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Potro de Invierno (8)

Los Kimberly siguieron recorriendo la granja de los Pinto durante una semana. El frío ya comenzaba a ser más crudo y Nigel sentía que sus manos temblaban cuando tenía que salir al exterior. Las comidas eran un poco más ruidosas, especialmente cuando el Señor Pinto se ponía a hablar con el señor y la señora Kimberly sobre temas que escapaban a su entender. Wendy y Opal solían conversar con la muchacha, a veces hablando de ropa –casi siempre era Wendy quién sacaba el tema– o asuntos que tampoco eran de mucho interés para él. Sus comidas se limitaban a ser silenciosas, escuchando todo y nada a la vez, lo cual agradecía.

—¿De dónde dices que es tu esclavo? —La pregunta silenció a todos. Nigel, de haber estado con algo en la boca, quizás se habría ahogado o se le hubiera caído. Los Pinto se miraron entre ellos antes de que el Patrón hablara.

—Es un asistente, no esclavo, punto número uno —señaló el Señor con un tono serio y tan firme que Nigel creyó ver a otra persona en el lugar que solía estar un hombre que le había dado cobijo, ropa y comida—. Segundo, lo encontramos a punto de ser devorado por las diomenedas y thestrals. Tercero, el chico no recuerda nada de su vida antes de llegar aquí.

La mandíbula de Nigel casi se cayó hasta el suelo, observando al Señor con los ojos abiertos de par en par, con sus pensamientos demasiado alborotados como para poder saber dónde empezaba tal o cual idea. Rápidamente compuso su expresión y volvió a concentrarse en su plato, seguro de que nadie le iba a prestar atención.

—¿Es cierto eso, chico? —preguntó el señor Kimberly, a lo que Nigel asintió, sintiendo que sus mejillas empezaban a arder, especialmente cuando se llevó un bocado algo grande a la boca. No se atrevía a mirar a otro lado, a pesar de que sentía las miradas de todos sobre su persona. Su garganta empezó a cerrarse, anudándose por completo—. Por la Piedad, pobre criatura.

—En efecto, doy gracias a la Diosa Blanca que Nigel haya llegado a nosotros vivo, es muy bueno con los caballos y animales —dijo la Señora Pinto, haciendo el símbolo de la deidad al decir su nombre.

—Sin embargo, Lyra querida, tengo una duda —empezó la señora Kimberly—. Si el muchacho no es capaz de hablar, ¿cómo es que saben que ese es su nombre?

—Eso fue todo un desafío —dijo Wendy con un tono jovial, acomodándose en su lugar, al mismo tiempo que Opal se cruzaba de brazos. Nigel creyó distinguir una mirada peligrosa en las primas—. Por suerte, Nigel sabía leer; pocas palabras, pero era capaz de diferenciar las letras que componían su nombre, así que lo escribió un par de veces (no se imaginan cómo es su caligrafía). Luego fue cuestión de probar diferentes pronunciaciones.

Y el tema quedó allí. El resto de la comida fue de cualquier tema, todos tensos, mirándose entre ellos, como si fueran a saltarse encima en cualquier instante y ninguno quería ser el que empezara el ataque.

Esa noche, cuando estaban yéndose a dormir, el Señor Pinto lo llamó aparte. Fueron hacia lo que el Patrón llamaba su estudio, el cual le recordó bastante al cuarto de Papá cuando entró, salvo por las ocasionales figuras de la religión que había en algunas esquinas. Había un escritorio en medio de la habitación, con una silla detrás y otra delante, toda la superficie repleta de papeles, tinteros y libros varios, algunos abiertos, otros cerrados y apilados. El Señor se sentó, invitándolo a hacer lo mismo en la silla libre.

