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Potro de Invierno (7)

La semana pasó rápido, en gran parte debido a las actividades que todos debían realizar para poner en condiciones a la granja, apenas parecían alcanzar los rayos de sol en el día. Nigel incluso podía notarlo en los mismos caballos, quienes se veían cada vez más nerviosos, relinchando y sacudiendo las alas, las patas o las colas. Solo Wind mantenía cierta calma, aunque sus orejas no se relajaban nunca y sus ojos seguían cada movimiento que podía detectar.

Wendy se ocupó de la casa, junto con Opal, quien dividía su jornada entre los establos y el ayudar a su prima. Nigel incluso le pareció escuchar, en medio de su cansancio, que hablaban sobre las ropas que iban a vestir cada uso ese día, ¿o era el mantel? Quizás se referían a los caballos, ¿les harían algo en las monturas? Podrían arreglarles los cabellos, o tal vez...

Soltó un suspiro, dejándose caer pesadamente en el montón de paja limpia. Era incapaz de dar un paso más, ni siquiera podía formular un pensamiento sin considerarlo un gran esfuerzo. Dentro del establo, donde nada podía estar más ordenado ni limpio de lo que estaba en ese momento, casi podía sentir que podía echarse a dormir. La tranquilidad que había, con los caballos pastando en las afueras, su cabeza podía dejar de producir ese zumbido agobiante.

Cubrió sus ojos con un brazo y suspiró. Todo su cuerpo dolía, como si de un instante a otro fueran a romperse en pequeños pedazos. Respiró hondo, hinchando su pecho y panza, escuchando cómo su espalada crujía y su cuello se aflojaba, aunque sea un poco. Lentamente, sintió que el cansancio lo alcanzaba, cerrando sus ojos con delicadeza. Le pareció escuchar que lo llamaban, pero se sentía demasiado pesado para moverse, bastante agobiado como para levantar la cabeza, o mover el brazo. Algo se acercó a él y, recién cuando sintió la mirada penetrante sobre su persona, despejó su visión.

—Vamos, tienes que darte al menos una ducha —dijo Opal, con una mirada tan cansada como la que él debía tener. Asintió sin muchas ganas, gruñendo al ponerse de pie para seguirla.

El baño fue rápido, apenas un par de baldazos tibios, un poco de jabón y ya estaba saliendo con la ropa que Wendy le había dejado en una silla cercana. Escurrió su cabello, lo trenzó rápidamente, y observó de reojo su reflejo antes de salir. Tenía una camisa blanca, con las mangas remangadas hasta la mitad de los antebrazos, pantalones de montar de jean y unas botas oscuras que le resultaron cómodas. Casi parecía ser alguien de la familia. Respiró hondo, hinchando el pecho, antes de salir.

Como venía siendo costumbre, el día estaba nublado, pero resultaba, aún así, agradable. Escuchó unos relinchos a lo lejos, casi imposibles de comprender, pero fue suficiente para que supiera que se acercaba el momento. Resopló, caminando hacia el corral donde harían la demostración. Wind, ya ensillado, lo recibió con un asentimiento de cabeza, agitando las alas. Palmeó con cariño su cuello, sintiendo un ligero tirón de nerviosismo en su estómago, fijando su vista en la distancia. No tenía idea qué buscaba, pero sintió cierta tristeza al no ver nada más que el horizonte, sin movimiento extraño.

El sonido del carruaje llegando con un traqueteo llamó su atención, dejó a Wind y caminó hacia la entrada de la granja, sin apartar la mirada del frente. No era el carruaje más elegante o bonito que había visto en su vida, pero seguía siendo evidente que pertenecía a una familia del mismo estatus que el Señor Pinto, o el señor Hamilton. La madera tenía tallado motivos que le resultaron semejantes a las corrientes de viento, con algunas ramas que se enredaban y desenredaban. Dos unicornios tiraban todo aquello, resoplando, moviendo sus barbas y las colas leoninas como una estela de sus pasos. Un cochero, de gran bigote, lo saludó desde su sitio, tirando de las riendas para frenar a los animales. Nigel le devolvió el gesto con la cabeza, caminando hacia las yeguas, quienes lo miraron curiosas antes de relinchar suavemente que deseaban quitarse el atalaje y pastar un poco.

—¡Al fin! —chilló una voz desde el interior del carruaje.

