Potrillo de Otoño (5)
—Hablar con los caballos es algo que el tío Mark hacía seguido —comentó Edward en la cena. El señor Stevens levantó la cabeza y la vista de golpe, cual cazador, y todos en la mesa parecieron silenciarse. Mamá, a su lado, se puso rígida y apretó la mano de Nigel. «¿Qué tiene de malo?», quería preguntar, pero una mirada rápida a sus Tías le indicó que era mejor no abrir la boca.
El tema no era nuevo, Papá incluso le había comentado algo sobre aquello.
—Hay muchas clases de personas en el mundo, hijo, tú y yo, también tu madre, somos distintos a otros. Los caballos son distintos con nosotros. —Comenzó una mañana, una de las primeras en las que lo había llevado al establo.
—¿Por eso Laura y Edward no los pueden entender? —preguntó, sentado en un fardo de alfalfa. Recordaba estar jugando con un pegaso de madera, imaginando que volaban por un cielo azul.
—Precisamente.
Parpadeó, sorprendido de encontrarse sentado en la mesa, cenando. Espantó los recuerdos con un sacudón y continuó comiendo, escuchando a medias lo que decían los demás. Tía Margaret estaba hablando sobre las diferentes telas y formas de tejer. Las Tías Amanda y Claudine guardaban silencio, concentradas en sus asuntos. Solo Edward y Laura parecían dispuestos a hablar, en especial la segunda, quien pronto comenzó a contar cómo era Papá.
El silencio se impuso en la sala cuando Mamá golpeó la mesa.
—Mark era de trato fácil con los animales, no hay nada más que decir —declaró, apartándose de la mesa y dejando el comedor con un portazo que sacudió todo el ambiente. El señor Stevens se quedó en silencio por un rato más antes de dirigirse hacia Nigel.
—¿Tú también tienes un buen trato con los caballos?
En cualquier momento, le habría respondido que no, la mayoría de ellos lo miraban pasar y se quejaban de su trabajo. Abrió la boca, tomó aire, pero no fue capaz de pronunciar ni una sola palabra. Fue la Tía Margaret la que intervino, alegando que era tan bueno como cualquier niño que aprendía un oficio. Aun así, el señor Stevens no parecía convencido, pero no dijo nada al respecto.
A partir de ese día y por los siguientes, Nigel sentía sus ojos sobre él, siguiendo cada uno de sus movimientos, observando las tareas que realizaba. Quizás por eso mismo Mamá le impidió seguir trabajando en el establo; mandándolo a cuidar de los otros animales, reemplazando a Laura; otro día lo envió a trabajar la huerta, siempre lejos del establo. El señor Stevens siempre estaba cerca, listo para hacer alguna pregunta que a Mamá o a las Tías les parecía inquietante.
De eso hacía casi un mes. Y esa noche, Nigel se encontró mirando al techo, incapaz de dormirse a pesar de que su mente y cuerpo pedían a gritos acabar el día. Se retorció sobre sí mismo hasta que las sábanas se soltaron y terminaron enredándose entre sus piernas. Resignado, salió de la cama, dispuesto a conseguir un poco de agua para ir al living y ver el cielo nocturno; quizás con ello podría conciliar el sueño. Salió al pasillo, teniendo cuidado de en dónde ponía los pies, intentando recordar cuáles eran las tablas que chillaban.
Iba por la mitad del pasillo cuando escuchó un ruido que lo congeló en el sitio. Frunció el ceño, acercándose a la puerta más cercana. Era el cuarto de las Tías y Mamá, quienes conversaban en voz baja de algo que Nigel no pudo descifrar. «Quizás hablan de la granja en general», se convenció antes de continuar caminando.
—Si será un hijo de puta... —Escuchó que decía el señor Stevens desde su cuarto. Su corazón latió con fuerza, casi ensordeciéndolo, y por un momento se encontró debatiendo si acercarse o no, y pegar la oreja a la puerta.
Los pasos del señor se hicieron escuchar y de inmediato se ocultó detrás de una pequeña cómoda que estaba justo al lado de la puerta. La luz invadió el pasillo durante un momento, antes de marcharse con el hombre. Durante todo ese tiempo, Nigel se negó incluso a respirar, y no asomó la cabeza hasta que los pasos se alejaron lo suficiente. Oteó con cuidado antes de gatear hacia el cuarto que había abandonado el hombre.
Cerró la puerta y dejó salir un suspiro. Giró sobre sus talones y se encontró preguntándose qué se suponía que estaba haciendo allí. Miró alrededor, reconociendo vagamente al cuarto como el que habían ocupado sus padres en su momento. Si se concentraba, casi era capaz de ver con exactitud allí donde habían estado los cuadros y estanterías llenas de libros y pergaminos. En su lugar, todo lo que había eran pilas de otros libros, mucho más gordos, botellas y frascos que reflejaban la poca luz que pasaba por las cortinas. Echó una mirada hacia la puerta antes de dar un paso.
