Potro de Invierno (2)
Tiró el contenido de la carreta en el pozo que correspondía. Sus ojos, más despiertos, miraban en todas las direcciones. Samantha no iba a llamarlo ese día, en cuanto terminara con la carreta, debía ir a atender a Trips, prepararlo para el evento que tendría lugar en la Richalley dentro de medialuna. Sus manos temblaban, pero nada se cayó de ellas. Sus pies iban firmes, ligeros como el aire, seguros como los de los sleipnir que corrían en el prado más cercano.
Pasó junto a un corral, divisando a la chica Opal sobre una yegua. Cabalgaba con tal soltura que Nigel se encontró echando miradas de reojo, así como a la multitud que la observaba con expresiones malhumoradas. Él se limitó a ver, sintiendo que una comisura de su labio temblaba en una sonrisa antes de continuar con su camino, el tiempo apremiaba, y todo estaba listo.
Dentro del establo, esclavos y sirvientes pasaban de un lado a otro, buscando y llevando recados, fardos, monturas y riendas a cuestas. Nadie le prestó atención, ni siquiera los caballos, quienes solían estirar sus cuellos hacia él. Trips lo esperaba, removiéndose en su casilla, con una soga que ataba su cabeza a dos postes y sus cascos raspando el suelo al ritmo de sus resoplidos y relinchos. Al verlo, gruñó, reclamándole por una tardanza inexistente. El esclavo que lo vigilaba en ese momento, un joven mucho más escuálido que él, de mirada nerviosa y movimientos inseguros, se giró en su dirección; había un alivio palpable en su rostro al verlo.
—Gracias, Silencioso Mike, por venir a relevarme —dijo, esbozando una sonrisa. Nigel intentó devolverle el gesto, pero sentía que todo lo que le salía era una mueca, por lo que se limitó a asentir con la cabeza. El joven sonrió de oreja a oreja y se marchó a paso ligero.
—¿Pasó algo? —susurró a Trips, quién negó con la cabeza, soltando un largo suspiro. Asintió para sí, sintiendo que el pecho se le cerraba por un breve instante antes de liberarse en una larga exhalación. Miró hacia todos lados, tomando las herramientas para limpiar los cascos, y entró en la casilla. Acomodó una de las patas entre sus piernas, pasando con cuidado el cuchillo, sacando un poco de la paja y barro.
En cuanto estuvo seguro de que nadie miraba, caminó hacia la silla de montar más cercana, colocándola con cuidado, viendo de reojo la tensión en el cuerpo de Trips. Mordió su labio inferior, pasando la mirada de un lado a otro antes de soltar un sonoro suspiro. ¿Cómo podía llevar a cabo lo que pasaba por su cabeza si no tenía ni la más remota idea de cómo hacer la parte fundamental? Trips lo miraba de reojo, confundido ante su quietud. Él había sido claro, la silla y el viento no eran lo que pasaba por su cabeza cuando pensaba en su libertad. La imagen de Papá, sonriéndole antes de irse a dormir, prometiendo enseñarle lo que había anhelado tanto tiempo, regresó a su mente. Podía ver la luz del pasillo, una lámpara que emitía largas sombras, la silueta iluminada de Papá sentado en su cama,el cabello atado a la altura de la nuca.
Respiró hondo y volvió a dejar la silla en su lugar, sintiendo que sus piernas empezaban a temblar y su pecho a cerrarse. Era una locura, bien lo sabía, incluso con esa presión salvaje que lo instaba a gritar, a soltarlo todo, de correr junto al viento; no había forma de que saliera bien. Miró a Trips, sintiendo que sus ojos se aguaban a la par que sus manos sacaban la silla. El semental relinchó suavemente, preguntándole qué pasaba. Nigel negó con la cabeza, retrocediendo hasta que su espalda chocó contra la pared, dejando que su peso lo arrastrara hacia el suelo, sus piernas se doblaran y arrimaran a su pecho.
