Capítulo 3: La caza
Derek no sabía cómo sentirse, hacia unos momentos había estado en la modesta casa de aquella joven, pero no fue una visita de cortesía, la había tenido que llevar en brazos hasta allí tras verla desfallecer ante sus ojos.
Al alzarla pudo darse cuenta de lo delgada que estaba y un sentimiento de culpabilidad inmenso lo hizo enfurecer. Estaba molesto consigo mismo por no haberse dado cuenta antes de que los alimentos con los que ella lo estaba obsequiando, no eran precisamente los que le sobraban.
Sabía dónde vivía, la había seguido en alguna ocasión, sobre todo cuando anochecía, para cerciorarse de que llegaba a salvo a su casa. Y ahora se disponía a volver a entrar en aquella vivienda con sus raídas ropas, su larga barba de meses y el cabello desordenado. Se detuvo antes de entrar, tratando de olerse a sí mismo <<debo apestar>> pensó disgustado. Llevaba mucho tiempo sin poder darse un baño en condiciones y, aunque trataba de mantener la higiene, viviendo como lo hacía, no era nada fácil.
Suspiró derrotado antes de tocar aquella puerta.
–Toc, toc.
Nora se quedó paralizada al escuchar aquellos suaves golpes. Hacía mucho tiempo que nadie llamaba a su puerta y la última vez no fue agradable en absoluto. Se acercó precavida y entreabrió despacio la puerta. Sus ojos se abrieron de par en par al ver al vagabundo en su portal. Pensaba que no iba a volver y su corazón le empezó a latir con fuerza al verlo allí. Desvió su mirada para ver lo que él portaba en su mano derecha, era un conejo.
Volvió a mirarle a los ojos, pero aquel hombre ya no hacía contacto visual. Terminó de abrir la puerta para que pasase, pero no lo hizo, estiró la mano ofreciéndole el animal muerto.
–¿Me lo estás dando? –preguntó contrariada. Él asintió con la cabeza. –No es necesario... soy yo la que te está agradecida a ti...
Él la miró, frunció el ceño y volvió a ofrecérselo. Nora sabía que no aceptaría su negativa así que lo cogió, en ese momento, el hombre se dio la vuelta para marcharse y ella, nuevamente, lo detuvo.
–Espera, por favor, déjame que lo cocine y comamos juntos... –dijo, tratando de no sonar desesperada.
Derek se volvió a mirarla, vio sus almendrados ojos clavados en él y agradeció que la barba le cubriera el rubor que empezaba a sentir en su rostro. Asintió derrotado, entró y se sentó en el suelo, pues en aquella casa no parecía quedar ni un solo mueble.
Ella le sonrió, fue hasta la pequeña cocina y, con gran habilidad, comenzó a desollar el conejo. Él la miraba, estaba hipnotizado por ella, solo observarla era suficiente para apaciguar un poco sus pesares. Nora no se quería girar a mirarlo, hacía mucho tiempo que no cocinaba carne y, menos aún, para otra persona. En la habitación, solo se escuchaba el ruido que ella hacia mientras faenaba en la cocina, un ruido que él jamás había escuchado. Nunca había visto a nadie cocinar, había tenido que aprender por sí mismo a hacer esas cosas en medio de la naturaleza, sin ayuda de nadie, a base de ensayo y error. Hubo un tiempo en el que ni siquiera se planteaba de dónde venían los alimentos o cómo se cocinaban. Ahora sabía lo ciego que había estado durante gran parte de su vida.
Nora terminó de especiar el conejo y lo puso en el fuego. Se giró tímidamente y fue a sentarse en el suelo frente al hombre. Aunque antes le había mirado a la cara, ahora le costaba horrores alzar la vista, pero quería hacerle muchas preguntas, así que se armó de coraje y lo miró.
–Bueno, mientras se cocina el conejo, me gustaría hablar un poco contigo...– dijo, tratando de buscar la forma de plantearle aquellas cuestiones. Él asentía mientras miraba el fuego de la cocina, tratando de evitar los ojos de ella. – ¿Eres de aquí? –atinó a preguntar tras unos segundos de incomodo silencio.
Derek la miró y negó con la cabeza. Nora se quedó pensando en cómo hacerle su siguiente pregunta sin ofenderle.
–¿Eres mudo? ¿no puedes hablar? – Preguntó, al fin. Él la miró fijamente, ¿qué debía decirle? ¿era mejor mentir o dejar la incógnita en el aire? Suspiró fuertemente y después asintió.
–Lo siento... –se disculpó ella, luego se levantó y fue a comprobar el estado de la comida. –Creo que estará listo en breve. –Apuntó, tratando de cambiar el tema de conversación.
–No sé cómo preguntar esto... –Comenzó de nuevo a hablar sin darse la vuelta. –Tú... esto... ellos... ¿estaban muertos? –Preguntó, girándose en ese momento, para conocer una respuesta que no quería saber en el fondo.
Derek volvió a asentir. Nora notó una punzada en su estómago. Lo suponía, estaba casi segura de que estaban muertos, pero la confirmación de sus sospechas fue más de lo que podía asumir.
–Vendrán a buscarlos, eso seguro... Harán preguntas y... van a venir a preguntarme sobre ellos. Yo no sé mentir, mi hermano Nathan siempre me lo decía, que no sabía mentir en absoluto...–Hablaba deprisa y atropelladamente, sintiendo como un nudo se formaba en su garganta. Él se levantó, fue hasta ella y, al igual que había hecho aquel día en el camino, le sujetó ambas manos para tranquilizarla.
