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Capítulo 8: El abad

–Déjame que lo vea. –Repitió Derek, preocupado.

–No... seguramente no sea nada, ya se me irá pasado. –Respondió Nora, tratando de disimular el intenso dolor que sentía en su costado y que no hacía más que aumentar.

–No trates de fingir, se nota que te duele mucho. –Insistió él, advirtiendo su mueca de dolor.

–Te... aseguro que no... es nada. –Se excusó Nora, pero, aunque tratase de no mostrar dolor, cada vez le costaba más estar de pie y hablar.

–Ven, túmbate. –Le dijo él, acompañándola hasta el camastro de paja. Ella se sentó y una punzada le atravesó el costado hasta las costillas. –Por favor, no lo retrases más y muéstramelo.

Estaba avergonzada, no quería subir su falda, pero el intenso dolor que sentía fue más que suficiente para hacerle cambiar de idea. Se recostó con dificultad y la remangó hasta medio muslo.

Derek se agachó para ver mejor, pues ella no estaba levantando lo suficiente sus ropas, pero ya se apreciaba un incipiente hematoma en su flanco. Viendo que ella no levantaba más su vestido, fue él quien lo hizo, para estupor de Nora, a la que la vergüenza y el dolor la estaban matando.

La herida era grande y parecía estar aún fraguándose. Desde la cadera hasta medio muslo, se podía apreciar un enorme cardenal de profundo color violeta, con una pinta preocupante.

–Tiene que verlo un médico... esto no tiene buen aspecto, quizás te hayas fracturado un hueso. –Meditó preocupado. –Debemos ir cuanto antes.

Se levantó apresurado y fue a buscar agua. Debía enfriar la herida para que no aumentase de tamaño. El agua de la catarata caía helada, así que llenó un cubo y volvió, mojó un trapo y lo puso sobre el moratón. Ella gimió de dolor al sentir el contacto.

–Maldito bastardo... ojalá se pudra en el infierno...–Murmuró Derek, furioso.

¿Dónde podría encontrar un médico a estas horas? No conocía las aldeas de la zona, pues nunca entraba en ellas. Miró a Nora de nuevo, su cara estaba pálida y sudaba profusamente, le puso la mano en la frente y sintió que estaba helada. Tocó su brazo y, en ese momento, ella abrió los ojos con dificultad.

–No podemos... salir... los pájaros y... los muertos...– balbuceó con dificultad.

–¿Conoces a algún medico? ¿dónde hay un hospital? –le preguntó, abrumado por los nervios.

Ella no contestaba, así que se dispuso a cogerla para llevarla a la aldea. Cuando pasó sus brazos por debajo de su cuerpo para levantarla, Nora abrió un poco los ojos.

–El Claustro... llévame allí... hay un abad que yo... – No pudo terminar la frase, volvió a cerrar los ojos y se quedó dormida.

Derek la miraba sin saber qué hacer, sabía dónde estaba aquel lugar, pero las cosas que se oían de ese sitio no eran buenas. No obstante, ella decía conocer a alguien allí, o eso le había parecido entender. Recordó entonces que le había contado que su hermano menor era un estudiante de ese lugar.

Sin más tiempo para pensar, la cogió en brazos y salió apresuradamente de la cueva. Su caballo permanecía, como solía hacer, oculto en la entrada, pastando entre los matorrales. Aseguró a Nora a su lomo y después montó de un salto, <<debo darme prisa, pero no es bueno que galope, sus heridas podrían empeorar...>> pensó preocupado, tomando rumbo, al trote, hacia su destino.

El Claustro era una enorme abadía que se encontraba en lo alto de una empinada ladera. Para llegar hasta allí había que atravesar un sinuoso y estrecho camino rodeado de árboles a ambos lados. La subida era complicada y, para colmo de males, estaba empezando a llover.

Sombra, era el nombre que le había dado Derek a su caballo cuando lo recibió hacía ya unos diez años. Aquel enorme semental, fue en otra época un esbelto potrillo gris, que a Derek se le antojo poca cosa, pues él deseaba tener un caballo adulto. Ahora se arrepentía de lo infantil e ingrato que siempre había sido, mientras, Sombra, subía aquella cuesta con Nora y Derek en su lomo, usando sus fuertes patas. Aquel animal era un portento y su propietario estaba orgulloso y agradecido.

