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Potrillo de Otoño

El cajón de madera en el suelo era extraño de ver para Nigel. Papá se había ido a dormir anoche diciendo que todo estaría bien, que ese día irían a ver a los pegasos, incluso había prometido ayudarle a montar uno. Lo había jurado, dándole un beso en la frente antes de que se durmiera, y él no había roto ninguna promesa, ¿por qué ese día sí?

Mamá y las tías lloraban amargamente, dejando que los lagrimones rodaran por sus mejillas sin miedo. Tía Amanda había murmurado algo sobre que había sido el mejor hombre a quien había conocido en su vida, al igual que la Tía Margaret y la Tía Claudine. Sus primos miraban confundidos al suelo, como si estuvieran esperando que Papá fuera a ponerse de pie, sonriendo de oreja a oreja, anunciando que iban a continuar con las tareas del día anterior y empezar con las de ese día.

Nigel miró al hombre que estaba parado del otro lado del pozo. Vestía como hombre de ciudad: sombrero largo y fino de color opaco con una cinta blanca, chaqueta y pantalones del mismo color tierra que el sombrero, un pañuelo azul en su cuello y lo que supuso que sería una camisa de color blanco. El hombre había visitado un par de veces a la granja, siempre ofreciendo alguna que otra delicia exótica que Papá solía guardar en su estante inalcanzable para niños. Lo miró por un rato antes de que Mamá le palmeara el hombro y llamara su atención.

—Vamos, hay que enterrarlo —dijo Mamá con su cara retorcida por el dolor. Asintió, en silencio y fue hacia el montón de tierra removida.

—¿Papá volverá? —logró preguntarle en un susurro. Mamá se agachó hasta quedar a su altura, con los ojos rojos. Acunó su rostro en una de sus manos y negó con la cabeza.

—Papá se fue a cabalgar el viento. Quizás nos cuide un poco desde allí, pero no podremos verlo como ahora...

Nigel volvió a mirar el cajón de madera y sus manos empezaron a tirar la tierra antes de que su cabeza entendiera qué estaba pasando. Pronto sus primos estuvieron junto a él, también tirando con sus manos cuanto podían sobre la madera, hasta que el hombre de sombrero raro los apartó, tomando una pala con la que terminó el trabajo. Él lo vio en completo silencio, dando unos cuantos pasos atrás, antes de alejarse por completo y correr a los establos.

Mancha, un sleipnir de pelaje moteado, lo saludó con un relincho cuando se metió en su casilla. Recién entonces sintió que sus ojos se llenaban de lágrimas que empezaron a quemar sus mejillas. El capón acarició su cabello con el hocico, resoplando suavemente de vez en cuando, pero el llanto solo aumentó. Nigel rodeó el hocico del caballo, cubriéndolo de mocos y lágrimas saladas.

No supo en qué momento se quedó dormido, pero el grito angustiado de Mamá hizo que sus ojos se despegaran, ardiendo un poco. Bostezó al mismo tiempo que Mancha le instó a ponerse de pie, ayudándolo con su cabeza a pararse.

—¡Ay, mi hijo querido! —suspiró ella cuando lo encontró, rodeándolo con sus brazos luego de dejar la lámpara a un costado. No le dijo nada más, simplemente le apartó un mechón de cabello del rostro y apoyó su frente contra la de él—. Ven, vamos a comer un poco. Gracias por cuidarlo, Mancha.

El sleipnir agitó la cabeza en respuesta y dejó salir un suspiro. Nigel le dio un último abrazo antes de salir y cerrar la puerta de la caballeriza.

Caminaron en silencio, tomados de la mano, alumbrados por la frágil llama de la farola que Mamá llevaba. La miró de reojo, notando las manchas más oscuras en los pliegues de la tela, especialmente en la parte del frente. Ella no lo miraba, pero Nigel podía sentir cierto dolor que parecía ser demasiado adulto para que sus escasas primaveras de vida fueran capaces de entenderlo. A pocos pasos de donde estaban, las luces del segundo piso del establo mostraban signos de estar todavía en movimiento. Antes de entrar, Mamá lo detuvo y lo hizo sentarse en los escalones que daban a la puerta, acomodando un mechón de su propio cabello tras la oreja.