A su derecha, donde había un escritorio que había funcionado como un tocador para Mamá, le pareció ver un rayo de luna que caía directamente sobre una nota particular. Miró hacia la puerta, afinando el oído, antes de volver a concentrarse en la nota. Tomó el papel con cuidado y se acercó a la ventana, asomándose por un momento, viendo el mundo nocturno desde allí. Bajó la mirada y frunció el ceño. Papá les había enseñado algunas letras, pero aquellas parecían garabatos vagamente familiares, con rulos, puntas y líneas que volvían ilegible a todo.
—La... gran... —murmuró, sentándose con las piernas cruzadas. "La granja es inmensa. Podemos hacer negocios y cumplir con lo acordado." Frunció el ceño, sintiendo que su cabeza empezaba a dolerle. Iba a continuar leyendo cuando la puerta se abrió de golpe, sobresaltándolo.
La silueta del señor Stevens le recordó al monstruo que sus primos solían contarle cuando tenían ganas de asustarlo. Lo describían como un hombre alto, con las sombras que ocultaban sus rasgos grotescos por comer niños y siempre portaba una lámpara. Nigel en ese momento les habría creído, los ojos del señor eran idénticos a los de las diomenedas, listos para destrozarlo de una dentellada. La mirada del adulto cayó sobre sus manos antes de volver a verlo.
—¿Qué haces? ¿No deberías estar durmiendo? —preguntó, dando un paso hacia él. Se puso de pie, sin saber si podría o no correr hacia la salida—. Nigel, pórtate bien y dame ese papel —dijo, extendiendo una mano. Las manos de él se cerraron sobre el mismo, resguardándolo contra su pecho. Empezó a sentir que le temblaban las piernas y el corazón casi lo ensordeció. Su espalda se pegó a la ventana al mismo tiempo que el señor Stevens daba dos pasos en su dirección.
Sin pensarlo, se lanzó a correr, esperando poder esquivar al hombre. Por un momento creyó que podría escaparse, pero un tirón a la altura del cuello le hizo saber lo contrario. Quiso gritar, pero de inmediato sintió la mano del hombre sobre su boca; olía a vino y cera.
—Eres idéntico a tu padre... y empieza a enfermarme el verte —susurró contra su oreja, arrastrándolo hacia afuera. Miró en todas las direcciones, esperando que Mamá o las Tías salieran a ver qué era todo el escándalo, quizás incluso sus primos. El señor Stevens lo llevó hacia afuera, alzándolo y forcejeando con él, hasta llegar a los límites de la granja. Varias pesadillas empezaron a trotar alrededor de ellos, con sus crines polvorientas sacudiéndose por un viento inexistente. Cerró los ojos y volvió a intentar gritar, pero fue en vano.
Un montón de relinchos llamó su atención. Estaban enojados, resoplando por la falta de sueño y el largo viaje, sus ojos se abrieron de par en par. Los cuernos de las bestias emitían un brillo frío en la noche, sus barbas de chivo estaban trenzadas, sus ojos de pupilas afiladas se fijaron en él por un momento antes de golpear el suelo con sus cascos. Pifiaron y un hombre flaco como un espantapájaros se bajó de la parte delantera.
—Ah, Liam, pensé que querías hablar de negocios, no hacerlos —dijo con una voz desagradable a los oídos de Nigel. El señor Stevens lo había bajado, pero lo sostenía con una fuerza inesperada del brazo. Sentía que las lágrimas caían por sus ojos, su corazón palpitaba con fuerza y no paraba de echar miradas a la parte posterior de la carreta, donde podía distinguir unos cuantos pares de ojos mirándolo.
—Hubo un cambio de planes, Joseph —contestó, tironeando de Nigel—. Y este es el peor de toda la casa.
—Ah, es idéntico al Loco Mark. —Se relamió los labios, volviéndose más monstruoso bajo la luz tenue de los unicornios—. ¿Es igual de demente que el padre?
—No tengo idea, pero es muy probable. Ya sabes cómo son esos, se reproducen y dejan crías peligrosas en un mundo tan puro como el nuestro. —Escupió al suelo, justo a los pies de Nigel, quien sentía que su garganta se iba cerrando—. Espero que lo puedas enderezar —dijo antes de lanzarlo contra el hombre, quien atrapó sus hombros entre sus garras sin problemas. Apestaba a estiércol y sudor, lo apartó un poco, examinándolo con esos ojos como canicas que acompañaban a la sonrisa torcida llena de dientes amarillentos.
En cuanto estuvo satisfecho, lo lanzó hacia la parte posterior de la carreta, atándolo con unas cadenas antes de volver a hablar con el señor Stevens. Intentó abrir el grillete, en vano, y una mano se posó sobre la suya, callosa y áspera.
Una mujer mayor lo miraba a la vez que negaba con la cabeza. Nigel no supo qué pasó entre los dos hombres, pero la anciana lo abrazó, tarareando muy por lo bajo una canción que lo adormeció.
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