9|Huesos Secos
—No puedo dejarla sola, me pidieron acompañarla hasta que ellos regresaran—elevó la voz fundida en renuencia debido al atronador aguacero que chocaba contra el techo.— . El tiempo está enojado, cualquier cosa puede pasar y el doctor me mataría si a usted le...
—¿Cualquier cosa puede pasar? ¡Por Dios Santo! Vaya por mi hermano y dígale que lo necesito pronto—exclamó la mujer torciendo las mangas mojadas de su vestido. —¡Es ahora hombre, ahora!
—Pero señorita Eunice entienda que...
—¡No! No hay que entender nada, hágalo, vaya por mi hermano ahora.—de un momento a otro ella suavizó el gesto y la voz, sus hombros cayeron pero su inquietud yacía latente en sus ojos—. No deseo presenciar la muerte de alguien, no hoy, entiéndame.
Al ver el desespero en los ojos de ella, el hombre suspiró rendido. Asintió y cubriéndose los hombros con una frazada gruesa se giró hacia la puerta. Cuando la abrió una ola densa de frio los azotó a ambos.
—Dígale que haré lo que me sea posible hacer.—dijo ella abrazándose a sí misma.
El hombre asintió. Respiró profundo y se echó a correr al coche aparcado fuera de los muros verdes de los cipreses, donde dos caballos yacían esperando.
Cerró la puerta y torciendo la trenza larga de su cabello se giró sobre sus talones y corrió escaleras arriba. El camino alfombrado se colmó del agua que goteaba del faldón de su vestido. Sus pisadas se marcaron y sus botas resonaron logrando un eco que iba de pared a pared.
La luz del sol se había marchado y la penumbra reinaba. Los destellos plateados entraban por las ventanas dando por escasos segundos indicios de donde se encontraban las cosas. Sus botas resonaron a cada escalón pues era la luz de una vela al final de la cima la que sus ojos perseguían con aflicción.
Al llegar tomó el platillo y corrió a la habitación. Tomó aire a profundidad y entró. Las cortinas galopaban elevadas sobre el alto ventanal mientras un viento recio las dominaba llenando la habitación. Consternada, corrió a cerrarla. Se dobló las mangas del vestido y tomó un grueso pedazo de tela para después limpiarse las manos y el rostro de lodo. Cuando se giró para cargar un balde de agua que estaba puesto en una esquina un doliente gemido a su espalda la sobresaltó.
Inmóvil ante el sonido trató de calmarse. Llevó el balde al pie de la cama y rasgó varios pedazos de tela. Arrastró un baúl con instrumentos y prendas de vestir. Sacó tijeras, un vestido, un par de calcetas y una manta gruesa. Acercó una silla de mimbre y colocó todo ahí. Se alejó un poco e inspeccionó si faltaba algo más. Suspiró y se dio cuenta de que debía actuar ya.
Agarró las tijeras, se inclinó sobre la cama y cortó el vestido cubierto de fango. El pecho de la mujer sobre la cama subía y bajaba con levedad y eso en verdad la preocupaba. Cortó el vestido hasta dejarla expuesta de pies a cabeza.
Tiró los restos del vestido y mojó los retazos de tela que antes había hecho. Deslizó los paños por la piel sucia y húmeda, en eso descubrió algo en una de sus piernas. El costado izquierdo de ésta estaba inflamado y cubierta de un color rojizo. Cuando ella pasó el paño sobre esa área un repentino gemido brotó de los labios de la enferma.
Bajó la mirada, afligida, sintiéndose por un momento incapaz de terminar lo que dijo que trataría de hacer posible. En ese momento notó un color que resaltaba del vestido rosa cortado. Manchas rojizas extenuadas por el agua. Lo quedó mirando y lo sostuvo. Al darle vuelta supo de qué parte provenía.
Desvió la mirada hacia la mujer y soltó el vestido. Humedeció otro paño y deslizándolo sobre el cuello y los brazos pensó en la barbarie que había sufrido. Observó su rostro. Lucia atormentado, su boca yacía entreabierta, respirando con pesadez. Su nariz estaba congestionada y roja.
Estaba sometida en fiebre, mallugada de una pierna y podría decir que también fracturada pero no estaba segura.
Secó su cabello y cuerpo después de haberla lavado. Su problema se había presentado cuando dispuso ponerla de lado, no pudo; porque cuando lo intentó un quejido salió de la mujer.
Tomó la manta gruesa y la arropó. Después le puso compresas húmedas en la frente y trenzó su cabello con ligero ajuste.
