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Potrillo de Otoño (3)

El señor Stevens los sentó a todos en la mesa de la galería. Nigel miró los platos que sus Tías habían preparado, sintiendo que estaba viendo menos comida de lo normal. Por lo general, ellas llenaban el plato con las legumbres, trozos de carne salada, panes y sopas; ese día apenas había un trozo de pan, un poco de lo que parecía ser puré y un par de legumbres. Miró a los demás, quienes tenían una expresión similar a la de él, solo Laura parecía estar satisfecha con la comida.

—¿Qué les parece? Así comemos en mi casa —dijo con cierto orgullo el señor, llevándose un pequeño bocado de legumbres a la boca. Nigel miró el plato una vez más, tomando la mitad de la comida en un solo bocado. Antes de llevarlo a la boca, preguntó:

—¿Comen muy poco?

Mamá le dio un toque con el codo, con esa expresión de advertencia que le daba cada vez que contradecía a Papá por un capricho. Hizo una mueca y comió el bocado sin hacer ningún otro comentario. El señor Stevens rio entre dientes, limpiándose la comisura de sus labios con una servilleta de fina confección.

—Comemos como personas civilizadas, no hay necesidad de comer mucho —respondió. Nigel se encogió de hombros, terminando su plato mucho antes de lo usual, al igual que el resto de sus primos. Dirigió sus ojos hacia la ventana, sonrió al notar los cuatro nudillos extra de luz que quedaban, quizás tendría tiempo de dar una vuelta. Dejó el tenedor sobre el plato y empezó a abandonar la mesa—. Nigel, no. No puedes levantarte de la mesa si el resto no ha acabado.

—Pero si todos terminaron su comida —señaló, frunciendo el ceño. El señor Stevens le dedicó una dura mirada, dejando con total tranquilidad sus cubiertos a un lado y volviendo a limpiarse los labios. Todo con sus ojos negros sobre su persona.

—No es de caballeros bien educados dejar la mesa antes que el resto. Especialmente si hay damas en frente —Nigel iba a responderle que los caballeros iban de aventuras, no se quedaban sentados en una mesa, pero un ligero toque de Mamá le llamó la atención. De nuevo, tenía esa peligrosa mirada que eliminaba cualquier réplica—. Las cosas van a cambiar un poco por aquí. Para empezar, las comidas son todas en familia y vamos a quedarnos sentados el tiempo que haga falta.

Fue la Tía Margaret la que dejó de comer, soltando su tenedor sin darse cuenta.

—Señor Stevens, con todo el respeto hacia su persona, creo que usted no comprende las costumbres de nuestra gente —dijo con una voz suave que a veces no se escuchaba en medio del barullo. Laura tampoco parecía estar muy de acuerdo con lo que decía el hombre—. Los animales necesitan que respetemos sus tiempos, no los nuestros, el almuerzo es cuando y en donde se pueda.

El bigote del señor Stevens se retorció al mismo tiempo que sus labios. Nigel hizo un esfuerzo para no soltar una carcajada al verlo tan parecido a los gestos que hacían los caballos de vez en cuando, especialmente cuando querían un dulce. Miró hacia otro lado, obligándose a respirar hondo antes de que las Tías o Mamá fuera a darle un tirón de orejas.

—La Diosa Blanca fue clara con sus Principios, los animales son nuestros y es por ello que deben rendirnos como nosotros, los humanos, dispongamos —declaró, mirando su vaso con una confianza absoluta. Nadie se atrevió a decir nada por un momento.

—Papá —empezó Nigel, sintiendo que sus manos temblaban un poco bajo la mesa— dice que los animales nos ayudan en la medida que los ayudemos.

El hombre hizo una mueca rara, pero no contestó en el momento. Lo vio tomar un largo trago de lo que sea que había en su vaso y luego todo quedó en completo silencio, sin apartar sus ojos. Todos contemplaban al extranjero, listos para escuchar cualquier comentario extraño digno de las personas de Ciudad. Sin embargo, tal comentario nunca llegó y pronto todos se encontraron abandonando la sala para ir hacia el pasillo.