Tras el largo trayecto, de un par de horas, llegaron al enorme portón de madera y Derek bajó del caballo llevando a Nora en sus brazos. Se acercó a la puerta y golpeó con fuerza tres veces, esperó unos segundos y volvió a golpear. Estaba despuntando el alba y la lluvia había cesado, pero nadie abría aquella puerta. Comenzó entonces a golpearla con desesperación, unos minutos después, y con el brazo ya entumecido de arrearle a la madera, se escuchó una voz.

–¡¿Quién va?! –dijo un monje desde el interior, irritado mientras trataba de despertarse. Pero no escuchó a nadie, así que se giró para volver a su cama, en ese momento se escuchó de nuevo el golpeteo. El monje bufó furioso y abrió un ventanuco para ver qué pasaba. Vio a un joven frente a él, totalmente empapado, detrás suya un enorme caballo negro y, en sus brazos, una joven que parecía estar inconsciente. Él chico lo miró con unos penetrantes ojos de color amarillo, lo que hizo que el monje se asustase. –¿Qué quiere?... Vuelva cuando sea más de mañana, ahora los médicos están durmiendo... –Él lo seguía mirando con intensidad, así que, al no recibir contestación alguna por parte del joven, volvió a cerrar el ventanuco y los golpes volvieron.

El monje no sabía qué hacer, no quería abrirle la puerta a aquel extraño joven que le ponía la piel de gallina.

–¿Qué está pasando aquí? –Preguntó el abad, que aparecía portando un candelabro en la mano. –¿Quién está armando ese escándalo en la puerta?

El monje le señaló el ventanuco y el abad se asomó, miró al hombre y después a la chica que llevaba en brazos.

–¡Santo cielo! –Gritó sorprendido, luego miró al monje.– Abra el portón de inmediato, esa joven es Nora, la hermana de Nathan.

...

Nora se despertó con un dolor punzante en su cadera, trató de incorporarse, pero no pudo. Miró entonces a su alrededor y aquel lugar no le era conocido. Paredes de piedra, una pequeña ventana redonda con barrotes y sencillos muebles antiguos de madera, eran todo lo que allí había.

La luz de la luna entraba por la ventana proyectando los barrotes sobre ella. <<¿Dónde estoy...?>>. Volvió a tratar de levantarse y, en ese instante, una cara conocida entró en la habitación, haciendo que Nora soltase un suspiro de alivio.

–¡Han escuchado mis plegarias! –exclamó sonriente el abad.– ¡Nuestra Nora ha despertado! No te levantes hija mía, venga, túmbate de nuevo.

La ayudó a recostarse y se sentó en un taburete a su lado.

–¿Cómo te encuentras, pequeña?

–Pues... me duele bastante la cadera, pero estoy bien... Siento haber aparecido así, es que, no sabía dónde ir y le dije a...–En ese momento, Nora se acordó del vagabundo y miró al abad preocupada. – ¿Dónde está él?

Él abad suspiró y volvió a sonreír.

–Tranquila, está bien, se ha quedado en las cuadras con su caballo. Debido a... su condición, no nos ha podido dar mucha información. Al menos tu hermano te casó antes de marchar al frente, aunque fuera con... bueno, que más da, ¿tú estás feliz, hija? Estaba muy preocupado al pensar que vivías sola, así que supongo que puedo dormir más tranquilo a partir de ahora...

Nora se había quedado muda de la impresión, ¿él les había dicho que era su marido? ¿por qué?, pero la mentira ya estaba dicha y Nora, al ver al abad tan contento, no quiso negárselo.

–Sí, puedes estar tranquilo... soy feliz. –Estas últimas palabras se le atragantaron un poco, decir que estaba feliz era algo que no había salido de su boca en mucho tiempo, pues era una flagrante mentira.

Mientras Nora hablaba con el abad, que había sido un gran amigo de su padre, Derek cepillaba a Sombra en las cuadras. Sobre el medio día, aquel monje que no le miraba a la cara, le había dicho que Nora estaba algo mejor y después se había marchado apresuradamente. Pero él no se había quedado tranquilo y la preocupación, durante toda aquella tarde, no le permitía estarse quieto. Quería verla.

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