No podía creer que se veía envuelta en una situación tan fuera de su control. Existían tantas otras situaciones de manejar para ella que esa justamente. Su hermano sin dudarlo hubiera hecho las cosas de otro modo y con extenuante sosiego.
No temía ver sangre en su vestido o escuchar los gemidos de alguien sometido en dolor, no; lo que no toleraba era verse a sí misma inútil y sin resultado.
Suspiró alejándose, se abrazó a sí misma y cerrando los ojos trató de apagar sus pensamientos.
—Dios mío, Dios de mi alma ayúdeme que caigo en desespero.—musitó uniendo las manos en su pecho.—. Soy fuerte, me has hecho una mujer valiente y esforzada, creo en ti. Me fortaleces todas las mañanas cuando me levanto y cuando duermo después de un día cansado y trabajoso. Oh Dios, dame la fuerza y la gracia para ser útil donde quiera que esté y donde quiera que vaya.
Caminó de vuelta hacia la cama y sentándose en la silla de mimbre, extendió una mano en dirección de la enferma y oró.
—Tengo fe en tí, Señor. Yo creo en tu poder, en el amor de tu maravilloso sacrificio en la Cruz, por favor te ruego que la salves, quita de su cuerpo esta dolencia que la somete y que hace que ella sufra.—de pronto dejó la silla y se arrodilló al pie de la cama.—. Por tus llagas podemos ser curados, por tu sangre podemos ser salvados. Por favor te pido misericordia, misericordia por esta alma Señor.
Guardó calma y siguió esperando y humedeciendo con paños tibios la frente enardecida de ella. Cubrió sus pies con calcetas y encendió la habitación con abundantes velas colmando de luz la estancia.
Al poco rato se vistió y peinó su cabello en una trenza ligera. Arrastró un banco junto a la ventana y aguardó pacientemente la llegada del coche a la entrada.
No supo cuánto tiempo se quedó dormida esperando. Se descubrió con los pies sobre un banquillo y los brazos cruzados sobre su pecho. Bostezó y miró hacia la ventana. Suspiró. La tormenta seguía imparable y los destellos refulgían, el viento hacía de las suyas con los árboles. El agua azotaba contra la ventana. Supo que ya no vendrían, no esa noche.
Un movimiento hizo que desviara la mirada hacia el bulto de la cama. La manta se movía y un lloro pequeño escuchó.
“Mi culpa. Mi culpa. Mi culpa. Mamá, papá, es mi culpa, mi culpa.”
Eunice se incorporó de prisa y acercándose con sigilo advirtió la desesperación en las facciones de la enferma. Sudaba y respiraba con fuerza haciendo que su cuello se marcara. Sintió que el corazón se le hundía ante la aflicción con la que su voz prorrumpía. Humedeció otro paño y borró las lágrimas en sus mejillas, refrescó su cuello y frente.
—¿Qué fue lo que le hicieron? —dijo tomando su mano y entrelazando los dedos con los de ella.—. No imagino qué pero no parece que lo mereciera.
Eunice agradeció en silencio a Dios por haber insistido en querer llegar lo antes posible a la casa donde se hospedarían. En su afán de querer ver y ordenar el espacio partió de la municipalidad justo cuando la tormenta yacía en pleno apogeo. Su hermano había insistido en que se quedara aconsejando que el tiempo no era propicio para andar sola. Ella por su parte, refutó cualquier argumento cerrándose en su propia idea.
Cuando estuvo en el camino, bastante alejados del pueblo y bajo el torrencial aguacero, abruptamente el coche se había detenido y su corazón había quedado pasmado ante la alarmante noticia del cochero.
<<¡Hay una muerta en el camino, una mujer muerta!>>
No tuvo tiempo de pensarlo dos veces cuando se apeó y corrió entre la masa del fango. En segundos estuvo empapada.
Y era verdad, había una mujer en medio del camino desfallecida. Plantada entre el agua y el barro. Rubén, quien era el cochero parecía nervioso y no había querido acercarse lo suficiente como para rendir ayuda. Eunice buscó el pulso en su cuello, respiró tranquila cuando lo encontró. Con el agua bañándolos a los tres hizo lo posible de la mejor forma en subir cuidadosamente a la mujer.
—Papá, por favor ayúdame...—se quejó la joven con una tos seca al final.—Papá…
—Calma querida, todo está bien.—dijo Eunice.
—¿Dónde está papá?—Deliró cansada sin poder abrir los ojos—. Él se preocupa cuando no regreso a casa, pobre de mi padre...
