Semental de Verano (10)
Regresó a la granja con la cabeza dando vueltas, con el corazón pesado y sintiendo que ya no quedaba absolutamente nada. Apenas reaccionó cuando Opal corrió hacia él, con su rostro lleno de preocupación. Esbozó una sonrisa, tenue, antes de volver a ver sobre su hombro, donde la figura de su madre apenas se distinguía entre el follaje.
Tomó aire para comentarle a su amada sobre el encuentro, pero la figura del señor Stevens lo detuvo. Caminaba con las manos metidas en los bolsillos de su abrigo, con los ojos puestos en los caballos que pastaban en uno de los corrales, el bigote se había convertido en una barba que enmarcaba su mandíbula cuadrada. Tragó saliva, sintiendo que todo su ser quería huir y avanzar a la vez. Opal lo miró con el ceño fruncido, preguntándole qué pasaba, sacándolo del trance en el que estaba, justo a tiempo para que el señor Stevens se percatara de su presencia.
¿Qué esperaba él de aquello? Parte de sí quería que el hombre empalideciera, que se enojara, que enloqueciera, pero parecía tener poco y nada de interés. Caminó en su dirección, sin que su postura cambiara en lo más mínimo. En cuanto estuvo frente a él, alzó una ceja, mirándolo con indiferencia.
—Admito que te pareces bastante al padre del niño perdido, pero me temo que no eres a quién buscan las dos locas de mis cuñadas —dijo, sacando las manos de los bolsillos para abrir el saco, del que sacó un pequeño fajo de billetes que Nigel había visto de vez en cuando—. Pero debes saber que el pobre ha muerto hace años, no lo superan. Pobres en verdad.
Nigel quería soltar las palabras que ardían en su pecho, pero su lengua se había enredado, su garganta se había cerrado y fue incapaz de empujarlas hacia afuera.
—Discúlpenos usted, pero ¿puede decirme cómo está tan seguro de que ese niño ha muerto? ¿Acaso lo enterró usted mismo? —Opal cruzó sus brazos sobre el pecho, su voz sonaba tal como Nigel la recordaba antes de conocerla, con ese tono frío y se imaginaba la mirada desinteresada que había en sus ojos—. ¿O es que le dijeron que se escapó y asumió que fue devorado por las diomenedas o lo que sea que camine por esta tierra?
El señor Stevens apenas pareció inmutarse ante las palabras, pero Nigel creyó reconocer un ligero temblor en sus rasgos. Incluso apostaba su vida a que el hombre estaba obligándose a mantener los ojos en Opal. Lo vio sonreír, casi una mueca en lugar de ser genuina.
—Bueno, esa podría ser una razón, pero también porque lo he tenido que enterrar yo mismo —señaló, recontando los billetes en sus manos—. Verás, jovencita, es muy fácil engañar a las que son bonitas, no dejes que un patán cualquiera te mienta.
—No miente, Liam —logró mascullar Nigel. Recién entonces el señor Stevens dirigió su mirada hacia él. Tragó saliva y llevó una mano hacia su muñeca derecha, tomando el dobladillo de la manga—. ¿Qué número te dijeron? Seguro el señor Hamilton te mencionó el número que me dieron. —Los ojos del señor se movieron rápidamente hacia el brazo, y recién entonces sus mejillas se volvieron blancas al ver las marcas mal cicatrizadas que rodeaban el bíceps de Nigel en cuanto las expuso—. Seguro te han dado uno que no es trescientos trece, quizás un seiscientos cuarenta y ocho o cualquier otro.
El hombre se aclaró la garganta y esbozó una sonrisa cordial.
—Puede ser casualidad. Él murió, lo sé muy bien.
—Lo dudo —se limitó a responder antes de que su garganta se cerrara. El señor Stevens empezó a mirar en todas las direcciones antes reír nerviosamente y caminar hacia las escaleras que daban a la casa. Nigel lo miró en silencio, sin moverse ni un poco. Opal se puso a su lado, sentía la tensión en sus manos, en lo fuerte que soltaba las exhalaciones y sospechaba que miraba la espalda de Stevens con ganas de lanzarle algo.