—Nigel, escucha, no tengo ningún inconveniente en tenerte aquí, todo lo contrario. Simplemente tengo una pregunta, ¿tienes un apellido? Algo así como un segundo nombre que tienen tus papás y tú. Bien, ¿sabes deletrearlo? Descuida, con lo que te acuerdes está bien. Ten, escribe aquí. Mos... ¿Mosten? ¿Musten? ¡Ah! ¿Mustang? Vaya, hace tiempo que no escuchaba sobre los Mustang, ¿eres hijo de Adam o Mark? ¿Cómo está tu padre? ¿En un ca...? Ah, oh... Perdona, no quería traerte malos recuerdos. ¿Él te vendió a la esclavitud? —Nigel frunció el ceño y soltó un resoplido. Sintió que empezaba a arder por dentro. El rostro del señor Stevens, flacucho y bigotudo, apareció en su memoria—. Mil perdones, fue poco considerado de mi parte. Conocí a tu padre, buen negociante he de decir, siempre tenía a los caballos en excelentes condiciones y sabía venderlos a un buen precio. Una pena lo que le pasó. Entre tú y yo, ¿eres de los centauros? Tranquilo, no le diré a nadie; aunque aquí no debes temer sobre ello.

Por primera vez, Nigel sintió que las palabras no se le apelotonaban en la garganta, que la lengua no se le enredaba, pero no encontraba la forma de poder pronunciar algún sonido. La curiosidad empezaba a trotar en su cabeza, aunque su garganta había olvidado cómo funcionaba la voz. ¿Papá había vendido caballos? ¿Era eso lo que el señor Stevens quería hacer? Llevó una mano a su frente, sintiendo una punzada de dolor.

—Tranquilo, Nigel, ve a dormir, mañana seguimos con esta conversación —dijo el Señor Pinto con una palmada en su hombro. Nigel asintió, poniéndose de pie, sumido en sus pensamientos, perdido en una nada que dejó a su cuerpo moviéndose por su cuenta, desvistiéndose en el cuarto sin darse cuenta hasta que estuvo debajo de las sábanas, con la vista perdida en el horizonte nocturno.

Seguía teniendo la sensación de estar completamente alejado de la realidad a la mañana siguiente. Sabía que sus manos estaban moviendo las herramientas, era consciente de que entraba y salía del establo, que abrigaba a los caballos, que cortaba las pezuñas. Incluso sabía que Opal le hablaba y él algo contestaba, con gestos.

Pasó el día.

Un cuarto de luna.

Dos cuartos de luna.

Llegaron los últimos vientos fríos, y podía asegurar que en las ramas empezaban a brotar nuevas hojas.

—¿Podemos hablar? —La voz de Opal pinchó lo que sea que lo mantenía alejado. O quizás fueron las palabras. No tenía idea, pero si había algo seguro que notó Nigel en ese momento fue que ella llevaba el cabello arreglado, incluso se atrevía a creer que estaba echando los hombros ligeramente hacia atrás. Arqueó las cejas, esperando que continuara. La vio morderse el labio, jugar con su trenza rubio bayo, notó cómo paseaba la mirada por todos lados antes de volver a verlo—. Sé que quizás no quieras hablar de esto, pero... Me gustaría que, o sea, puede que no te interesa en lo absoluto, pero me parece que tú puedes entenderlo. ¿No te pasa que escuchas cosas que nadie más puede oír? —Frunció el ceño, inclinando la cabeza hacia un costado—. Con..., con los caballos.

Nigel quedó mudo, mirando en total silencio a la joven. Las palabras desaparecieron de su mente y simplemente quedó Opal frente a él. Poco a poco, el recuerdo de lo que había dicho el Señor Pinto empezó a tener sentido, y la joven frente a sí pareció cambiar ligeramente.

Se volvió hacia ella, sintiendo que sus ojos la veían de manera diferente. La recorrió de pies a cabeza, como si con eso pudiera encontrar aquello que tenía que haber visto, ¿quizás era su piel? O quizás era el hecho de que ella era la que solía estar en el establo, aunque Nigel nunca la había visto hablar con los caballos –como si él mismo no lo hubiera hecho en secreto–, o tal vez estaba en la trenza... «O no hay nada que te haya podido decir que ella también puede hacer lo mismo que vos, Nigel Mustang», resopló en su interior. Sacudió la cabeza, sintiendo que su voz empezaba a querer escalar por su garganta.

—¿Cómo...? —logró balbucear y su voz empezó a retorcerse, a pelear contra la lengua que se enredaba sobre sí misma, contra los pulmones que se negaban a seguir exhalando aire—. ¿Por qué...? Yo, no...