—Calma cariño, no te agites...
Ella lloró pero rápidamente su voz se apagó en tos.
Su rostro se enrojeció y su pecho ascendió y descendió con aceleración. ¡Dios mío! Acercó una almohada por detrás, tocando su espalda, quedando así ligeramente inclinada con la libertad de poder respirar mejor. Al ver que ella lograba calmarse y tomaba aliento, se dejó caer sobre la silla soltando la exasperación de aire que había estado conteniendo.
—Cariño, me ha estado inquietado el hecho de que posiblemente haya alguna herida en tu espalda, he intentado verlo pero he descubierto de que te causa dolor. —dijo inclinado los codos sobre sus rodillas mientras la miraba atenta—Dime ¿sientes molestia en tu espalda?
Ella parpadeo quedando a la deriva. Tragó saliva. De pronto, sus ojos se iluminaron de conocimiento y una mueca afligida surco su rostro. Una lágrima imprevista se deslizó por su mejilla y ésta terminó evocando a más.
—Tranquila, tranquila. Está bien si no quieres hablar, no te sientas presionada cariño—se apresuró a hablar. Suspiró.—. Me gustaría que me ayudaras a ayudarte.
—Agua...—susurró ella en respuesta.
Eunice parpadeó. Perpleja se incorporó y asintió.
Tomó una palmatoria con una vela encendida y salió de la habitación. Prendió fuego en la chimenea y puso sobre el gancho una olla con agua. Vertió manzanilla, hojas de limón y jengibre. Mientras tanto se hervía la fusión, iluminó los pasillos con velas, cerró las entradas que dieran espacio al viento y corrió todas las cortinas posibles.
Se acercó al fuego para sentir calor y haciendo fricción con las manos espero el agua burbujear.
Un tipo de ansiedad envuelta con alivio subyugada sus nervios, debido a que la tormenta seguía con fuerza al mismo tiempo que el viento, el cual amenazaba el techo haciendo que está crujiera. Pero a pesar de esto Eunice agradeció a Dios por la paz de haber escuchado palabras en boca de la mujer, aunque fue solamente una, agradeció.
Cuando estuvo listo el té, subió con una jarra en una bandeja y pequeñas tazas que había encontrado en un pequeño mueble de madera empotrado a la pared.
Al entrar escuchó la dureza en que la garganta de la joven prorrumpía. Se hacían flemas pero no podía escupirlas porque apenas lograba llegar a tomar fuerza para respirar y hacerlo.
Cuando la miró se afligió pero rehusó a perder la fe.
Cuando la vio en el camino no pudo constatar bien su imagen debido a que no había más luz del sol, pero cuando la llevaron a esa habitación se impresionó a la luz de una vela el color violáceos con los que se pintaban sus labios y como los dedos de sus manos yacían arrugados y sin color.
En ese momento apenas lograba capturar sonrojo en su rostro.
—Querida, abre la boca esto aliviará la sensación de ahogo.—dijo Eunice inclinándose y tocando el hombro de la joven con una mano.
Cómo ésta estaba acostaba con tres almohadas en su espalda no le fue difícil ingerir el té. Cada vez que le daba un sorbo soltaba el aliento con sosiego, sintiendo calma en la garganta.
—Tengo miedo...—musitó la joven.
Eunice la quedó mirando.
—¿Qué fue lo que pasó?
—No quiero volver a fuera.—cerró los ojos justo antes de que unas lágrimas se derramarán por su mejillas.
—No pasará querida, estás a salvó ahora, limítate a recuperar fuerzas.
—Temí mi fin...—reveló viendo a la deriva con una expresión de miedo.—¿Qué fue lo que hice? Yo... Yo no me meto con nadie, ¡Dios mío!
La joven empezó a llorar. Eunice supo que terminaría en tos debido a la fuerza con la que ejercía. Sirvió otra a taza a rebosar y le dio a beber. Cuando se calmó, como pudo se acostó de costado antes de hacer una mueca de dolor. Con las palmas en las mejillas y las piernas flexionadas, cerró los ojos. A los tres segundos ya estaba dormida.
En ese momento, Eunice se incorporó. Dejando la taza en la mesilla de a lado, rodeo la cama y se sentó. Se inclinó deslizando la manta que envolvía a la joven. Cuando la espalda de ella quedó descubierta Eunice lanzó un suspiro atónito.
