Potrillo de Otoño (4)
El día comenzaba a ser cada vez más corto, aunque el sol se mantenía más tiempo en el firmamento. Nigel comenzaba a aprender a limpiar las pezuñas; Spot le indicaba con un relincho cuánto debía cortar. Iba por la sexta pata de ocho cuando escuchó que alguien entraba. Quiso asomarse para ver quién era, pero algo le hizo quedarse en donde estaba, medio oculto por el cuerpo inmenso del capón de pelaje marrón y negro. Algunos caballos resoplaban, aunque no agregaban nada más que un "huele a estiércol" o similar.
Con cuidado, pasó por entre las patas del caballo, dejando todas sus herramientas en el suelo, y se arrastró hasta un pequeño hueco entre las maderas que daban al resto de los establos. Junto al señor Stevens había un hombre petiso y barrigón que a Nigel le recordó a uno de los huevos que la tía Claudine había traído alguna vez, unos redondos y blancos. Llevaba un sombrero similar al del señor Stevens, incluso los colores y las prendas se parecían, ¡y tenía el bigote! «¿No le picará la cara?», se preguntó mientras los observaba.
Era imposible escuchar de qué estaban hablando, pero los veía admirar a los caballos de una forma que le resultó inquietante. Papá lo había llevado a otras granjas para ver caballos, pero nunca había visto esa expresión en él. Se asomó un poco más y recién entonces las voces empezaron a tener sentido.
—Se ven en excelente estado, Liam. Esto podría ser un gran negocio —decía el hombre huevo. Nigel frunció el ceño, pegándose a la pared y esforzándose por escuchar un poco más—. Me encantaría continuar con la charla, pero sabes lo difícil que es venir de la Ciudad a este paraje olvidado. Admiro tu habilidad para soportar a estos centauros... —escupió la última palabra.
El señor Stevens soltó una carcajada y negó con la cabeza.
—Son mansos, en su mayoría —dijo, soltando un suspiro—. El único que me preocupa es el hijo de Mark.
—Olvídate de él. Los niños son fáciles de manejar, ya verás como en breve te hará caso a todo lo que digas. —Le dio una palmada en el hombro—. Simplemente, no seas mano blanda con él, a los salvajes se los tiene que tener firmes.
Continuaron hablando, pero las palabras ya se habían vuelto imposibles de comprender. Retrocedió lentamente, sintiendo que su cabeza daba demasiadas vueltas, empañando todo lo que pasaba en sus propios pensamientos. Se sentó de nuevo en donde había estado y tomó las herramientas, continuando con la limpieza de las pezuñas de Spot.
Cuando terminó con la octava, escuchó que lo llamaban a cenar. Suspiró, mirando a las pequeñas ventanas por las que entraban los rayos de luz, dejó las herramientas en su lugar y caminó de regreso. Iba con las manos metidas en los bolsillos, viendo a lo lejos algunas pesadillas pasar con sus crines negras moviéndose con un viento invisible. Respiró hondo, recordándose que no había nada que temer, y entró en la casa junto con Samuel y Rose.
Dentro, las Tías se encontraban terminando de poner la mesa, el señor Stevens hablaba con Mamá, cuya expresión inquietó a Nigel. Había cierta decadencia que le hizo olvidar cualquier pensamiento que estuviera pasando por su mente, sus pies lo llevaron directamente hacia ella y sus brazos rodearon su cintura. Notó que le acariciaba distraídamente el pelo, enredando los dedos entre los cabellos, liberándolos de la coleta que los mantenía apartados de la cara.
En cuanto el hombre se marchó a hacer lo que sea que tuviera que hacer, Mamá lo envolvió en sus brazos, apenas dándole un ligero apretón. La miró a los ojos, pero lo que fuera que pasaba dentro de ella, era imposible de comprender. Una sonrisa apareció en su rostro, murmurando que debían ir a comer, y ambos se encaminaron a la mesa. Durante toda la comida, Nigel no paraba de mirar al señor Stevens y a Mamá, como si con ello pudiera resolver algo de lo que no comprendía. «Son cosas de adultos, no me van a meter ahora», se lamentó por dentro, resignándose a comer sólo sus verduras y trozos de carne.
