Potrillo de Otoño (7)
Tomó la pala y empezó a levantar el estiércol de las caballerizas para luego tirarlo en la carretilla. A su lado, Maria rastrillaba la paja sucia, con su cabeza pelada reflejando el sol del mediodía. Ninguno de los dos decía ni una palabra, ni siquiera se atrevían a soltar un suspiro o gemido. A sus espaldas, uno de los capataces caminaba con total tranquilidad, cada tanto haciendo sonar su látigo cuando uno de los más viejos paraba a recobrar el aliento.
Agachó la mirada, volviendo a juntar una gran cantidad de estiércol antes de que lo llamaran. Dirigió sus ojos en la dirección de la voz, encontrándose con la hija de su señor, una muchacha de rasgos como pajarito, cabello negro como un pozo, vestida de dorado. Inmediatamente bajó la mirada y caminó hacia ella, con la pala todavía en la mano.
—Ensilla mi yegua —ordenó, con su voz estridente. Asintió con la cabeza, hizo una reverencia antes de dar media vuelta y dirigirse a una caballeriza donde un unicornio de pelaje blanco, casi plateado, esperaba. El caballo no hizo más que echarle una mirada antes de soltar un resoplido, moviendo la cabeza hacia donde estaba la cerradura de su caballeriza.
Nigel tomó unas riendas que colgaban cerca y, siseando para calmar al animal, pasó el bocado y las correas. Palmeó con cuidado el costado de la unicornio, rogando por dentro que se mantuviera calmado, y le colocó la sofisticada silla. Ajustó las correas antes de salir con la yegua de pelaje gris claro junto a sí, pifiando y rezongando sobre cómo le apretaban las botas.
La señorita lo miró, no sin la conocida mueca de asco, y esperó que le acercaran todo lo que le hacía falta para subirse. Otros tantos se acercaron y dejaron una pequeña escalera a un costado de la yegua, la cual no paraba de rezongar por lo bajo, incluso cuando su dueña se subió a su lomo.
—Llévame a dar una vuelta —ordenó, enderezando su espalda y acomodando su falda alrededor de sus piernas, quedando casi como si fuera parte de la bestia. Un escalofrío le recorrió la espalda ante la idea, pero se obligó a mantener todo el cuerpo quieto, todavía sintiendo la vieja herida en su espalda. Respiró hondo, tirando de las riendas hacia el frente, guiando al enfadado equino que no paraba de sacudir la cabeza de lado a lado.
La mansión a su alrededor tenía un inmenso predio verde, lleno de arbustos, que varios esclavos asignados a la jardinería mantenían en condiciones. Pasaron lejos de allí, tratando de mantener al unicornio lo más lejos posible de los adornos. Dieron una vuelta hasta llegar a un campo, un espacio abierto donde algún que otro árbol permitía que hubiera algo de sombra. No había nada de sonido, más allá de los tintineos que producían los adornos de la señorita o del caballo.
—¿Cuál es tu nombre, esclavo? —preguntó ella de golpe. El que se dirigiera directamente a su persona lo dejó confundido por un momento. Frunció el ceño, manteniendo la mirada baja, antes de separar los labios. Ningún sonido salió de su garganta, como le había pasado antes. Soltó un suspiro y apretó el puño libre antes de esbozar una sonrisa y señalar la marca en su brazo—. ¿Mark? ¿Ese es tu nombre? Es horrible —dijo, sacudiéndose de golpe. Nigel rodó los ojos en cuanto volvió a ver al frente—. Te llamaré Mike, es más bonito, ¿no crees? Bueno, al menos tu nombre será bonito —añadió, casi como si fuera algo que él debía saber.
Rodó los ojos, continuando con el paseo, ignorando la risa mal contenida de la unicornio. En todo el trayecto, la niña no paró de parlotear sobre lo que sea que pasaba por su cabeza, aparte de su nombre y por qué se lo había elegido. Al regresar a los establos, la niña bajó de la montura, de nuevo con ayuda de otros esclavos, y se dirigió hacia él. Nigel sabía que había crecido, que sus piernas y espalda se habían estirado un poco más, lo había notado con la facilidad con la que comenzaba a alcanzar las sillas cada vez más altas, pero en cuanto la señorita se paró frente a él, exigiéndole que la mirara a los ojos, notó la radical diferencia.