Habían marcas púrpuras serpenteando toda la espalda de la joven. En el centro de éstas una pequeña laceración se marcaba. Con razón se había quejado cuando ella y el cochero la habían cargado escaleras arriba. En su inconsciencia el dolor no se había dejado sumir.
Notó que la ropa que envolvía la cama, justo donde había estado la joven, estaba goteada de sangre. Su espalda sangraba pequeñas gotas rojas.
Enseguida, Eunice se lavó las manos con jabón y agua. Se acercó con cuidado y lavó la herida, de vez en cuando la joven lanzaba un quejido, pero esto no fue distracción para ella por terminar.
Después de haber hecho presión con la idea de parar el sangrado, aplicó ungüento y cubrió la herida cruzando el vendaje por su estómago.
La cubrió con la manta hasta los hombros y volvió a sentarse frente a ella.
Suspiró y dejó ir la cabeza hacia atrás.
El silencio había sido como una manta, cubriendo del frío y ahuyentando el miedo. Todo había sido calma para sus adormilados ojos cuando de pronto un ruido la despertó.
<<¡No! ¡Por favor, ayuda! ¡Que alguien me ayude!>>
Eran gritos.
Levantó la mirada dejando el adormecimiento. Encontró a la joven hecha un revoltijo entre las sábanas. Se movía de aquí allá desesperada. Lloraba demasiado. Sus lamentos alcanzaron romper su voz para después sumirla en ahogo.
Eunice se incorporó deprisa. La tomó de los hombros y la sujetó. Se dio cuenta de que estaba cubierta en sudor y temblaba. Su cabello se había adherido a su cuello húmedo. Tenía los labios pálidos y los párpados impregnados. No sabía qué la atormentaba, pero algo podía intuir, no era nada bueno.
Sin saber que más hacer, la atrapó en sus brazos e hizo que descansara la cabeza en su pecho. Meciéndola, la tranquilizó en susurros.
—Tranquila, cariño, las flores están brotando en las praderas y el rocío del cielo ha besado la tierra.—musitó a su oído mientras deslizaba una mano por su cabello—. ¿Qué tal si corremos entre la hierba y luego tropezamos? Tómalo como una invitación irrechazable. Querida, por favor no la declines.
Inclinada sobre las almohadas, con la mejilla apoyada en la cabeza de la enferma, cedió ante el sueño.
Un suave murmullo hacia que entreabriera los ojos y luego del sueño los cerrara.
Había sido un largo viaje desde las costas del norte. Lo único que hizo durante días fue mirar a través de la ventana del carruaje. Los árboles se extraviaban uno tras otro y entre estos muchas casas. Montañas y pueblos, todos diferentes fueron quedándose atrás.
El viaje había sido silencioso como arrollador. Mientras las ruedas hacían ruido por el camino y el ambiente de afuera se colaba, llenándonos, dentro del carruaje no existía palabra que por lo más mínimo la envolviera en curiosidad.
Sucumbiendo contra el sueño y los calambres de tanto estar sentada lo único que hizo contra eso fue limitarse a soltar suspiros de vez en cuando. El doctor Walter había puesto oído a sus quejas pero no mostró querer prestarle ayuda, ¿Y cómo, si él estaba igual? El sueño lo dominaba y el cansancio lo obligaba a cerrar los ojos de vez en cuando.
Su hermano por otro lado no se había dejado apaciguar por el peso del viaje. Su pluma no descansó sobre la hoja en la que escribía. Sus gestos seguían firmes y despiertos, su porte no se había torcido por el afán que hacía en escribir, lo único que podía notar inquieto era su cabello, quien se había dejado blandir ante el viento. No tenía idea de cómo lo hacía. No conocía a alguien más serio, fuerte y decidido que ese hombre que ostentaba ser su hermano mayor.
Estaba exhausta.
Pero, así mismo de cansada también se encontraba a la expectativa de cualquier ruido por más minuciosos que fuera.
Durmió otro rato. Durmió creyendo que por fin había alcanzado el sosiego. No fue así. Un ruido la sobresaltó. Uno insistente, uno que parecía provenir de la planta baja. Abrió los ojos consternada. En ese momento se dio cuenta que tocaban la puerta.
Cuando quiso incorporarse un dolor le atenazó la espalda. No se había dado cuenta que había estado encorvada cargando el peso de la joven sobre su pecho todo ese tiempo.
Con sumo cuidado se fue separando de ella. La dejó acostada sobre la pilas de almohadas, inclinada a modo que respirara.
Cuando se giró hacia la puerta nuevamente el sonido sonó. Bajó la escaleras rápidamente, cruzó el pasillo pero antes de llegar a la puerta se detuvo abruptamente.