Wendy, arreglada y pulcra como solo ella podía estarlo, apareció por detrás de él, haciendo que su corazón pegara un brinco, espantando brevemente a las unicornios. Por supuesto, no tardó en escuchar las risas burlonas de las dos yeguas que tenía al lado, y no lo habría sorprendido ver a Opal detrás de él, apenas pudiendo disimular su diversión. No escuchó mucho del intercambio de palabras, con su mente en cualquier parte menos aquel sitio. En cuanto los unicornios reiteraron que querían quitarse el carruaje de encima, Nigel sintió que regresaba parcialmente a la realidad, desatando las correas para luego guiarlas a un pequeño predio, apartado del resto de los caballos, donde las dejó estar. Se quedó un momento observándolas, frunciendo los labios al recordar al último unicornio que había tratado.

En cuanto escuchó que lo llamaban, cerró bien la puerta del corral y regresó, casi trotando, a donde estaba el resto. Si con el carruaje había sospechado que eran personas tan poderosas como sus patrones, ver sus ropas lo terminó de confirmar. Todo era delicado para sus ojos, las telas llenas de idas y vueltas que relucían con el movimiento bajo los rayos de sol, los adornos y accesorios eran finos, el señor Kimberly llevaba un bastón que lo volvía más distinguido, incluso con su porte de semental. Desvió un poco la mirada, encontrándose con las dos jóvenes Pinto hablando con una chica que no paraba de hacer gestos exagerados con su rostro y manos. Apartó la mirada, concentrándose en el Señor Pinto, quien, en un susurro, le dijo que fuera preparándose para montar.

Wind lo esperaba en silencio, sacudiéndose de vez en cuando y empezando a estirar las alas. Nigel lo montó, siguiendo las sugerencias del capón. A diferencia de la experiencia con Trips, aquella forma parecía mucho más cómoda, con las piernas ubicadas justo donde terminaban las alas, la silla bien ajustada que lo mantenía en su sitio y las riendas en la mano. No tenía esa emoción que lo había invadido las tardes de viaje, pero no encontraba razones para no disfrutar de aquello. Dirigió al caballo hacia la arena ya preparada, agradecido que el capón supiera qué debía hacer. Sospechaba que tendría que hacer algunas demostraciones, ¿quizás mostrar cómo era Wind saltando obstáculos? Un relincho suave del caballo le hizo saber que simplemente le debía avisar cuándo parar.

Contuvo el aire de sus pulmones por un momento antes de dejarlo salir, todavía tembloroso. No podía ir tan mal, ¿no?

Miró hacia el cielo, esperando ver cualquier mancha oscura rondando por el lugar, pero solo se encontró con un ininterrumpido manto azul y blanco. Espoleó los flancos del capón, quien comenzó a trotar, arqueando el cuello y levantando las rodillas al caminar. Sentía las miradas sobre ellos, atentos a cada uno de sus movimientos, haciendo que el pecho de Nigel se convirtiera en un montón de pálpitos irregulares. Apretó las riendas, aunque las dejó flojas, no queriendo detener al caballo.

Debían ir por la mitad del circuito cuando escuchó al señor Kimberly decir que podía parar. Tiró de las riendas, mirando al Señor Pinto, quien asintió, no sin cierta duda. No habían llegado a la parte donde Wind estiraba las alas y alzaba vuelo. Ante su duda, el Señor Pinto le dijo que estaba bien. Todavía con el pecho tembloroso, se dirigió hacia el establo. Ni bien estuvo dentro, lejos de la vista de todos, desmontó, con su pecho tomando y expulsando aire de sus pulmones como si no hubiera un mañana; palmeó el cuello del capón, en un intento de tranquilizarse.

—Nigel, ¿verdad? Me agrada como montas, realmente pareces un héroe que ha salido de alguna balada épica —dijo una voz a sus espaldas. Sorprendido, giró para encontrarse con la que habían hablado Wendy y Opal. Tenía el cabello oscuro atado en una complicada trenza que caía sobre su hombro, vestía de azul, con la falda bastante amplia y llena de los mismos patrones que había visto en el señor Kimberly. No tenía idea por qué, pero con cada paso que daba la hermosa chica, su cuerpo se iba tensando y la necesidad de huir empezaba a aparecer—. Las señoritas Pinto me comentaron muy poco sobre ti, pero me gustaría saber más. ¿Es cierto que escapaste de la casa de los Hamilton montando un pegaso? ¿Todavía tienes tu número grabado en el brazo? A ver, permíteme verlo, es simple curiosidad. ¿Eres mudo o de pocas palabras? ¿Cómo hiciste para montar un pegaso a pelo? Yo me habría partido la cabeza en dos si fuera mi caso.