No tenía idea si debía o no mantenerse derecho, pero la joven no se molestó en darle tiempo para pensarlo, pues de inmediato lo agarró de la muñeca, arrastrándolo. Un pánico salvaje se apoderó de su cuerpo, obligándolo a retirar su mano de un tirón, casi arrastrando a la señorita con ese movimiento. El silencio sepulcral que invadió al sitio era abrumador; estaba seguro de que todos los ojos estaban fijos sobre su persona y la de la joven, quien tenía las mejillas coloradas.
—Mike, dame tu mano, ahora mismo —ordenó, apretando los dientes. Intentó balbucear una respuesta, en vano, pero asintió y la siguió a la mansión, mirando a sus pies. Una y otra vez empezaba a recordar las palabras de los mayores, quienes susurraban historias de lo que ocurría cuando uno de ellos se rebelaba. Casi siempre acababa con el esclavo muerto o mutilado.
Las puertas se abrieron con unos sirvientes de mejor aspecto, con la piel libre de cualquier mancha de sol, narices respingadas y ropas bien hechas. Adentro, la mansión era una inmensa construcción llena de ventanales a medio abrir, dejando pasar algo de luz dorada que se reflejaba en el piso blanco, en los costosos jarrones adornados y, quizás, alguno que otro espejo. Al pasar cerca de uno de ellos, apenas pudo reconocerse. Nada quedaba de su largo pelo que solía llevar atado a la altura de la nuca, sus brazos se veían como patas de caballo, la ropa flotaba sobre su cuerpo y su rostro parecía el de un muerto. Tragó saliva, apartando la mirada de golpe.
La señorita los llevó por unas escaleras inmensas, donde seguramente podrían haber entrado como dos caballos de perfil, y aun así no se tocarían. Caminaba dando la menor cantidad de pasos posibles al notar que sus pies iban dejando huellas que pronto eran limpiadas. Subieron hacia una segunda planta, donde lo que más se podían ver eran puertas y alguna que otra ventana que permitían la iluminación. Ella caminaba con pasos rápidos, cortitos y seguros, hacia una puerta que tenía un escudo representando dos unicornios opuestos que chocaban sus cuernos con un destello. Llamó dos veces antes de que una voz grave la invitara a pasar.
En las historias que circulaban por las noches, antes de cerrar los ojos, siempre contaban sobre cómo el patrón los llamaba, con su voz grave, ataviado con las ropas más caras que pudieran imaginar y sus rasgos eran tan severos como los latigazos que les daban. Nigel, aunque admitía que las ropas no eran las más caras que pudiera imaginar, eran bastante más complejas y delicadas que las que él mismo llevaba, encontró que parte de las descripciones se acercaban bastante. Detrás de un escritorio tallado, con el mismo escudo que había en la puerta, estaba el patrón. Tenía cabello canoso, ojos negros y piel apenas arrugada, pero eso no impedía que incluso sentado resultara intimidante.
—¿A qué se debe tu visita, Samantha, hija mía? —preguntó, mojando una gran pluma negra en el tintero, sin levantar los ojos de su libro.
—Quiero que este esclavo sea el que se ocupe de mi unicornio —dijo de golpe, sorprendiendo más a Nigel que al patrón, quien no se molestó en dar algo más que una mirada aburrida en su dirección.
—¿Algún motivo en particular?
—Porque no habla —se limitó a responder. El patrón no dijo nada por un buen rato, dejando que el sonido de su pluma contra el papel fuera todo lo que ocupara al cuarto. Hizo un gesto firme con la cabeza, una afirmación, antes de decirles que podían retirarse. Nigel de inmediato agachó la cabeza y se corrió hacia un costado, dejando que la señorita pasara frente a él antes de seguirla.
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