Nora lo miró, en sus ojos era capaz de ver algo que la tranquilizaba, algo que le transmitía confianza. Aquel vagabundo tenía una mirada limpia y pura, que conseguía que se dispersaran sus angustias. Se observaron demasiado tiempo, tanto que Nora casi se olvidó de la comida, que se estaba cocinando a su lado y cuyo olor trajo de vuelta su consciencia.
–Perdona... –Susurró, soltando sus manos. Luego se volvió hacia la cocina. –La cena está ya preparada.
Derek volvió a sentarse notando aún el tacto de las manos de la joven sobre las suyas. Cenaron en silencio, rehuyendo las miradas y, después, él se marchó.
Al día siguiente, él regresó a aquel umbral con una codorniz en la mano y ninguna excusa para estar allí. Nora abrió la puerta y le sonrió. Aquello se repitió durante más de una semana. Él cazaba y ella cocinaba, bueno, ella cocinaba y hablaba, a veces incluso canturreaba mientras cortaba las verduras. Su voz era hermosa y a Derek le resultaba adictivo oírla, no podía dejar de ir allí, por peligroso que aquello fuera.
–Me llamo Nora. –Le dijo un día de improviso. – Me acabo de dar cuenta que no te lo había dicho...–añadió avergonzada. –¿Cómo te lla... –comenzó a preguntar, pero se detuvo. Menuda torpeza la suya, él era mudo ¿cómo iba a decirle su nombre? Se dio cuenta demasiado tarde y lo miró preocupada.
Él sonrió, se acercó a la chimenea y con un palo se dispuso a escribir su nombre. Ella se asomó para ver qué hacía. <<Me acabo de dar cuenta de que no puedo decirle mi nombre...>> pensó para sí mismo, justo antes de empezar a escribir la e, la miró y ella le sonrió.
–No te molestes, soy casi analfabeta, probablemente no pueda leerlo aunque lo escribas. –Luego se giró avergonzada y se puso a pelar una patata mientras notaba una sensación desagradable en su estómago.
Derek se había quedado petrificado, no sabía que debía hacer, era la primera vez que conocía a alguien que no supiera leer y aquello le había pillado de improviso. Sabía que había mucha gente en el reino que no tenía acceso a una educación, pero jamás pensó que ella era analfabeta.
–Mi hermano Nathan, el pequeño, es el único que pudo ir a la escuela. Siempre fue muy inteligente y, al ser varón, era más adecuado que fuera él y no yo... Iba a enseñarme a leer cuando volviera de El Claustro, pero los soldados se lo llevaron... Espero que esté bien, él y Lian son la única familia que me queda, solo espero que vuelvan... –Tuvo que parar de hablar en ese momento, pues notó que los ojos se le empezaban a llenar de lágrimas y, a esas alturas, estaba harta de llorar.
Un sonido proveniente del exterior les hizo mirarse asustados. Se oían voces y pasos que venían hacia la casa. Las pisadas se escucharon más cerca, hasta que estuvieron seguros de que había alguien tras la puerta. Derek se levantó con rapidez, cogió el atizador de leña y se escondió tras la puerta del dormitorio de Nora. Dos fuertes golpes retumbaron en el salón.
–¡Abra la puerta! –dijo un hombre con voz autoritaria.
Nora se lo pensó, miró de nuevo a Derek, que le hizo un gesto para que fuera a abrir. Entreabrió la puerta lo justo para asomarse un poco por ella, sin que ellos pudieran ver el interior.
–¿Qué... qué ocurre? –Preguntó, asustada.
–Estamos buscando a dos hombres, llevan casi un mes desaparecidos y la última vez que se les vio, fue por esta zona. ¿Sabe usted algo sobre el tema? –El hombre iba de uniforme y le mostraba un papel con un retrato de los desaparecidos. Eran ellos, los hombres que la atacaron, que ahora estaban muertos y que a saber dónde estarían sus cadáveres. Nora miró el papel tratando de contener los nervios.
–No... no los he visto...–contestó, notando que sus palabras no sonaban convincentes.
El hombre la miró receloso. –¿Hay alguien más en la casa? –preguntó, tratando de asomarse por el umbral de la puerta.
–No, no hay nadie...
Él la miró nuevamente y suspiró, luego se giró a sus dos compañeros.
–Sigamos. –Les ordenó, pero se volvió y miró otra vez a Nora, que sentía que el corazón se le iba a salir del pecho. – Señorita, lleve cuidado, cierre bien la puerta y las ventanas de la casa, es posible que haya un asesino suelto. –Sin más, se marcharon.
Nora cerró la puerta y se apoyó en ella, luego miró a Derek, que salía de la habitación.
–¿Qué vamos a hacer? –Le preguntó sabiendo que no le podía contestar. –Por favor... dime qué debería hacer...
El silencio, en tiempo de crisis, es como una nube negra que lo oscurece todo y, en el corazón de Nora, se estaba formando una tormenta contra la que no sabía cómo lidiar.
–¡Ojalá pudieras hablarme! Ojalá pudieras decirme qué puedo hacer...–Su voz no parecía pertenecerle, le estaba hablando como si lo conociera. Aquel hombre era un extraño que ella había metido en su casa, un asesino y un salvador. ¿Podía gritarle? ¿Podía pegarle y él no se defendería? ¿Qué podía hacer para oírle decir una sola palabra? ¿Quién demonios era aquel tipo? –Estoy harta, muy harta de todo... solo he conocido el sufrimiento...
Se separó de la puerta abatida, fue hacia la cocina y continuó pelando aquella patata. Derek la miró impotente, quería hablarle, quería decirle muchas cosas, pero no podía y eso lo estaba matando.
Mientras tanto, una sombra se agazapaba entre los árboles que bordeaban la humilde casita de Nora, una que, al igual que la que se estaba formando en el corazón de ella, iba a explotar en una gran tormenta y, valga la redundancia, en un gran tormento.
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