Dudó al ver la manija.
Tomó una lámpara vieja y se acercó con sigilo. Escuchó un ruido al otro lado, una exasperación cansada, luego un puntapié ligero sobre el suelo.
Eunice respiró, elevó la lámpara y abrió la puerta. Enseguida una ráfaga de viento helado la cubrió. Acto seguido, se encontró a si misma a punto de golpear al doctor Walter en la cara. Al instante soltó un grito ahogado, segundos después lo único que pudo sentir fue alivio.
Un hombre empapado, alto y con una expresión cansada la miró. Cuando observó el objeto que cargaba en la mano ni siquiera se inmutó. Se inclinó por los maletines que tenía a cada lado e hizo un ademán de entrar.
—¿Pensabas golpearme, Eunice?
—Creo que si.
—Lo ideal hubiera sido no abrir la puerta y preguntar de quién se trataba.
—Lo ideal hubiera sido tocar la puerta y decir que eras tú.
—Si, también.
—¿Donde está Adrián…
—Uno de los caballos del cochero fue impactado por un rayo.—soltó sin cautela mientras inspeccionaba a brevedad la estancia iluminada.—. Está muerto...
Eunice se detuvo en seco, pasmada.
—¿Que?
—... el otro fue sacrificado, no había nada que hacer por él.
Walter dejo los maletines en una mesa. Se deshizo de la bufanda y el saco. Eunice con la sorpresa todavía en el rostro le alcanzó una manta pequeña para secarse.
—¡Dios mío! ¿Él está bien?
—¿El caballo?—cuestionó incrédulo.
—No, el cochero.
—Ah—dijo distraído—. Afortunadamente está libre de peligros, aunque está gravemente impresionado.
—¿Dónde está ahora?
Walter se restregó el rostro y se sentó plácidamente sobre un sillón de respaldo alto frente al fuego.
—En la habitación de un consultorio.—dijo uniendo las manos sobre su regazo y cerrando los ojos.—Lo que no me explico es porqué quiso volver, Adrián le dijo estrictamente que se quedara contigo, a menos que hayas interferido en la orden, Eunice.
—Tenía motivos fuertes—dijo ella—. En realidad los sigo teniendo.
—¿Ah, si?—interrogó comedido.
—Si Walter.
—¿Cuales? ¿Referirse a la brusquedad de polvo en esta vieja casa o ver la inestabilidad de los muebles? —dijo arrastrando las palabras producto del sueño—. Insististe en venir antes de tiempo, ¿Por qué tener a dos hombres estorbando en el afán de cerciorar la fachada y el interior de este lugar? Si son los motivos reales, entonces pobre de Rubén y esos caballos muertos.
Eunice resopló.
—Ojala solo muebles y polvo de años hubiera encontrado, Walter.
—¿Y qué fue lo que encontraste?—preguntó adormilado.—¿Algún fantasma merodeando esta inhabitada casa?
Eunice no pudo ocultar el enojo.
—No, no encontré un fantasma; encontré una mujer medio muerta en el camino, hundida en barro y sin color.—El abrió los ojos y ladeó el rostro sin moverse de su posición.—. Misma que yace dormida en la habitación principal de esta casa.
—¿Medio muerta?—preguntó receloso.
Ella asintió. Se sentó en un sillón de mimbre cerca de la pared justo donde reposaba un candelabro dorado con llameantes velas por encima de su cabeza.
—Creí que estaba muerta, pensé lo peor.
—¿Qué fue lo que hiciste, a continuación?—preguntó de pronto interesado.
La miró mientras ponía el codo sobre el reposabrazos y la mano sobre su quijada, atento a sus próximas palabras.
—Lo necesario, intentar salvar su vida, como sea.
—¿Qué encontraste en ella?
Contuvo la respiración al recordar la doliente escena del cuerpo.
—Fue ultrajada—dictaminó pensativa viendo las ondas del te dentro de la taza.—. La lastimaron salvajemente. Su pierna y su espalda están pinceladas. La patearon con energía dejando un pavoroso mapa. Descubrí una pequeña laceración entre los azotes, procedí a limpiar y a vendar la herida. Su cabeza esta delicada pero gracias a Dios no parece grave.
— Excelente trabajo entonces—felicitó con seriedad y respeto—. ¿La mujer se encuentra mejor a como la encontraste?
—La fiebre ha cedido un poco—asintió comedida— . Fue bastante susceptible a la tormenta pero está mucho mejor a como antes.
