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Potrillo de Otoño (8)

La unicornio no se comportaba mejor con cada día que pasaba, casi lo contrario. Nigel se había encontrado cada mañana cepillando el pelaje plateado del animal, evitando mordidas y patadas por los pelos, barría la paja, sacaba al unicornio, pulía su cuerno y cascos, siempre escuchando las burlas de la yegua.

La señorita Samantha pasaba a verlo día por medio, pidiéndole que la ensillara y la llevara a dar una vuelta. En todas las salidas, la yegua refunfuñaba, resoplando ante la idea de cargar una vez más a la joven. Ella parloteaba una vez llegaban al predio donde podía andar con la unicornio por cualquier sitio.

—Ay, Mike, ¿sabes? He recibido tantas propuestas para bailar la última semana que espero estar encontrando un buen candidato. Será una pena tener que dejarte con mi padre, pero él no quiere dejarme ni un solo esclavo, ni siquiera a mi criada, ¿puedes creerlo? Más vale que el que desee casarse conmigo pueda conseguirme esclavos y criadas tan buenos como ustedes.

Nigel se limitaba a asentir con la cabeza, caminando sin dirección a lo largo del predio, intentando disfrutar de la falsa sensación de libertad que lo recorría. A veces incluso veía al patrón pasar con un pegaso, con su rifle de cacería.

—Mi padre me contó que hay monstruos capaces de hablar con los caballos, ¿puedes creerlo? Dice que parecen humanos, pero en realidad son abominaciones. —Se sacudió por un escalofrío, y Nigel sintió que tenía ganas de vomitar. Forzó una sonrisa, apretando un poco más el paso—. Mi tutora dice que se los reconoce por su cara larga y ojos muertos.

«No tengo cara larga, ¿o sí?», se preguntó, conteniendo las ganas de pasarse la mano por la mandíbula. Su mente dejó de prestar atención a todo, centrado en dar un paso delante del otro, cada vez más desesperado por terminar el recorrido. La señorita continuó con su cháchara, haciendo que asintiera con la cabeza de vez en cuando, aunque no escuchaba ni una palabra.

Al volver y dejar que Samantha regresara a la mansión, quedando libre para poder ocuparse de su unicornio, sintió que podía respirar. Miró a los alrededores, donde varios de sus compañeros esclavos estaban acomodando todo para lo que parecía ser una fiesta.

—No tengo cara larga —murmuró cuando estuvo solo en la caballeriza. El unicornio bufó, riéndose a su costa—. La gente habla con los caballos, ¿no? El amigo de Maria lo hace, pero no te entiende —continuó, sintiendo que parte de los nervios empezaban a irse.

Estuvo un rato más, terminando de cepillar los cuartos traseros, cuando escuchó pasos apresurados. Se asomó al pasillo, intentando ver de dónde venía la conmoción. Maria, con su cabello marrón cortado al ras de la cabeza, corría, mirando sobre sus hombros. Iba tan apresurada que no notó su presencia, ni siquiera cuando él intentó detenerla. Quiso llamarla, pero su voz no acudió.

Pronto escuchó más pasos y voces furiosas. Instintivamente, adosó su espalda a la pared, sintiendo que el corazón iba a salirse de su pecho. Hombres vestidos con las ropas finas pasaron corriendo, látigos colgaban de sus cintos, junto con alguna que otra pistola. Gritaban algo sobre escape y detener a un esclavo. El unicornio relinchó, molesto por tanto escándalo, antes de exigirle a Nigel que le diera algo de comida para luego dormir su tan preciada siesta. Con el corazón en la garganta, acercó un fardo de alfalfa antes de ir tras el escándalo.

Los ancianos nunca paraban de contar a la noche, ocultos bajo las mantas raídas, con los pies helados por el viento que se colaba por la puerta, cómo los dioses habían creado a sus hijos. Nae-Op había dejado a sus creaciones caminando entre la creación de la Diosa Blanca, pero que cada tanto los llamaba a mostrar su verdadera apariencia.