«¿Qué se supone que haré? No sé en dónde estoy, en dónde está mi casa, no sé montar un pegaso», lloró, ocultando la cara entre los brazos. Trips lo llamó, tocándolo con la punta del ala, asegurándole que no lo dejaría caer, no hasta que al menos estuvieran en algún sitio seguro. Nigel negó con la cabeza, consciente de que aquello era poco. La repentina idea de no poder nunca regresar a su hogar empezó a ser como un enorme fardo que aplastaba su cuerpo contra el suelo. En algún momento, Trips debió escuchar que alguien venía, pues Nigel se encontró con el animal relinchando y pifiando como siempre. Con cuidado, se puso de pie, saliendo de la casilla a tiempo para ver al patrón acercarse.
—¡Cincuenta y dos! Prepáralo para partir —ordenó, mirando en todas las direcciones, el disgusto en su rostro era acompañado por el cuidado con el que caminaba, mirando dónde ponía los pies. Nigel echó una mirada rápida hacia Trips, quien continuaba con su protesta y dejando en claro que no tenía ganas de estar cerca de ningún humano. Sin demora, Nigel asintió, intentando sacar al menos una soga para poder ponerle una rienda.
Desconocía si el patrón se quedaría a ver cómo cumplía las órdenes, pero la mirada del pegaso le dejó en claro lo que implicaba aquel momento. Tragó saliva, mirando una vez más a la silla que había intentado ponerle, antes de volver a fijar sus ojos en los del animal, quien le sopló, diciéndole que estaría bien. Con el corazón tembloroso y todavía débil, asintió con la cabeza, más para sí mismo que otra cosa, y sacó a Trips, quien caminaba sacudiendo la cabeza de un lado a otro, resoplando sonoramente.
Avanzaron en medio del establo, con todos los esclavos y sirvientes ocupados en sus tareas; algunos se detenían para verlos pasar, o simplemente los evitaban. Estaban a unos escasa distancia de la entrada cuando Trips le hizo la señal y empezó a estirar las alas en medio de un relincho y empezando como a enloquecer. Todo el establo comenzó a alterarse, como si hubieran lanzado una piedra gigante en un balde pequeño. Nigel sintió que sus pies abandonaron el suelo de repente, con todo su cuerpo pegado a la espalda de Trips, quien empezó a galopar con las alas abiertas. Pronto empezó a escuchar el sonido de disparos, y los movimientos del caballo, erráticos, hicieron que todo su interior se revolviera.
Si alguien le hubiera preguntado en ese entonces cómo se imaginaba volar en lomos de un pegaso, le habría dicho que seguramente era como montar a un sleipnir, pero con alas. Y en el instante que Trips saltó hacia el cielo, derribando a unos cuantos capataces que empezaban a chillar a la par de los esclavos, sintió que había sido ingenuo, en todos los sentidos.
Volar con un pegaso era aterradoramente maravilloso. Su estómago se retorció cuando subieron hacia las nubes, creyó que perdería todo su pelo cuando el viento lo peinó con su aliento helado y cortante. Todo eso pensó, ocultando su cabeza contra el cuello de Trips, aferrándose a él con más fuerza de la que se creía capaz, apretando sus piernas contra los flancos hasta que el pegaso le pidió que se relajara.
Era algo que no podía describir. En cuanto estuvieron lejos, casi tocando las pocas nubes blancas que había ese día, Nigel sintió que su cuerpo se soltaba. Sus manos dejaron de aferrarse con desesperación a Trips, sus piernas se acomodaron y sintió que su cadera se enderezaba. Dentro de sí, aquello que había estado dando coces, pareció encontrar lo que buscaba, llenándolo de una sensación de tranquilidad que poco a poco se extendió por todo su cuerpo. Abrió los ojos, viendo el mundo por primera vez.
Perdió el aliento y sintió que su corazón se ensanchaba, una sensación preciosa, que empezó a envolverlo con el viento que peinaba sus cabellos. La risa se apoderó de él, una carcajada que nunca habría esperado sentir, con todo su cuerpo sintiéndose ligero, parte de todo aquello. El horizonte era amplio, el sol le sonreía y el mundo lo saludaba con una pequeña bandada de pájaros que alzaron vuelo desde un estanque lejano. Sintió que sus mejillas se iban a partir en dos, no había nada que le impidiera ser.
Y Trips sonrió con él.
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