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Potro de Invierno

La peor parte de la rutina era ir a dejar los fardos. Sus brazos ya se habían acostumbrado a levantar el peso, sus piernas habían encontrado la forma de mantenerlo de pie y hacerlo avanzar sin que se tambaleara cual potrillo. De su frente caían las gotas de sudor, pero la mantenía alzada, fija en su destino. Y precisamente por donde tenía que pasar era que odiaba esa parte del día a día. Trips solía pifiarle para que se apresurara, dando coces hacia las paredes –por obra y gracia de Nae-Op no estaban destrozadas– y relinchando para que le deje estirar sus alas.

Nigel solía evitar la casilla, especialmente luego de que un capataz lo hubiera lanzado, una primavera atrás, al interior en medio de una de las locuras de Trips. Desconocía qué había pasado en ese desacato del animal, pero desde entonces lo había estado siguiendo con la mirada cada vez que pasaba cerca, intentando convencerlo de salir al prado más cercano. Nigel cada tanto se encontraba tentado de hacerlo, especialmente cuando los latigazos y gritos eran insoportables al final de la jornada.

Bufó cuando lanzó –dejó caer– el pesado fardo sobre el resto, desequilibrándolo. Cayó de rodillas antes de girarse y apoyar la espalda contra el montón de pasto seco. Escuchaba el movimiento afuera, de los sirvientes y esclavos que movían todo para organizar una fiesta que a la esposa del patrón se le había ocurrido organizar. Movió el hombro, sintiendo una queja allí donde Samantha le había golpeado con su refinado abanico, luego del puntapié "accidental" de su prometido. Cerró los ojos, imaginando que estaba en cualquier sitio menos aquel, antes de soltar un largo suspiro.

Escuchó el sonido de unos pasos que se acercaban y se irguió de inmediato, casi sin darse cuenta de la muda protesta de sus pies ante aquello. Trips bufaba, quejándose de que no era justo hacerlo esperar tanto, pero Nigel hizo oídos sordos a cualquier sonido, centrándose en la joven que entraba al lugar con una estela de taconeo que se perdía un poco entre los otros ruidos del establo. Era una de las chicas más bonitas que había visto, vestida con ropas de un azul oscuro, ojos afilados y cabello tan brillante como el sol.

—Perdona, ¿ese es el famoso caballo Trips del señor Hamilton? —preguntó, señalando con la barbilla al semental, quien resopló y golpeó el suelo con un casco. Nigel asintió con la cabeza, sintiendo que todo su cuerpo estaba paralizado—. Da un poco de pena, ¿no crees? Tan bella criatura... Y claramente no es de las que se pueden domar con facilidad. —Nigel estaba seguro de que el caballo había arqueado el cuello, orgulloso, ante las palabras. Rodó los ojos, intentando ignorar la fanfarronería, antes de esbozar una sonrisa de disculpa en dirección a la señorita—. No es necesario tanto silencio, puedes dirigirme la palabra, no voy a delatarte con el señor Hamilton. ¿Cuál es tu nombre?

Una sensación amarga le recorrió el cuerpo y señaló su brazo, allí donde la marca que le habían dado al llegar, una mancha algo más oscura que su piel. Ella lo miró confundida, pero se acercó de todas formas, viendo lo que sea que hubiera en aquel lugar. Se quedó un momento allí, inundando su nariz con un olor a jabón y algo dulce. Apartó la cabeza, sintiendo que toda la sangre de su cuerpo empezaba a hervir. La escuchó chasquear la lengua y de reojo vio como negaba con la cabeza, con un gesto de desaprobación total.

Sin previo aviso, lo tomó del codo, llevándolo hacia donde ella quería. Y de inmediato se liberó del agarre, llamando su atención. Abrió la boca para excusarse, para pedirle disculpas por su mal comportamiento, incluso sabiendo que no era capaz de formar alguna letra, ni la más sencilla.

—¡Wendy! Ahí estabas, creí que tendría que buscarte por todos lados y aun así no te encontraría —dijo otra voz, más aguda y potente. Una chica caminaba hacia ellos, vestía como hombre y su piel era la más peculiar que Nigel había visto en su vida, con manchas blancas en una mejilla y parte superior de la cara. Una melena rubia se movía libremente por su espalda, acompañando sus pasos con una suavidad que sólo podía compararla con el movimiento de los caballos que llevaban a las damas más refinadas.

—Opal, debería decir lo mismo de ti —refunfuñó la primera, cruzándose de brazos. Opal no pareció percatarse de su presencia, con sus ojos de un azul mucho más intenso, como el cielo del mediodía, fijos en Wendy. Gran parte de la conversación se perdió en la memoria de Nigel, concentrado en las dos jóvenes que parecían tener su edad.

No supo qué pasaba hasta que la que vestía como hombre se paró frente a sí, apenas más bajita que él. Lo miraba como si fuera un potro al que no sabía si comprar o no, viendo si sus patas raquíticas podrían sostener a una persona o sería un tormento. Retrocedió un paso, consciente de que no debería estar quieto tanto tiempo, no cuando el capataz había sido claro con lo que debía hacer. Hizo un gesto de disculpa y corrió hacia la salida, conteniendo las ganas de girar la cabeza hacia atrás, donde las dos jovencitas se habían quedado.