Walter no se inmutó. Pero alabó en silencio su gran labor.
—Por eso mandaste a Rubén, ¿Acaso no te viste capaz de solucionar la situación? —cuestionó volviendo a cerrar los ojos recostándose como estaba antes.
—Me negué a no poder hacerlo, pero con ayuda de Dios lo hice.
Él asintió.
—Siempre lo es, su ayuda nos es indispensable.—apoyó con la voz entumecida de sueño—Por cierto, Adrián no vendrá, no lo esperes.—dijo después de unos minutos de silencio.
—Lo suponía.
—No va arriesgarse con los baúles llenos con esta tormenta, ya lo sabes, además; se ha quedado con Rubén.
—Era de esperarse, él es así—dijo—. Será hasta mañana, entonces.
Cuando Walter de retiró a su habitación hizo una parada dónde se encontraba la joven. La revisó y estuvo con ella alrededor de una hora. Al ver Eunice el cansancio con que se mantenía le pidió que descansara. Éste aceptó y se fue.
A la mañana siguiente el sol se mostró con debilidad. La niebla se dejaba ir con sosiego y el sereno helado se afanaba en calar la piel. Las aves cantaban en los ramajes de los altos árboles que cundían el predio. Todavía no se había extendido la luz de la aurora en el cielo cuando ella ya se había precipitado fuera en el corredor a esperar.
Esa mañana llegaría la mujer que se encargaría por esa semana a cocinarles. Internamente había protestado pero con calma decidió pensarlo mejor, iba verse ocupada y estar afanada entre dos cosas, indudablemente iba a verse a la mitad, arrastrada sin hacer bien esto por pensar en aquello.
Una brisa fresca la llenó haciendo que se envolviera aún más con la manta. Estaba exhausta y desvelada. La noche había sido larga y lo más que había descansado fueron dos horas.
Dos efímeras horas. No renegaba pero ansiaba descansar. Hubo un tiempo durante la noche donde la enferma no cesó de pedir ayuda entre sollozos. Los sueños la atormentaban y cada vez que el cielo rugía ella terminaba encogiéndose cada vez más en forma fetal.
Una fuerza descomunal que no supo describir en sus pensamientos hizo que sobrellevar el desvelo con paciencia.
No supo cómo pero se vio sorpresivamente despertando con brusquedad. Un ruido minucioso pero llamativo a su costado la alarmó. Algo se movía. Sin soltar la manta de sus hombros se incorporó y se dirigió a los escalones laterales. No había tocado el primer escalón cuando descubrió un personaje acuclillado dándole la espalda. Una canasta yacía a su lado y de ésta rosas sobresalían juntamente con pequeños girasoles. A su izquierda descansaban plantas muertas, recién arrancadas.
Un sombrero gris cubría su cabeza y su cabello parecía estar encogido dentro de este. Tarareaba mientras escarbaba en la dócil tierra.
—¿Quién es usted?—preguntó Eunice desde los escalones.
La extraña no se inmutó sino que ladeo el rostro y exhaló.
—Cualquier cosa menos una amenaza, señorita.—respondió con voz aburrida mientras tomaba una flor y la plantaba.
—¿Qué hace aquí?
—Lo que sus ojos pueden ver.—. Su sarcasmo arrastrado hizo que Eunice desconfiara.
—¿Es acaso normal aquí entrar sin llamar o dar señal de querer hacerlo?
—No.—suspiró.
—¿Entonces?
La extraña tomó otra flor y siguió en lo suyo.
—Aquí —palmeo el suelo con ambas— es normal no entrar, y yo amo estar donde nadie desea habitar.
Eunice había escuchado breves comentarios sobre el lugar donde se hospedaban. En el momento no les puso atención debido al ajetreo del viaje, el cansancio y la reunión en la municipalidad. Pero resaltaba en su mente un comentario, uno de alguien que dijo entre tantas voces: "Pie puesto ahí, pecho asmático"
Entonces entendió..
—Ahora hay habitantes.
—Si, pero no por mucho ¿Me equivoco?
De un momento a otro las flores en la canasta menguaron.
—¿Eres de por aquí cerca?—preguntó Eunice.
—Algo así.—se incorporó y una vez que metió las plantas muertas en la canasta se giró hacia ella.
Era una jovencita alta y de tez morena.
—Me da la impresión de que no debería estar usted aquí, ¿No estará alguien preguntando su ausencia, joven?
La chica bufó.