No supo cómo fue el cambio, si había dolor o no, quizás tuviera algo vistoso, pero no tenía forma de saberlo, más allá de ver cómo Maria empezaba a galopar, lanzando coces y encabritándose. De su cintura para abajo había aparecido un cuerpo equino de un color marrón claro, con una cola del mismo color negro que su cabello. Nigel se apartó del camino antes de recibir una patada, cubriéndose la cabeza.

Maria dio un grito que se parecía a un relincho, antes de empezar a correr hacia la salida. Varios caballos se encabritaron, dando patadas en todas las direcciones, pidiendo salir o simplemente dejándose llevar por el momento. Los gritos de los capataces y guardias no hacían más que aumentar el caos que reinaba en el sitio.

Pronto en el establo quedaron solamente caballos alterados, junto con uno que otro capataz que latigueaba al aire, pidiendo orden. Sintiendo que el corazón estaba a punto de explotarle, empezó a intentar calmar a una yegua sleipnir, cuidando de no recibir una patada o mordida. Intentó murmurar algunas palabras, pero su garganta era incapaz de emitir algún sonido.

¡BANG!

El silencio invadió todo el lugar y Nigel se encontró con la curiosidad de asomarse por la ventana más cercana, deseando saber si vería o no el cuerpo de Maria tirado afuera. En las dos primaveras que llevaba allí, había visto cuerpos rodeados de sangre o muertos por falta de aire. Temblaba cuando se trepó al fardo más cercano, intentando ver hacia afuera.

Había una multitud que se movía como potrillos, e incluso le pareció divisar algo tirado en el suelo. Sintió que dejaba de respirar por un breve instante, el tiempo que necesitó la nueva Maria para levantarse de un salto, lanzando coces y echando a correr.

—Las creaciones de Nae-Op fuimos hechas para cabalgar bajo el cielo, no para estar bajo el yugo de la Diosa Blanca —había dicho ella una noche. Nigel le habría gustado decirle que lo entendía, pero si realmente había dioses velando por ellos, le parecía que tenían favoritismos—. Volveré a casa, así sea cabalgando el viento de regreso.

Nigel se encontró sintiendo que su cuerpo entero vibraba, listo para seguir a la desbocada Maria, quien se encontraba casi saltando las rejas más bajas del predio. Miró hacia el interior de las caballerizas, donde el caos continuaba reinando.

Unicornios, sleipnirs y los raros hipalectriones, quienes soltaban mezclas de relinchos con cacareos, todos estaban alborotados. Volvió a ver hacia afuera, sintiendo que parte de su pecho se encendía antes de correr hacia el fondo de los establos.

Nadie le prestaba atención. Ningún caballo lo detenía al pasar corriendo.

Al fondo, en una caballeriza especial, estaba el animal más alborotado de todos. Tenía la crin hecha de plumas negras, al igual que su cola y parte de las patas; el resto de su cuerpo era de un color arenoso. Miró hacia los costados, sintiendo que el corazón le latía con fuerza al escuchar a los patrones que se acercaban. Relinchos y bufidos furiosos salían del semental que tenía en frente. Levantó una mano, intentando llamar su atención, en vano.

—Ey, pegaso... —murmuró, sintiendo que se le cerraba la garganta. El animal lo miró antes de resoplar, relinchar y encabritarse, agitando las majestuosas alas en el pequeño espacio que tenía. Los insultos y amenazas no faltaban en toda aquella demostración de fuerza.

Quiso dar un paso tentativo hacia el frente cuando una mano lo agarró por el brazo, apartándolo de golpe. Un olor a sudor se coló por su nariz antes de escuchar los regaños sin sentido, seguido por el latigazo que le hizo querer gritar.

Lo arrastraron hacia el sitio donde solían comer y dormir todos los que eran como él. Una mujer de cabello castaño lo atajó cuando el capataz lo tiró hacia adentro, cerrando la puerta de metal a cal y canto. Nigel se acomodó sobre el suelo, abrazando sus rodillas mientras la mujer continuaba rodeándolo con sus brazos, como si quisiera protegerlo de algo. Miró alrededor, todos estaban inquietos, observando a la puerta lejana, esa hecha de barrotes de metal que permitían que pasara la cabeza de cualquier caballo. Esa que todos evitaban, especialmente de noche.

