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Capítulo 35: Las marionetas

Derek llegó hasta una habitación de invitados y se encerró dentro. Había logrado recorrer los pasillos sin ser visto. Sin embargo, tras caminar unos pocos metros, escuchó el barullo de los vigilantes corriendo de aquí para allá. Lo estaban buscando y él no pensaba dejarse atrapar. Su hermano le había dado una vieja espada bastante desgastada y eso era la único de que disponía para defenderse.

Tenía que salir de allí como fuese, pero al mirar por la ventana, vio que los guardias también corrían buscándole por los jardines.

–Maldita sea. –Murmuró molesto.

No podría salir de esa manera, ni por las ventanas ni por las puertas de acceso. Las cocinas le parecieron ahora la única forma de escapar. Desde allí, no sería tan complicado llegar a los establos. Planeaba robar un caballo y huir, pero sabía que necesitaría un milagro para lograrlo.

Sacó como pudo esos pensamientos de su mente y cogió aire, tenía que intentarlo, abrió de nuevo la puerta y salió. Vio un grupo de guardias correr y, sin pensarlo mucho, se les unió por detrás.

...

–¡Encontradlo! –Gritó furiosa Azael.

–Lo estamos buscando, no tardaremos mucho en dar con él. –Dijo el consejero real, mientras unas gotas de sudor le recorrían la frente.

–¿Cómo ha podido ocurrir? ¿Quién le ha ayudado? ¡Es imposible que escapase sin ayuda! –Bramó, andando de un lado a otro del despacho del rey.

–Creemos que ha recibido ayuda del exterior... Alguien debe haberse colado en palacio...

Azael se giró a mirarle con los ojos entrecerrados.

–Pues buscad a esa persona y traédmela. ¡¿A que estáis esperando?!

–Sí, mi señora.

El consejero salió del despacho y se apoyó contra la pared, derrotado. Era su culpa que aquella mujer estuviese allí, él junto con el consejo, le habían pagado una gran suma de dinero al ver que era capaz de manipular a la reina. Querían que la convenciera para declarar la guerra a Nerpia y que, a su vez, la reina hiciese entrar en razón al rey. Para su desgracia, la situación se les fue completamente de las manos. Aquella mujer se apropió de la voluntad del rey y, aunque cumplió con su parte y la guerra fue declarada, continuó en palacio, ávida de poder.

Logró sacar a los escudos reales de allí y contrató a un grupo de mercenarios para que la protegieran. El rey hacía y decía todo lo que Azael quisiese y ellos poco podían hacer para acabar con la situación. Era demasiado astuta para ser engañada y los tenía amenazados con revelar sus complots contra la corona.

Cuando vio aparecer al príncipe Derek, sintió un alivio momentáneo. No obstante, aquello se esfumó en un momento al ver lo que ella le tenía preparado.

–Somos sus marionetas...– Murmuró angustiado.

...

Nora no se atrevía a contar cuantos de aquellos guardias habían derrotado. Ella se mantenía en el medio de la formación, como Marian le había pedido, mientras los demás se encargaban de cada grupo que les salía al paso.

No obstante, esta vez no había aparecido un grupo de tres o cuatro vigilantes. Eran al menos diez y la batalla estaba siendo atroz. Marian se giró hacia ella y le gritó.

–¡Huye!

Después, siguió luchando contra tres que la atacaban sin descanso. Nora estaba asustada, apretaba contra su pecho el mango de la daga, sin saber qué hacer. Marian aguantó con la espada en alto el envite de uno de los guardias, mientras otro, le propinaba una fuerte patada en el estómago que la hizo caer hacia atrás, junto a Nora.

La joven alzó la vista y miró a Nora que temblaba asustada.

–Huye...– volvió a susurrarle, casi sin fuerzas.

Nora miró a los guardias, que se acercaban hacia ellas. Se puso frente a Marian y les apuntó con su daga.

–Nora... vete. Busca al príncipe...

La mano de Marian se posó en el tembloroso hombro de Nora, que la miró preocupada.

<< ¿Cómo tenía aún fuerzas para levantarse? ¿Cómo era capaz de volver a alzar su espada y correr hacia ellos?>> Nora se hacia todas esas preguntas mientras la veía pelear con todas sus fuerzas. La mano de Eric agarró la suya.

–¿No decías que eras hechicera? –Le preguntó con la cara cubierta de la sangre que le salía de una herida en su frente.

Ella lo miró, cerró los ojos y apretó fuertemente su mano. Trató de buscar un recuerdo y éste vino a su mente como otras veces. Recordó cuando Derek y ella bailaron junto al fuego. Se sumergió en aquel momento, el sonido de la música y el movimiento de sus cuerpos durante ese baile. Trató de invocar la magia, pero nada pasó. Al igual que con Debron, no fue capaz de hacerlo.

Eric soltó su mano y volvió a la batalla, mientras Nora lo miraba devastada. Su magia no funcionaba, no servía para nada.

El cuerpo de Marian chocó contra el suyo haciéndolas caer y ella la sujetó como pudo.

–¿Qué ocurre... Nora? ¿Por qué... sigues aquí? –le preguntó trabajosamente.

–Lo... lo siento, Marian... No puedo hacer magia... lo siento. –Dijo mientras las lágrimas le caían por el rostro.

Marian le sonrió y tomó su mano.

–Prueba de nuevo... –La apremió.

Nora dudó, pero notó que alguien se acercaba hacia ellas. Un guardia se aproximaba con la espada en alto. Nora apretó la mano de la joven, cerró los ojos y volvió a revivir el recuerdo de aquel baile, pues quería morir recordándole a él.

Un estrepito se escuchó en ese momento. Cuando los volvió a abrir, los guardias estaban en el suelo inconscientes. Habían volado varios metros hacia atrás y sus espadas acabaron aún más lejos, algunas clavadas hasta la empuñadura en las paredes.

–Lo sabía... Eres increíble. –La felicitó Marian incorporándose con dificultad.

–Pero... ¿por qué...

Marian le tendió una mano y la ayudó a levantarse.

–Me dijiste que la magia nacía del sufrimiento, ¿no?
Nora la observó impactada. –Entonces... tú... has debido de sufrir mucho. –Le dijo compungida, mirando a su alrededor y comprobando que aquel hechizo había sido extremadamente potente.

La joven la observó con sus grandes ojos azules y esgrimió una sonrisa forzada.

– Dime ¿qué mujer no ha sufrido en este mundo?

Nora la abrazó sintiendo que la comprendía completamente.

–Continuemos. –Les dijo Eric pasando por su lado.
Miró a su hermana de reojo para comprobar que estaba bien y luego suspiró tranquilo. Después, agarró un pañuelo de su bolsillo para taponarse la herida de su frente. Retomaron el rumbo por aquel pasillo sin saber cuándo ni de dónde aparecería el siguiente enemigo.

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