—No, mi encantadora señora salió, hace viajes y tarda en regresar, es muy ocupada—sonrió distraída—, gracias a Dios.
A Eunice le llamó la atención ver la manera en como se curvearon los labios de la joven y como sus ojos se tornaron de un brillo extraño, quizás por decir corrupto.
—¿Por qué gracias a Dios?
La fascinación que antes había envuelto sus facciones de pronto de opacaron por una de fastidio.
—Es una bruja engreída, cree que solo ella existe y que los demás somos las piedras por donde sus zapatos resuenan.
—¿Por qué sigue ahí, entonces?
La joven se encogió de hombros. Pareció meditar su respuesta para después terminar en un suspiro esperanzador.
—Existe un motivo, uno grande el cual todos los días me roba el aliento—reveló meditabunda envuelta en una agonía que con extrañeza la hacía sonreír—. No puedo irme, aún no.
Eunice reconoció un brillo terco en sus facciones. Un tipo de esperanza cundía el cuerpo de esa chica, una que parecía luchar con un imposible.
—¿Existe día en que es feliz?—preguntó Eunice.—¿Puede verse completa sin ese motivo?
—Usted es una extraña pero, se lo diré porque pienso no volver a verla—dijo resuelta—. Soy consciente que puedo sola y que puedo doblegar las mas fuertes y finas botas. La cuestión es que no me gusta lo fácil, conseguir lo que quiero en un chasquido me resulta tétrico y sin gracia. Deseo un desafío; uno que me haga sufrir y a la vez gozar, que me anime aunque esté en medio de la viva indiferencia.
Eunice no dijo nada. La joven por su parte sonrió como una niña.
—Es lo que hay, señorita y lo acepto—se excusó sin remordimiento empleando un aire petulante en sus gestos, como si sus acciones fueran dignas de hazaña.
—O quizás es lo que quiere que haya y lo acepta porque el hecho le complace—repuso Eunice—. La juventud ciertamente se ciega en caprichos y ensoñaciones, hace que leviten en sueños pero cuando la realidad llega, sin duda y créame, se verá con un golpe y con alguna que otra cicatriz.
—No la contradigo, no me avergüenzo de mis andares ni de las máscaras que empleo para fingir, no busco cambiar y no pasará aunque la reflexión me hostigue y me hostigue.
—Insurgente.—musitó Eunice.
—Según usted levito debido a los años que poseo, bueno; gozaré el golpe.
—"Hay caminos que al hombre le parecen rectos, pero que acaban por ser caminos de muerte".—citó Eunice—. Le aconsejo que desista ante los deseos del corazón, pues éste es engañoso.
La joven torció el gesto ante el fragmento dicho.
—Un placer señorita.—dijo haciendo una reverencia. —Volveré cuando mis flores no tengan visitantes en su tierra.
La joven se giró y se alejó por el camino contrario del pueblo.
Eunice no tuvo tiempo de reflexionar porque súbitamente un ruido llamó su atención. Un carruaje se acercaba. Estuvo atenta cuando éste se detuvo en la entrada. Unos segundos después la puerta se abrió y emergió una mujer. Una mujer mayor, menuda y de cabellos grises.
Estuvo a punto de decepcionarse pero enseguida un segundo personaje se reveló. Era un hombre alto, enfundado en un traje gris oscuro. Su presencia denotaba una energía diligente y directa que al instante reconoció
Ella sonrió sintiendo un alivio que abordaba su pecho.
Eunice lo esperó al pie de los escalones y cuando éste la miró se acercó de inmediato junto con la mujer con quién venía.
—Eunice—dijo agitado—ésta es Clementina, te presento a la única mujer que se ofreció a ser nuestra cocinera. Clementina, esta es mi hermana, Eunice.
Eunice dudo pero pronto supo porque de esa frase " la única mujer que se ofreció" Por lo que los rumores cobraban más sentido y veracidad respecto a esa casa.
—Mucho gusto mi niña.—loó la señora con una voz dulce y suave.
Eunice sonrió encantada.
—Es el mío, señora—contestó tomándole las manos—Muchas gracias por estar aquí. Sepa que con su presencia aquí con nosotros contribuye a una gran labor.
Enseguida Eunice supo que la señora era digna de confianza, pues el brillo sincero de sus ojos se lo mostraron. En ese momento, notó la ausencia de su hermano a su lado. Cuando ladeó el rostro lo encontró caminando hacia al carruaje justo cuando el cochero se apeaba.