Nigel encontró de nuevo a las palabras burbujeando para salir de su boca, pero las tragó y se limitó a esbozar una sonrisa tensa y retroceder cuando la chica se acercó, queriendo levantar la manga de su camisa. Miró en todas las direcciones, sintiéndose acorralado con cada paso que ella daba en su dirección. Maldijo por dentro, peleando contra las lágrimas que empezaban a escocerle los ojos. Volvió a intentar hablar, pero ni siquiera un sollozo pudo escaparse de su garganta.

—Deja a Nigel en paz. —La voz de Opal se impuso en el aire con una autoridad que no había escuchado nunca. Dirigió sus ojos hacia ella, usando un vestido que parecía simular los colores de su piel, lleno de bordados sencillos, no tan relucientes, pero que remarcaban una forma... «Vaya forma», pensó durante un breve instante antes de salir corriendo en cuanto la joven Kimberly estuvo distraída.

Corrió hacia la casa, sintiendo que las lágrimas querían salir de sus ojos en cualquier momento. Subió los escalones de la entrada casi saltándolos, con la garganta cerrada; el pecho le subía y bajaba, incapaz de conseguir suficiente aire. Llevó una mano a su cuello, allí donde estaba el maldito nudo. Sabía que no había nada allí, no que fuera algo físico al menos. Podía sentir que las palabras seguían burbujeando, a la vez que seguía notando esa fuerza que le frenaba cualquier intento de frases. Sollozó, cayendo de rodillas en su cuarto, resollando, incapaz de conseguir más aire, de hablar. De alguna manera fue capaz de apoyar una mano en el suelo.

No tenía idea en qué momento entró Opal, ni cuando sus manos intentaron sostenerlo mientras una fuerte tos, áspera y ronca, lo sacudía por completo. Las lágrimas seguían cayendo incluso cuando sintió que Opal se acercaba a él, dándole una ligera sensación de tranquilidad. Podía escuchar las palabras dulces mas no entenderlas. ¿Cómo hacerlo cuando sus oídos parecían estar tapados?

—¡Nigel! Por favor... —gritó y pudo escuchar que algo se quebraba en sus palabras. Tomó aire, intentando frenar lo que sea que estaba teniendo, pero era como parar un río, uno gigantesco y furioso en medio de un alud. En algún momento ella lo hizo acomodarse contra su cuerpo, casi sentado, antes de darle un vaso de agua.

Temblaba. Incluso cuando su cuerpo parecía estar demasiado cansado, podía sentir que todos sus músculos estaban inquietos, como si no pudieran terminar de comprender lo que había pasado. Oyó la voz de Opal, más suave, dulce incluso, que muchas veces, susurrando palabras y arrullándolo, murmurando que iba a estar bien.

Su cabeza se sentía pesada, demasiado llena de cosas como para poder seguir descifrando sus alrededores, demasiado agotada como para poder ocuparse de algo más que el cansancio, de la sensación de agotamiento que lo invadía. Le parecía sentir unos dedos que peinaban su cabello, pero simplemente cerró los ojos, dejando que el sueño lo tomara por completo.


Está frente a Papá. No el que siempre se levanta antes que el sol y se acuesta cuando la luna ya ha recorrido parte del cielo, sino el que sigue dormido incluso cuando todos los animales están listos para salir. Lo ve en esa caja de madera, en esa pequeña cama que van a tapar. No hay nadie más que ellos dos.

«Se fue a cabalgar con el viento», susurra una voz. Pero, ¿cómo va a irse cuando hay demasiadas cosas que hacer? ¿Cómo espera que él tome las riendas del asunto si recién está entendiendo cómo funcionan sus manos? ¿Qué puede hacer un niño de diez primaveras con una granja? Ni hablar de uno que ha pasado unas cinco más fuera de ella.

Quiere dar un paso hacia él, acercarse cuanto puede, esperando que sus ojos vuelvan a mostrar esa luz tan propia de él, de Papá. Desea que esos labios morados se tensen y relajen en una sonrisa, asegurándole que las cosas van a salir de la manera correcta. Añora sus tardes en el establo, en las casillas, limpiando la paja sucia, llenando los comederos y sacos para los caballos. Anhela poder verlo una vez más.

Su cuerpo está trabado en ese lugar, sus ojos son incapaces de ver hacia arriba o a los costados. No hay nadie, nadie más que un muerto con el rostro y cuerpo de Papá, pero no su alegría, no sus enojos, no sus miedos.

«Eres idéntico al Loco Mark, Silencioso Mike». Idéntico. Exactamente lo que Papá es, era. ¿Por eso sus ojos ahora miran al cielo? ¿Por eso siente que su interior arde por poder galopar con el resto de los que se han unido a la manada de Nae-Op y su corcel? ¿Es aquella la razón por la que todavía sueña con pasar entre las nubes? Sería tan fácil si tuviera alas, tan simple como moverlas y dejar que lo empujaran hacia allí, hacia arriba.