Afuera, no tardaron en llamarlo, gritándole que debía ir de inmediato a acomodar las mesas que faltaban. Un hombre de piel más oscura que la suya, vestido ricamente de blanco, gruñó algo cuando pasó cerca, secundado por una mujer parecida que ocultaba parte de su rostro detrás de su abanico. Más hombres y mujeres se quejaban cuando pasaba cerca de ellos; las disculpas se agolpaban contra su boca, queriendo salir, sin éxito.

—Ah, Mike, ya era hora de que aparecieras —dijo Samantha al verlo. Nigel inhaló hondo antes de agachar la cabeza y hacer una profunda reverencia a la señorita. Ese día vestía de rosa, llena de detalles que arrancaban brillos del sol, el cabello recogido le daba un aire más parecido al de su madre, quien caminaba de la mano del patrón entre los invitados que iban llegando—. Ve a buscarme unos tragos para Joseph, sus amigos y yo. Recuerda que no deben ser los de los señores Thompson, que estén lo más frías posibles. Anda, ve, ¡no te quedes como estantería!

Conteniendo un suspiro cansado, dio media vuelta y trotó hacia la mesa más cercana de alimentos, tomando una bandeja vacía en la que comenzó a poner las copas que cumplían con las exigencias de Samantha. Antes de alejarse de la mesa, buscó con la mirada a la señorita, antes de dirigirse hacia allí, sorteando a los invitados y sirvientes que se cruzaban.

Durante toda la fiesta se encontró caminando de un lado a otro del jardín principal, acomodando las sillas y mesas cuando llegó la hora de la comida; armando y desarmando las tiendas para los juegos de mesa, así como cuando algún invitado lo pedía. Para la tarde, cuando el sol daba con toda su fuerza sobre ellos, Nigel apenas era capaz de distinguir entre cansancio y dolor. Cualquier momento de quietud era un alivio, cualquier pequeño trozo de comida dejado era una alegría para su estómago, así como los tragos de agua del pozo que conseguía.

Para el final de la fiesta, se veía incapaz de dar otro paso, de cargar cualquier bandeja o mueble. Incluso sus pies se negaron a mantenerlo por más tiempo, haciendo que tropezara y derramara una bandeja llena de vino sobre unos invitados. Un silencio tan aterrador como el que había seguido a las diomenedas se hizo presente. Como si le hubieran dado una coz, su cabeza se despejó de cualquier cansancio y su cuerpo pareció recordar lo que debía estar haciendo. No se atrevió a levantar la mirada, simplemente se tiró al suelo, maldiciendo a su garganta cerrada y a las lágrimas que le quemaban las resentidas mejillas. Escuchaba los chillidos y las quejas que lo rodeaban, sentía los escupitajos acompañados por miradas que laceraban su cuerpo. Lo levantaron de golpe, tirando de sus brazos sin contemplación.

«Quizás, por fin, podré encontrarme con Papá», pensó cuando empezaron los latigazos. Abrió la boca para gritar, sin emitir ningún sonido realmente. Era incapaz de cubrirse, por más que sus manos estuvieran alrededor de su cabeza.

—¡Deténganse, he dicho! —vociferó alguien. Nigel no se movió, consciente del ardor de su espalda e incapaz de mover su cuerpo en cualquier dirección. Oyó el tintineo de las hebillas, unas botas pesadas que se acercaban a donde estaba, y cómo una sombra, probablemente el dueño de la voz, se iba imponiendo sobre él. Una mano callosa lo tomó del mentón, alzando su mirada con cuidado.

Nigel no había visto, en las cinco primaveras que llevaba allí, un rostro tan contradictorio como aquel; tenía una barba prolija, un rostro delgado y fino con una cicatriz sobre el ojo izquierdo; cargaba un par de pistolas y sus ropas –elegantes– le daban el aspecto de estar en constante movimiento. Lo miró en silencio, girando su mandíbula de un lado a otro, siempre en silencio y arrodillado. Cuando lo soltó, Nigel bajó la cabeza, temblando, incapaz de escuchar lo que estuvieran diciendo a su alrededor.

Esa noche, al regresar a los establos, se encontró a sí mismo caminando hacia la casilla del pegaso salvaje; el corazón bombeando fuertemente, con la cabeza ya cabalgando por cualquier sitio menos aquel. Maria lo había intentado, otros habían pagado por ella, y él se había quedado solo. Los nuevos no eran más que caras vacías, más ajenas que las de los refinados sirvientes. Algo dentro de sí empezaba a dar coces, a encabritarse y relinchar.

—¿Qué viste en mí? —susurró al semental cuando llegó. El animal alzó sus orejas, apuntando en su dirección, respiró hondo antes de tocarlo con el hocico en pecho, resoplando suavemente, enviando una sensación cálida por todo su cuerpo. Nigel alzó sus manos, acariciando el hocico, con una delicadeza que le sorprendió incluso a sí mismo, luego las mejillas y luego rodeando el cuello. Trips gimió, abriendo ligeramente sus alas, rodeando su cuerpo.

Lloró en silencio, enterrando su cabeza contra el cuello del semental, en un escondite cálido que hacía palpitar con fuerza a su corazón. Por primera vez, sintió que comprendía lo que pasaba.

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