Laura caminaba a su lado, tomándolo por el codo antes de que entrasen. El cabello marrón claro de su prima estaba suelto en la parte delantera, cayendo como finos hilos que daban un aire salvaje a sus rasgos. Y Nigel temió más cuando los ojos marrones, idénticos a los suyos, lo miraron con un brillo aterrador.

—¿Qué crees que haces? —susurró, casi que escupiendo las palabras. Frunció el ceño, mirándola extrañado—. Entiendo que con el Tío Mark te hubieras sentido capaz de contestarle a los adultos, pero con el señor Stevens, no.

—Papá nos enseñó todo lo que sabemos —logró decir, zafándose del agarre y sintiendo que el pecho empezaba a arderle.

—¿No lo entiendes? La tía Claudine va a casarse con él, mamá y tía Kathy están felices por ello, ¿realmente quieres que se pongan más tristes? —señaló, moviendo las manos a los costados de su cuerpo. Sus manos parecían incapaces de estarse quietas.

—¿Se van a casar? —preguntó, frunciendo el ceño e inclinando la cabeza.

Laura soltó un bufido exasperado ante aquello y rodó los ojos, señalando que era más que obvio. Nigel abrió y cerró la boca un par de veces antes de sacudir la cabeza, convencido que su prima empezaba a ver demasiadas cosas de chicas y empezaba a actuar como las Tías cuando iban a la Ciudad. Dio un paso hacia atrás, anunciándole con un bostezo que iría a dormirse antes de que fuera demasiado tarde.

Entró al cuarto, sintiendo los ojos de Laura que quemaban allí donde su mirada estaba. «Es cosa de chicas», se repitió, quitándose las botas y el resto de la ropa sin mucho interés. Alrededor, sus primos jugaban un poco antes de meterse bajo las mantas. Edward, el hermano de Laura, se acercó a él, ya cambiado con su ropa de dormir.

—¿Qué quería Laura? ¿Te pidió que me dejes montar contigo a Spot o un sleipnir?

Nigel negó con la cabeza y le comentó brevemente lo que había pasado. Edward soltó un bufido, mascullando lo mismo que él creía respecto a la muchacha, pero su malestar duró poco y no tardó en hacerle prometer que al día siguiente lo dejaría montar. Satisfecho con la respuesta afirmativa de Nigel, regresó a su lecho, trepando hacia la litera más alta de las dos, soltando un sonoro bostezo en medio de un "buenas noches". Samuel y Rose, los más pequeños, devolvieron el saludo, pero continuaron correteando hasta que Nigel fue a mandarlos a dormir, ganándose unas protestas que duraron poco tiempo.

En cuanto todos estuvieron bajo sus propias sábanas, Laura entró al cuarto, se cambió en completo silencio y se metió en su cama sin pronunciar palabra. Nigel sentía que el sueño lo quería arrastrar, pero parte de sí se encontró incapaz de pegar los ojos, demasiado atento a las pisadas de las diomenedas que pasaban por el lugar, relinchando.

La mañana llegó rápido; el sol lo encontró limpiando las caballerizas, sacando a los animales y cepillando las sillas de montar. Sus manos trabajaban con algo de torpeza, pero estaba seguro de que los resultados de su esfuerzo pronto se parecerían a los de Papá. Spot y los otros caballos continuaban preguntándole por su anterior cuidador, pero Nigel sospechaba que algunos ya conocían la respuesta. «Se durmió y sigue durmiendo», decía, encogiéndose de hombros.

Laura apareció, como todos los días, con el pequeño Samuel a la zaga, listos para llevarse a los otros animales a pastar y pasear un poco. Ninguno de los dos, Nigel y ella, dijo nada, simplemente continuaron con sus actividades, cada uno cumpliendo con sus roles para mantener la granja.

Una campanilla los llamó al mediodía, seguida por la voz de la Tía Margaret, llamándolos a almorzar. Nigel se dijo que pronto iría, ni bien acabara de limpiar el establo del semental pegaso que estaba en frente de sí; no iba a tardar mucho.

