hice», se recordó cuando estuvo a punto de acercarla a su pecho.
Parecía tan desamparada, tan perdida, tan destrozada, que Nigel casi se arrepintió por confesarle lo que le daba vueltas por la cabeza. Si se esforzaba, era capaz de comprenderla, de ver lo que ella podría estar viendo, escuchando en su deseo y quería apartar esas ideas equivocadas, hirientes. Opal no lo miró al principio, se abrazaba a sí misma y jugueteaba con su preciosa y larga trenza color bayo, de un amarillo blanquecino.
Las palabras salieron de sus labios entre borbotones y Nigel no pudo aguantar más. Incluso si lo empeoraba, quería acercarla a sí, estrecharla entre sus brazos.
—Déjame ir contigo —susurró ella entre lágrimas. Los recuerdos lo asaltaron, arrancándole un escalofrío, sacudiéndolo de pies a cabeza. Veía a las diomenedas casi destrozándolo, a los thestrals siguiendo su carrera, a los unicornios salvajes atravesando con su cuerno afilado a la bella mujer que tenía frente a sí. Abrió la boca, pero ella fue más rápida—. No quiero que me dejes, no tú también.
Y eso fue como si le hubiera mordido, como si le hubiera dado una coz allí donde más le dolía.
—No quiero perderte, Opal —susurró contra su cabello, restregando su mejilla contra aquella cabellera que tantas veces había visto suelta, atada y contrastando contra su piel morena.
—No lo harás. Porque me voy contigo, quieras o no —sentenció, con las lágrimas cayendo por los costados de su rostro, rodando por su bella piel manchada, salpicada.
Una sensación extraña crecía dentro de sí. Tan dulce como amarga, tan esperanzadora como aterradora. Respiró hondo, mirándola a los ojos, tan firmes que sabía que lo seguiría incluso si hacía todo lo posible e imposible para ocultar su rastro. Suspiró, asintiendo con la cabeza, todavía abrazándola, manteniéndola cerca de sí. Dejó un beso en su cabeza, antes de murmurar su respuesta, antes de sentir que de nuevo lo invadía esa mezcla contradictoria, anudada, en su pecho.
Durmieron, con los brazos y piernas de ella aferrados a su cuerpo, como si quisiera unirlos completamente, entrelazarlos hasta que no fuera posible diferenciar uno del otro. Nigel la mantuvo junto a sí, sintiendo un ligero malestar, apenas opacado por el alivio y la alegría que tenía dentro de sí. El sueño lo tomó entre sus brazos con la misma delicadeza con la que acariciaba sus cabellos, arrullándolos con el sonido del viento del otro lado de la ventana.
A la mañana siguiente, despertó antes de que el sol empezara a asomar sus rayos, justo en el momento más oscuro de la noche. Miró a la mujer que seguía aferrada, enredada contra su cuerpo, sonriendo por un momento antes de volver la vista al techo; a las vetas que recorrían la madera sin tomar una forma definitiva. Soltó un suspiro, desatándose de ella por un momento, y se quedó sentado en el borde, con la cabeza demasiado cansada como para poder siquiera formular un pensamiento. Pasó sus manos por el rostro antes de ponerse de pie y caminar hacia donde tenía la ropa del día, empezando a razonar lo que necesitaba.
Salió del cuarto, caminando hacia el estudio del Señor Pinto. En el pasillo se encontró con Wendy, ya lista y arreglada para afrontar la jornada. Seguía siendo bella, incluso a pesar de los años, pero no tenía lo mismo que le ofrecía su Opal. Ella esbozó una sonrisa, tenue, débil, antes de preguntarle qué necesitaba. Él murmuró la respuesta y el rostro de la joven rubia de ojos tormentosos se comprimió en una mueca que no supo interpretar, luego asintió.
Dentro del estudio del Señor Pinto había un mapa enorme con todo el país. A pesar de ser algo viejo, sospechaba que tenía setenta años, el Patrón lo había descrito como uno tan válido como cualquier otro más reciente, al menos a fines prácticos. Nigel recorrió con los ojos los caminos dibujados con tinta negra, los bosques con nombres que jamás había oído pronunciar, las praderas y los desiertos que salpicaban diferentes partes del mapa. Siguió los ríos y luego cerró los ojos. Ya había visto a su hogar en aquel pedazo enorme de papel, y recordaba vagamente el nombre de la granja. Respiró hondo, abrió los ojos y buscó el punto que necesitaba.
Apartado de todo, casi en el centro del continente, perdido en medio de las pequeñas montañas, abandonado en aquella porción de tierra que nadie más que las diomenedas y pesadillas frecuentaban. Vagó por un momento, perdido en las memorias de cabalgar, de caminar por esos lares, de las risas y juegos ya casi olvidados. Cerró los ojos, sacudiendo la cabeza para centrarse, volviendo a ver el mapa, apoyando el dedo sobre el sitio antes de empezar a buscar donde estaba él. Trazó el camino con su mano libre, recorriendo los nombres de los pueblos, pronunciándolos sin emitir ni un sonido.
Sabía que Wendy lo observaba, sentía sus ojos sobre su piel, como una brasa ardiente. Mantuvo sus ojos en el camino que trazaba, intentando recordar los nombres, evadiendo lo que sea que había en la cabeza de esa mujer.
—Hagamos una alianza.
Giró a verla, con el ceño fruncido y la cabeza repentinamente vacía de cualquier idea. Nada más que las palabras que ella había dicho quedaron dando vueltas en su cabeza.
—¿Cómo dices?
La vio morderse el labio, mirar en cualquier dirección antes de regresar su atención a él.
—Estuve hablando con mi padre, y me contó lo que tu familia puede hacer, y sé que Opal estará contigo incluso si eso implica... Ya te lo dirá ella —negó con la cabeza—. Pero los Mustang y los Pinto podrían hacer acuerdos, pactos. Lo has visto, aquí casi no hay depredadores, pero nuestros caballos empiezan a alcanzar las veinte primaveras.
—Hay mucha distancia —dijo, regresando la vista al mapa, encontrando el nombre de la granja, casi sobre la zona marcada como la costa del sol saliente. Wendy caminó hacia donde estaba él, posicionándose a su lado; había una firmeza que le hizo pensar que la alianza no era solo por los caballos.
—Encontraremos la manera —sentenció, centrándose en el mapa frente a ellos. Nigel no tuvo dudas de que ella encontraría algo, así tuviera que convertirse en Nae-Op o Sarciavas-Uh.
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