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Potrillo de Otoño (2)

Spot lo recibió alegre, golpeando con sus cascos el suelo. Nigel sonrió por un momento antes de dejar la pesada cubeta con comida frente al capón. El resto de los caballos empezaron a despertar y Nigel se encontró trotando sin parar por todo el establo. Laura apareció al poco tiempo, sacando a las pocas vacas y ovejas que tenían, acompañada por el pequeño Samuel, quien continuaba con la cara de sueño.

Conocía todo lo que había que hacer en los establos, pero pronto se encontró incapaz de manejar las herramientas que Papá siempre había utilizado, o aquellas cosas que parecían livianas ahora eran imposibles de arrastrar. Gruñó, pataleó y bufó, hasta que sus rodillas cedieron, impidiendo que siguiera sosteniéndose. La pegaso más cercana le preguntó en un suspiro por Papá y la ausencia de él. Nigel intentó responder, pero las palabras se atoraron en su garganta y sus ojos se inundaron de lágrimas.

Secó sus lágrimas con fuerza, intentando terminar con las tareas antes que acabara el día. Los caballos lo miraban pasar, algunos querían saber el paradero de Papá, otros intentaban ayudarlo en lo que podían. Nigel negó con la cabeza, diciendo que podía hacerlo por su cuenta.

Al cuarto fardo de alfalfa, su cuerpo temblaba y era incapaz de dar otro paso. Escuchó que abrían las puertas de las caballerizas y pronto la voz de Mamá se hizo escuchar.

—Deberías aceptar ayuda de vez en cuando —dijo, sentándose junto a él. La miró desde el suelo, sintiendo que el corazón le latía desbocado en el pecho. Spot lo observó preocupado antes de soplarle cariñosamente la frente y marcharse con el resto a los corrales externos.

—Tengo más de diez primaveras —resopló al sentarse. Ella le sonrió, sacando un poco de la paja que se había enredado en su cabello—. Puedo hacer las cosas solo.

Mamá soltó un suspiro; su mirada se perdió en el horizonte lejano. Nigel sintió cierta intranquilidad al verla así, recordando los cuentos que solía contarle la tía Claudine cuando los mandaba a dormir. Siempre temía la parte donde el héroe se perdía en el bosque y se convertía en un centauro de la tristeza que sentía.

—Tu padre decía lo mismo de chico —murmuró antes de ponerse de pie y tomar el rastrillo. Nigel la siguió, tomando el otro, más chico, listo para limpiar las caballerizas vacías.

Trabajaron en silencio, quitando la paja vieja para poner la nueva, sacando todas las heces para tirarlas afuera. El sol empezaba a pasar la mitad del cielo cuando ambos abandonaron el establo. Mamá seguía con esa mirada lejana, dándole escalofríos.

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