—¿Nigel? —llamó la dulce voz de Mamá desde la entrada del establo. Sonaba preocupada y de inmediato dejó todo lo que estaba haciendo para ir a donde estaba ella, sin preocuparse del desastre que quedaba a sus espaldas. Ella lo buscaba con los ojos abiertos de par en par hasta encontrarlo, en cuanto lo tuvo cerca, le tomó de la mano, arrastrándolo a la casa principal, murmurando cosas que no tenían sentido para él.

Todos estaban en la mesa, de nuevo frente a platos casi vacíos de comida. El estómago le rugió y, bajo la atenta mirada de todos, se sentó en su lugar, agarrando sus cubiertos, listo para saciar el hambre que notaba en ese momento. Un golpe fuerte en su mano le hizo soltar el tenedor y chillar de la sorpresa. El señor Stevens lo miraba molesto desde su asiento.

—¿No tienes modales? La comida, primero, se bendice. —Nigel frunció el ceño. Anoche no habían hecho nada raro antes de la comida, y eso mismo le hizo saber al hombre—. Y estuvo muy mal de nuestra parte no darle las gracias a la Diosa por la comida. Un hombre no vive sólo con el cuerpo.

Abrió la boca para replicar, pero un gesto del hombre le hizo guardar silencio. Bufó, frunció el ceño y se cruzó de brazos, mirando hacia cualquier lado con sus mejillas ardientes. No era justo que se las agarrara con él, no cuando sus primos menores ya se encontraban dando un segundo bocado, casi con el plato completamente vacío. El hombre hizo unos gestos raros con las manos, como si imitara un movimiento del agua, al mismo tiempo que recitaba unas rimas sin sentido. Recién cuando terminó con su cántico les permitió tocar los cubiertos y Nigel no demoró ni un segundo en terminar el escaso almuerzo y salir de inmediato a los establos.

No había llegado a apartarse de la mesa cuando la voz del señor Stevens lo detuvo en el lugar, impidiéndole cualquier otra acción. Apretó los dientes y volvió a ocupar su lugar en la silla, cruzando los brazos y mirando hacia el frente, sin ninguna intención de poner una mejor cara. El resto de la familia continuó comiendo y mirándose de reojo, sin pronunciar ni una palabra. Laura lo observaba desde el asiento del frente, comiendo con los modales típicos de las historias que la Tía Claudine comentaba de su más temprana juventud. No era raro, pero Nigel no pudo evitar pensar que era en parte culpa de ella que no pudiera salir antes.

—Bien, ahora sí podemos volver a nuestras actividades —dijo el señor Stevens una vez que estuvo satisfecho. Afuera el sol empezaba a bajar y Nigel sabía que debía llevar a los caballos al interior, y pronto. En cuanto se vio libre de seguir sentado, saltó de la silla, al igual que el resto de sus primos –excepto Laura– y corrió a la salida.

Los caballos lo miraron desde sus corrales con ojos curiosos, siguiéndolo en su carrera. Algunos, incluso, se acercaban un momento para preguntarle en un relincho a qué se debía la prisa. Nigel no les respondió de inmediato, dio una respuesta vaga entre jadeos, y entró en el establo como si lo estuvieran persiguiendo pesadillas y diomenedas. Tomó el rastrillo y empezó a limpiar todo tan rápido como podía.

—Lo más importante es quitar las heces, potrillo mío. Si alguna vez tienes que correr, quita por lo menos esto antes que el resto.

Con un balde y una pala, comenzó a quitar todo lo que consideró como parte de esa prioridad. No había terminado con uno de los establos del caballo más viejo cuando las bestias empezaron a entrar. Frustrado, dejó que todos entraran y empezó a buscar la comida. Pronto empezaron las quejas y reclamos, cascos que golpeaban el suelo y cabezas que se agitaban en indignación. Algunas yeguas incluso se atrevieron a lanzar una mordida en su dirección.

Bufó, intentando justificar su atraso, pero toda explicación llegó a oídos sordos. Spot le dio un cariño cuando pasó, un ligero toque con su nariz, antes de empezar a comer. Se sentó en el fardo más cercano, incapaz de contener las lágrimas y las ganas de patear todo lo que tenía enfrente.

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