«Nunca lo has hecho frente a nosotros», no, no lo había hecho, no ha abierto sus alas, no ha surcado los cielos. Lamenta no poder volver, no poder rozar con sus dedos una vez más a las corrientes de aire, de ver a su amado vasto horizonte, allí donde el sol nunca parece estar escondido, allí donde las sombras son imposibles. Sí, sería más fácil dejar que las alas crezcan.

«Los caballos son diferentes cuando estamos nosotros cerca», quizás porque saben que Nae-Op los ha encerrado en los cuerpos de la Diosa Blanca.

—La hora del espíritu no ha llegado, aunque el deseo del cuerpo sea uno, es el que ha existido y existirá el que importa —dice una voz a lo lejos. Dice un nombre, pero sus labios son incapaces de pronunciarlo—. Vuelve a terminar tu misión, haz que tu Nombre consiga su lugar en el océano de los temores, en la tierra de los dolores. Ve, ve y vuela, galopa un poco más por el mundo, porque otros han olvidado cómo deben ser y a dónde ir.


Su cuerpo volvió a responderle, y sus ojos se encontraron con el techo de maderas en medio de la noche. Reconoció las tablas, con sus patrones cambiantes. Desvió la mirada, reconociendo las ventanas y el paisaje nocturno que había del otro lado. Iba a levantarse cuando sintió un ligero peso junto a sí. Se quedó un rato intentando reconocer a la dueña del cabello rubio, hasta que le pareció ver el cambio de color en la piel.

—Opal —susurró, casi tan bajo que creyó que no lo había dicho. Grande fue su sorpresa cuando la joven se sentó de golpe, parpadeando y mirando en todas las direcciones, hasta que sus ojos se posaron en él.

—¿Hay alguien más en el cuarto?

Llevaba todavía el vestido, pero el peinado se había descolocado. Nigel se encontró con cierta diversión y preferencia al verla tan..., ella. Cuando negó con la cabeza, algo descolocado, Opal se acercó a él, con sus ojos recorriéndolo entero, como si así fuera a resolver un acertijo que había en su mente. Vio en silencio cómo trepaba a su cama, ignorando cualquier regla sobre el pudor –Wendy y la Señora Pinto le habían dado una larga charla sobre ello– y Nigel se encontró dividido en dos emociones.

—Hablaste —afirmó, demasiado cerca como para ser considerado adecuado. Tragó saliva, intentando sofocar la necesidad de tomar su cintura y apegarla a él, de hundir su rostro entre el hombro y el cuello. Abrió la boca para decir algo, pero no hubo ningún sonido, de nuevo las palabras golpeaban contra un techo, una pared, de nuevo sentía que su lengua se volvió pesada. En medio de las sombras, de la penumbra que la luz de la luna apenas apartaba, le pareció ver una amplia sonrisa en el rostro de ella—. ¡Oh, Nigel!

Sintió los brazos de Opal alrededor de su cuello, su olor a flores frescas y caballo colándose en sus fosas nasales y grabándose en su mente. Notó que su cuerpo se tensaba, que algo mucho más primitivo, casi tan desbocado como los potrillos, volvía a palpitar por todo su cuerpo. Antes de que se diera cuenta, sus manos estaban sobre la cadera de ella, su cabeza estaba embotada con el dulce aroma que se colaba con una facilidad aterradora.

Entró en pánico, intentando apartarla al notar que todo su cuerpo parecía estar tomado por algo más. Tragó saliva, desesperado por poder encontrar la forma de desenredar su lengua. Al final, ella fue la que se apartó, mirándolo todavía con esa sonrisa amplia.

—No sabes cuánto me alegro poder escucharte —murmuró ella, y cualquier pensamiento que hubiera en su mente lo abandonó por completo. Todavía notaba esa sensación en todo su cuerpo, tirando de él, susurrándole un pedido, dando coces para poder hacerse cargo. Sin embargo, todo lo que era capaz de hacer era quedarse mirando a la joven, observando con los ojos abiertos de par en par.

Como si fuera consciente de lo que pasaba con él, Opal rio por lo bajo, le dio un beso en la mejilla y se bajó de la cama. Nigel estuvo seguro de que todo su cuerpo había empezado a arder, especialmente su rostro. Ella se marchó, deseándole buenas noches, y él se quedó un buen rato viendo en dirección a la puerta, con el corazón latiendo con fuerza dentro de su pecho.

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