El resto de la tarde transcurrió sin muchos más inconvenientes hasta la hora de la cena. Todos estaban en silencio, incluso el raspar de los cubiertos parecía ser un escándalo. Nigel podía sentir los ojos del hombre sobre su frente. Uno en cada punta de la mesa, Opal sentada a su derecha, Claudine sentada a la derecha de Stevens.
—Y, dime, Nigel, ¿cómo es que encontraste el camino de regreso?
Alzó la mirada del plato, clavándola en el señor, quien se limpiaba los labios con un pañuelo. Nigel tomó aire, dejando el tenedor a un costado, enderezó la espalda contra el respaldo de la silla. Apoyó ambos antebrazos sobre la superficie de madera, tomando una bocanada de aire. Hizo fuerza, empujando las palabras desde su interior hacia la lengua, hacia afuera.
—Con ayuda del viento y un mapa —respondió, con el estómago tembloroso. El señor Stevens abrió los ojos de par en par por un momento antes de recomponerse, aclarando la garganta—. Después de que el señor Hamilton me quemara el brazo... Sí, hui, casi me devoran diomenedas y thestrals. Tienes suerte de no haberlos visto de cerca —dijo, conteniendo un escalofrío—. Me tomaron los Pinto, como peón, y ahí me quedé. Fueron unas primaveras tranquilas.
Opal tomó su mano por encima de la mesa cuando las palabras empezaron a atascarse en su pecho. Le dio una mirada de agradecimiento de reojo, intentando no apartar la mirada. Volvió a tomar aire, listo para continuar. Contó cómo había encontrado la granja en el mapa del Señor Pinto, su partida, el encuentro con Samantha Hamilton y su llegada a los límites del bosque que rodeaba a la granja. Guardó para sí a Trips, a la Señora Pinto y a Wendy.
Liam Stevens abría y cerraba los puños, sus ojos parecían temblar y a Nigel le pareció que sudaba. Un movimiento discreto de Laura, a su izquierda, llamó su atención por un momento antes de volver a enfocarse en el señor.
—Bueno, todo un viaje, en verdad —concedió, removiéndose sobre su asiento. Alan era el único que parecía ajeno a la conversación—. Igual de resistente que tu padre, he de decir —casi escupió las palabras. Nigel contuvo el aliento, esperando a que continuara—. Una pena que tu madre no haya podido verte.
Toda la mesa pareció congelarse. Nigel incluso tuvo la sensación de que el mundo se había detenido, observándolo. Antes había sentido que el calor lo quemaba por dentro, como cuando acercaba demasiado las manos al fuego, pero en ese momento, creía que era capaz de escupir el fuego por la boca. Sintió que su mandíbula crujía y su cuerpo temblaba.
—Sabes lo que somos en esta familia, y Alan no es la excepción. —El rostro del señor Stevens palideció notoriamente, sus ojos se dirigieron hacia el niño, quien lo miraba a Nigel con los ojos como platos, espantado—. Seremos de sangre fría, pero incluso los caballos que son así son capaces de encabritarse o perder el rumbo. Imagino que sabes porqué mi Mamá está merodeando por el bosque, con los ojos perdidos —dijo, sintiendo que empezaba a costarle respirar.
—¡Katherine era una bruja y la descubrimos! Y tú, engendro, no eres más que un producto de–
—Suficiente —la voz de Tía Margaret se abrió paso entre ellos, pero sus ojos estaban fijos en Stevens—. Kathy es la que más perdió en esta familia, y si lo que entiendo que pasó es cierto... Será mejor que te retractes ahora mismo, Liam Stevens.
Nigel casi disfrutó del pánico que empezaba a aparecer en el rostro del hombre. Claudine apretó los labios y miró en otra dirección cuando Stevens la buscó con la mirada. Alan tenía una expresión perdida, pasando sus ojos de un miembro a otro.