Cuando se levantaban para ir a dormir, Edward lo detuvo, tironeando de su manga. Frunció el ceño para decirle que no tenía ganas de volver a hablar sobre los pegasos, pero un gesto de silencio de su primo hizo que la curiosidad se impusiera al malhumor. Sin hacer ni un ruido, le indicó que lo siguiera, ocultándose primero detrás de la puerta que daba al almacén, a medio camino de llegar a los cuartos. Era una suerte que Laura se hubiera marchado al cuarto antes, con los dos más chicos. Se quedaron un buen rato esperando, a sabiendas de que las Tías solían quedarse charlando quizás hasta altas horas de la noche, y muy probablemente, el señor Stevens se quedaba con ellas, tal como lo había hecho Papá en sus días.
—¿Qué pasa, Edward? —preguntó en un susurro. Su primo lo miró con una sonrisa picaresca antes de apagar la velita que usaban ellos antes de irse a sus cuartos.
—El señor Stevens tiene un poco de la bebida rica que toman mamá y las tías —cuchicheó, acercándose un poco—. Lo vi esconder algunas de las botellas en las estanterías más altas.
—No lo sé, Edward —murmuró, aunque se encontró acomodándose para poder ver cuándo las Tías abandonarían la cocina y se irían a dormir.
—Vamos, lo hicimos una vez, ¿recuerdas? El tío Mark nos hizo probar —añadió el pequeño, acomodándose junto con él. Nigel se encogió de hombros y siguió esperando. Sabía que en cualquier momento se marcharían, siempre lo hacían después de ellos.
Nunca supo si se había dormido por un momento o no, pero lo que sí era seguro era que ya no escuchaba el murmullo de las Tías y Mamá en la cocina; ni siquiera el del chapoteo del agua o la raspadura de la olla contra la arena. Movió el hombro de su primo, quien se puso de pie de inmediato, y salieron de su escondite, mirando en todas las direcciones.
La oscuridad era algo parcial esa noche. Una bella luna blanca alumbraba el pasillo entre las viejas cortinas, así como un viento lejano y perezoso arrastraba los relinchos de las diomenedas que pasaban por la zona. Con el sigilo de años de práctica, ambos se escabulleron en la cocina, encendiendo una de las velitas que encontraron sin problemas. Estaban solos, con las ollas y vajilla limpias secándose a un costado. Edward de inmediato tomó una banqueta que tenían por ahí y la acercó a uno de los muebles. Repentinamente consciente de lo que estaban haciendo, Nigel echó varias miradas hacia la puerta, creyendo ver cómo una mano hecha de polvo y sombras movió el picaporte o la madera.
Respiró hondo, alumbrando mejor en aquella dirección, solo para confirmar que no había ninguna mano allí. Echó un vistazo hacia su primo, quien bajaba con cuidado, sosteniendo una botella en una de sus manos. Ni bien sus pies tocaron el suelo, sacudió triunfal su botín, haciendo que el poco líquido que había dentro hiciera algo de ruido. Inmediatamente, Nigel volvió a corroborar que estaban completamente solos en la cocina.
El corazón amenazaba con salirse de su pecho, sus manos estaban sudorosas y las sentía temblar. Se acercó a su primo, quien miraba a la botella con una expresión de confusión.
—¿Esto no es el símbolo que el tío Mark tenía en las cosas para los bichos? —preguntó mientras daba vuelta la botella hacia él. En efecto, Papá les había enseñado a ambos que ese símbolo era para la bebida esa que usaban en el pelaje de los caballos de vez en cuando, una que los niños no debían tomar bajo ninguna circunstancia.
—Puede que sea del señor Stevens, sabes que a Papá le gustaba hacerlo él mismo —intentó responder. Edward parecía pensar más o menos igual que él, así que, con una gran desilusión en el rostro, volvió a dejar la botella en su lugar. Caminaron en completo silencio, arrastrando los pies hasta meterse en la cama y esperar que el día siguiente llegara.
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