Potrillo de Otoño (6)
La carreta se detuvo de golpe, despertándolo. Todo el cuerpo le dolía y le ardía la cara. Había empezado a clarear, permitiéndole ver quiénes eran los otros que lo acompañaban. En su mayoría, parecían ser adultos, casi tan grandes como Papá, de pieles más oscuras y con una que otra larga pluma en alguna de sus prendas, o vestían como el señor Stevens.
Una niña le sonrió antes de bajarse ante la orden del hombre que seguía pareciendo un espantapájaros a la luz del sol. Nigel se vio arrastrado por el pie, allí donde la cadena se aferraba a su ser. Bajó a tropezones, casi estampándose contra el suelo. Escuchó una risa entre dientes a sus espaldas, pero todo lo que pudo ver fue la mansión que tenía en frente. No le cabía ninguna duda de que allí dentro podría entrar toda su casa, incluso los establos. Un chasquido demasiado cerca de su oído le hizo encogerse en el lugar.
No entendió qué le decían, pero las cadenas volvieron a tirarle el pie, llevándolo hacia lo que identificó como una caballeriza. Era un pasillo largo, de madera, con caballos de todos los tipos y colores a ambos lados. Los animales bufaron, quejándose del olor que tenían, de sus apariencias o molestos por el repentino movimiento. Algunos estiraron sus hocicos hacia ellos, pero un chasquido y bramido de quien fuera el que los dirigía, le impidió tocar al animal.
Los llevaron hasta el fondo, donde varias personas lo tomaron, sacándole la cadena del pie, pero impidiéndole dar cualquier paso sin que lo tironearan de los brazos. Quitaron sus ropas de un tirón y le metieron otras, más ásperas, antes de empujarlo a otro grupo, chocando contra un hombre enorme, aterrador, quien lo miró molesto antes de continuar caminando hacia una puerta. Sin saber qué hacer, siguió al resto a una habitación caliente. Más manos lo tomaron y, antes de que entendiera qué pasaba, sintió que su piel se prendía fuego.
Intentó gritar, pero fue incapaz de pronunciar cualquier sonido. Lo soltaron y más manos lo agarraron, llevándolo a otro lado donde le tiraron algo que le hizo saltar más lágrimas cuando le tocaron la zona herida por la quemadura. Con una venda apretada y el mundo borroso, lo empujaron hacia otra puerta, donde se encontró con más manos que lo sujetaban por un momento. Un chasquido más le hizo encogerse en su lugar. Oyó una voz gritona que no podía entender; las palabras le resultaron ajenas y todo lo que podía hacer era mirar al frente, donde solo veía telas marrones y brazos desnudos con las vendas alrededor de una parte.
Siguió a la gente en cuanto notó que estaba rodeado. El aire empezaba a faltarle, pero no había dónde correr y sus pies seguían al montón. Miró al cielo, justo cuando un pegaso palomino pasaba sobre él, y fue lo último que vio antes de que se interpusiera el techo de donde sea que estuviera en ese momento.
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