—El señor Stevens se va a quedar aquí, va a ayudarnos con la granja, ahora que papá no está —empezó, mirando a la nada—. Quiero que sepas que tienes que respetarlo, así como a papá.

—Pero no es Papá —respondió, abrazando sus rodillas. Recién entonces lo miró y esbozó una sonrisa tranquilizadora.

—No, y no va a ser papá, pero va a hacer muchas cosas que él hacía.

—¿Me enseñará a montar un pegaso? —preguntó, sintiendo un ligero malestar en su pecho. La sonrisa de Mamá flaqueó un poco antes de desaparecer y volver a dejar esa mirada triste que arrugaba un poco más sus rasgos. No dijo nada más, dejando que el silencio de la noche se desenvolviera con total tranquilidad, solo uno que otro sonido del establo y otro sitio de la casa les recordaba que no estaban solos.

El viento frío y los relinchos lejanos hicieron que se incorporaran y entrasen. La parte superior de la casa era un gran ambiente con una puerta pesada y sin manija por fuera en la zona más alejada de la puerta principal. La Tía Amanda se encontraba en una de las sillas mecedoras, mirando al vacío hasta que notó su presencia y esbozó una sonrisa, como siempre lo hacía. Se puso de pie, sin pronunciar ni una palabra, y fue con ellos al pequeño pasillo que daba al resto de la vivienda. Allí, iluminados de vez en cuando por las farolas, estaba el resto de la familia, las Tías tomaban un poco de sus bebidas favoritas de colores rojizos, los primos ya se habían marchado a la cama. El señor miraba todo desde una esquina, en completo silencio.

Ante el pedido de Mamá, miró a sus tías y caminó hacia el pasillo. Laura, su prima más grande, lo esperaba al lado de la puerta. Tenía un vestido viejo de la Tía Amanda, al cual le había agregado unos cuantos bordados de caballos.

—¿No te dio miedo el señor Stevens? —susurró cuando cerró la puerta. Nigel se encogió de hombros, murmurando un no sé al mismo tiempo que arrastraba sus pies hacia la cama. Apenas logró quitarse las ropas antes de caer cuan largo era y pronto se encontró dormido.

La mañana llegó como cualquier otra, con Laura y Edward renegando por la hora; los dos más chicos seguían durmiendo, aunque sospechaba que pronto tendría que levantarlos. Sacó sus pies de las sábanas y empezó a vestirse casi sin notar los lazos de las botas entre sus dedos, colocándose la camisa por encima de su cabeza antes de abotonar la parte superior. Movió a sus primos, llamándolos sin mucha delicadeza, y salió del cuarto compartido.

Abrió la puerta, sorprendiéndose de encontrarse con un hombre flaco como un potrillo, de bigote gracioso y con ropas que se parecían un poco a las de Papá. Nigel miró hacia los costados, sin encontrarse con nadie más que ellos dos.

—Tu madre me anunció anoche que empezaban al romper el alba —dijo. La voz le resultó más aguda de lo que recordaba, pero le quitó importancia. Salió del cuarto y cerró la puerta detrás de sí.

—Papá me iba a enseñar a montar un pegaso. ¿Sabe usted cómo se hace? —preguntó, inclinando la cabeza hacia un costado al mismo tiempo que lo veía de pies a cabeza. Pies ligeros, espalda demasiado tiesa y, con la escasa luz que daban las farolas de pared, a Nigel le pareció verlo palidecer. Cuando no obtuvo respuesta afirmativa, dejó al sujeto donde estaba, perdiendo todo el interés que pudiera albergar por ese hombre.

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