—Está bien, tranquilo —dijo Opal, acercándose y obligando a que fijara sus ojos en el azul brillante de ella. Había una mezcla de emociones, imposibles de descifrar para él, y pronto vio cómo su rostro se decía, con una expresión de arrepentimiento y tristeza que le retorció el pecho—. No tienes que decir nada, yo, creí que... No importa, fue tonto de mi parte.

Pánico. Fue algo que Nigel ni siquiera entendió cómo es que había ocurrido, pero antes de que Opal diera un paso más, antes de que se alejara, sus manos se cerraron sobre la muñeca de ella. «¿Qué se supone que haga ahora?», se preguntó, mirando en todas las direcciones, mordiéndose el labio inferior antes de fijarse nuevamente en ella. De nuevo, su voz trepó por su garganta, afirmándose cuálcual yegua líder. Tomó aire y volvió a intentarlo.

—Yo..., también —Opal lo miró confundida, aunque a Nigel le pareció ver un brillo nuevo en su mirada. Y la voz ya no le respondió, pero señaló hacia una casilla y luego a sus orejas, como si con eso pudiera decir algo realmente. Ella lo observó en silencio, pasando la mirada de un punto a otro, con sus ojos brillando cada vez más; una sonrisa se expandía lentamente por su rostro. Esperó, sintiendo que acababa de hacer algo sumamente ridículo. No tenía idea si dejar que el temblor y nudo que iba creciendo por su pecho, expandiéndose lentamente al resto de su cuerpo, o dejar que Opal dijera qué pasaba por su cabeza, qué era lo que hacía que sus ojos brillaran de esa forma.

Al final, los brazos de ella, al igual que tantas noches atrás, rodearon su cuello, obligándolo a dar un paso hacia atrás antes de estabilizarse. La escuchó murmurar contra su oído, sintiendo que todo su cuerpo parecía despertar ante una orden silenciosa, una que no tenía nada que ver con el agradecimiento y la felicidad que recorría a Opal. Tragó saliva, respiró hondo y trató de calmarse, pero el calor no podía parar de invadirlo, haciendo que toda su piel entrara en combustión antes de centrarse en una parte de su cuerpo. Cerró los ojos, concentrándose en cualquier cosa menos en el cuerpo de ella, en el aroma que se colaba por sus fosas nasales, en las ideas que empezaban a revolucionarse por toda su cabeza. Empezó a retroceder, intentando acudir a su voz, pero ella lo detuvo en el lugar con solo la mirada, frenando toda acción y pensamiento.

Nigel reconocía una orden cuando la escuchaba, incluso se consideraba capaz de distinguir la urgencia del pedido en el tono. Sin embargo, la orden de Opal se desdibujaba con lo que tenía dentro, mezclándose con esa parte de sí mismo que escapaba a toda intención de razonar. Y poco duró su negación, como si los ojos de ella hubieran abierto un corral, liberando a una bestia que no tardó en empezar a galopar. Ella fue la que tiró de su mano hasta la parte más apartada del establo, dejando que él tomara el control en cuanto estuvieron a solas, detrás de las columnas y paredes de paja.

El cuerpo le resultaba tan conocido como ajeno, sus manos picaban por recorrer la silueta de Opal, una que solía perderse en las ropas de trabajo. Su boca buscaba la de ella, la piel de las mejillas, del cuello, del pecho. Notaba las manos de ella recorriendo su rostro, su cabello, bajando hasta sus hombros para luego acercar aún más su cuerpo. A pesar de mantener los ojos cerrados, podía sentir cada roce, saber qué pasaba entre ellos dos. Incluso la ropa empezaba a molestar, a pesar de que en cualquier momento parecía posible dejar que el aire frío los recorriera. Los labios de Opal eran suaves, tiernos, capaces de soltar sonidos que nunca hubiera pensado posibles y sentía que lo llevaba a la locura. Su propia garganta parecía más que capaz de emitir gruñidos y gemidos que jamás había escuchado.

Fue lento, una exploración que acabó con los dos usando las camisas abiertas, jadeantes, las manos coladas entre las telas, los labios hinchados y una sonrisa cómplice, libre de lo que sea que había sobre sus hombros. Por primera vez en casi seis primaveras, Nigel sintió que su corazón se sentía un poco más ligero.

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