—Niñata idiota, habría sido mejor que la maten —escupió una mujer a la que le faltaban unos cuantos dientes.

—Maria ha logrado lo que tú no, admítelo, le envidias —respondió un chico que Nigel recordaba ver cerca de Maria durante las comidas. Tenía tres primaveras más que él.

—Dime lo mismo mañana, cuando no estén las diomenedas dando vueltas por esta celda de mierda —soltó un hombre, el cual jugueteaba con algo de su tobillo.

Nigel no escuchó mucho más, limitándose a mirar de reojo hacia la puerta de barrotes, considerando si debía o no adosarse más a la pared. En algún momento la mujer dejó de rodearlo con el brazo y sus pies se encontraron arrastrándolo hacia un pequeño rincón, alejado del resto, oculto tras un pequeño hueco en la pared, donde solía pasar parte de las noches. Sobre su cabeza, una pequeña reja dejaba que la luz del sol cayera sobre él. Le dolían los hombros y las rodillas cada vez que entraba allí, pero la ingenua tranquilidad le aflojaba un poco el nudo de su garganta, dejaba que las palabras no fueran como piedras atascadas.

Se pegó contra la pared, casi opuesto por completo al pequeño hueco por el que había entrado, y elevó sus ojos marrones, imaginando que no había líneas de hierro sobre su cabeza, que las nubes estaban más cerca de lo que parecía. Cerró los ojos, abatido por una pesadez repentina.

Volvía a estar en su granja, con Papá esperándolo en la puerta, sosteniendo las riendas de una yegua palomina, la cual agitaba sus alas emplumadas de vez en cuando. Mamá paseaba sobre Spot, disfrutando del día de mercado en el pueblo más cercano. Nigel corrió hacia donde estaba Papá, emocionado, con las lágrimas rodando por sus mejillas. Sus ojos iban y venían del animal a él, quedándose más tiempo en el cabello largo, atado en una simple trenza que caía por su hombro izquierdo.

—Tranquilo, potrillo, espera un poco más —le dijo, agachándose hasta quedar a su altura—. No te muevas.

Nigel abrió los ojos, notando por primera vez los gritos y el olor a sangre. Relinchos triunfales, llenos de palabras que Nigel habría preferido no entender. Sus piernas lo empujaron hacia arriba, pegándolo más a la pared, y sus manos cubrieron su boca cuando vio a una sombra pasar. Escuchó los resoplidos, el sonido de los cascos golpeando contra el suelo, e incluso le pareció escuchar que algo golpeaba la pared que daba a donde estaba.

Si le hubieran dicho lo que hizo ese día, Nigel se habría quedado en silencio, preguntándose cuánto podía creer realmente de lo que le decían. Con el corazón en la garganta, sus dedos se aferraron a cualquier grieta, sus piernas presionaron contra las paredes y de inmediato se encontró escalando las mismas. Subió hacia el cielo, hacia las nubes esponjosas, o eso quiso, pero la barra de hierro frenó a su cabeza, emitiendo un quejido cuando chocó contra la misma. Abajo, probablemente más abajo de lo que creía, le pareció ver cómo se asomaba un hocico pardo, con hilos de un líquido rojizo. Contempló, con horror, cómo se movía, dejando a la vista unos dientes algo más afilados que el resto de los caballos, antes de desaparecer.

Esperó, escuchando al silencio sepulcral, incluso cuando no hubo ni siquiera el sonido de cascos. No bajó hasta que el cielo comenzó a opacarse y sus piernas, entumecidas, empezaban a dejar de sostenerlo. Incluso en el suelo, sumido en la oscuridad y silencio, su cuerpo se apegó a la pared helada.

«Nae-Op, ¿qué me deparas para mañana?»

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