—Oh, mamá, créeme, hizo más de lo que piensas. Nigel fue un accidente, a diferencia de lo anterior —mencionó Laura, mirando su vaso con un poco de vino antes de darle un trago. Solo Nigel parecía haber entendido las palabras. Edward frunció el ceño antes de mirarlo a él y el recuerdo cruzó por sus ojos, haciendo que voltease de inmediato hacia el hombre. Un insulto se escapó de sus labios, miró a Nigel una vez más y pasó los dedos por su cabello, murmurando lo cerca que habían estado de no contarla.
—¿Y bien? ¿Qué hizo? —pidió Tía Amanda, comiendo una cucharada de la sopa con lentitud. Laura sonrió de medio lado, tomó aire, inflando su pecho y, en cuanto regresó su atención a Stevens, la sonrisa se tornó tétrica.
—Le dio una bebida especial al tío Mark, justo la noche en la que rechazó un contrato.
El señor Stevens terminó de empalidecer y Nigel notó cómo las manos le temblaban. Lo vio querer formular unas palabras, pero todo lo que salió de su boca fue una tos, tos que pronto empezó a lanzar gotas rojas sobre el pañuelo con el que se tapaba. Lo vio con los ojos desorbitados y sus pies parecieron hacerlo retroceder en contra de su voluntad. No paraba de mirarlos a todos con los ojos desorbitados.
—Están locos, ¡dementes! —dijo cuando el ataque le dio un momento para poder hablar. Nigel se puso de pie en cuanto vio que apoyaba la mano sobre el picaporte. Lanzó una mirada hacia su prima, antes de ir hacia el hombre—. ¡Quieto ahí, Mark! No des un puto paso más.
—Es de noche —intentó decir Nigel, escuchando los relinchos en el exterior de la casa. El señor Stevens rio por lo bajo.
—Esas criaturas solo los atacan a ustedes, ¡sólo a los malditos por la Diosa Blanca! —volvió a toser—. A mí no pueden hacerme nada —dijo, abriendo la puerta y saliendo al exterior. Todos soltaron un chillido y Nigel tiró a Alan al interior en cuanto lo vio querer atravesar la puerta, gritándole que ni se le ocurriera salir a la vez que llamaba a Stevens, quien bajaba casi patinándose en los estrechos escalones. Directo hacia dos yeguas que giraron sus cabezas en su dirección.
El terror se apoderó de Nigel, ignoró los gritos del otro lado de la puerta y trató de manotear la camisa del hombre, de frenarlo antes de que diera un paso más. Las yeguas soltaban quejas sobre cómo el pasamanos les molestaba en las patas, el poco espacio que había para ellas. Stevens seguía bajando.
—¡Que te detengas, cascos! —chilló Nigel, tirando con más fuerza esperada del brazo del señor Stevens, quien soltó un quejido de dolor y de un tirón se liberó del agarre.
Fue lento. Como si su mente comprendiera lo que pasaba, pero su cuerpo era demasiado lento para seguirle el paso. Lo vio caer hacia atrás. Vio los dientes afilados de las yeguas que se paraban sobre sus patas traseras, relinchando alegres. El rostro espantado de Liam, con manchas de sangre en su camisa y barba. Lo vio caer a los pies de las yeguas.
Y vio cómo el hombre desaparecía en medio de alaridos. Lo vio hasta que no quedaron más que trozos de carne y hueso alumbrados por la luna.
Retrocedió. Dio todos los pasos hacia atrás que pudo, sujetándose de la barandilla. Sintió que alguien lo chocaba, casi tirándolo y frenó al culpable.
—¡¿Es que quieres morir?! ¡Vuelve adentro, Alan! —logró gritar, tomando al niño por la fuerza y subiendo los escalones hasta el interior de la casa. Cerraron la puerta a su espalda, echando llave y trabas. Alan lloraba, pataleaba y estuvo a punto de darle una cachetada, de no ser por Claudine, quien lo abrazó con fuerza. Sus ojos estaban rojos y su nariz chorreaba mocos, murmuraba el nombre de su hijo mientras lo apretaba contra ella.
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