Tomó del brazo de la señora y la guio adentro. Le mostró la casa a brevedad, los utensilios de la cocina y los suministros de comida con los que contaban y que parecían más que suficiente y por ultimo una habitación por si deseaba quedarse en las noches.
La noche anterior cuando hizo uso de la cocina, sé preguntó quién había sido el que se había encargado de tan semejante tarea. Limpiar, ordenar y abastecer todo lo necesario. Esa propiedad había estado deshabitada por muchos años por lo que deducía que el polvo debía ser mucho. Quien había sido o quienes, les agradecía por tan grande labor.
Cuando regresó afuera se topó con un baúl en el aire tomado de cada extremo por el cochero y por su hermano. Rápidamente abrió la puerta lo más que pudo proveyendo espacio. Cuando lo hubieron dejado regresaron a por más cosas.
Un segundo baúl fue llevado hacia adentro. Luego, maletines grandes y carteras colmadas de material necesario para la misión. Eunice se acercó al carro a por más cosas, pero cuando abrió la puerta y asomó la cabeza dentro de la caja vio que ya no había nada dentro. Entonces rodeó, encontrando un pequeño baúl de madera en la parte trasera del carruaje que al instante reconoció, era suyo.
Se inclinó hasta alcanzarlo. Deslizó la mano sobre la superficie azulada de la madera y sumergida en un repentino halo de conciencia observó el camino. Visualizó una imagen y luego percibió una sensación lejana que casi parecía volver.
Sin perder la tranquilidad respiró y envolvió el baúl con un brazo reposándolo sobre uno de sus costados. En eso, vio acercarse dos caballos. Estaban lo bastante lejos como para achicar los ojos pero de un momento a otro sus figuras se agrandaron cada vez más.
Fue en cuestión de segundos cuando estuvieron frente a ella, galopando con premura. Se fijó en los jinetes. Uno de ellos era un hombre mayor con barba abundante y el otro era más joven, apuesto y con cierto porte, distinguido.
Ambas expresiones en los hombres denotaban un mismo sentir. Pudo haber estudiado y haber llegado a una conclusión pero lo segundos en cuestión no eran buen tiempo para hacer un estudio.
Cuando se giró, de sorpresa se encontró con el cochero quien volvía a su puesto. Éste se despidió de ella tocando la punta de su sombrero. Cuando viró el carruaje inmediatamente chasqueó las riendas saliendo pacíficamente hacia el pueblo.
En ese momento apareció Adrián en la entrada. Su mirada estaba puesta sobre unos papeles que tenía en las manos. Su cabello lacio cubría su frente pero no ocultaba su expresión, el cual era reflexiva. Cuando se acercó notó que lo que leía era una carta.
—¿Buenas noticias?—preguntó ella.
—Es del emisario, tenemos camino abierto para ingresar a la aldea—dijo—. Hay que estar atentos, será en unos días.
Eunice suspiró.
—Estaría tranquila si conociera por fin a ese hombre, Adrián.—expresó sintiendo un sorpresivo agobio ante la identidad desconocida del hombre con quien contaban.—. Sepa Dios quien es y que espera recibir de nosotros, ¿Por qué se ha ofrecido sospechosamente a conducirnos a la aldea?
Al percibir la inquietud en la voz de su hermana, él levantó la mirada buscando la de ella. Sin soltar voz la observó. Estaba ansiosa. De vez en cuando, no podía evitar ocultar el desasosiego que sentía referente a lo desconocido o lo que no estuviese bajo su control.
—En el fondo pienso que sabes quién es y que me ocultas cosas para no preocuparme—indagó mirándolo con recelo—. Y si es así, Adrián te pido que desistas, puedo sobrellevar cargas por mas ansiosa que esté y sabes que si.
—Lo sé y sé también la aflicción innecesaria que cargas ahora mismo — expreso expedito.—Eunice, basta en que confíes en mí, y dejes de buscar desazón por todas partes.
—Me conoces, sabes que para mí es necesario saber que tierra he de pisar—se excusó jadeante. Respiró profundo y lo miro fijamente.— ¿Quién es ese hombre? ¿Por qué tanto empeño? Por favor dime.
Sin responder al instante, antes Adrián meditar la insistencia que se pintaba en las facciones de su hermana.
—Respóndeme algo tú ¿Te ha gustado el orden de la casa, Eunice?— preguntó paciente.
—¿Que?
—¿Satisfecha con la limpieza, el abastecimiento de la cocina, las habitaciones?—insistió—. ¿Te ha gustado el orden con que ha quedado esta vieja casa?
—Si pero—respondió dudosa—¿Qué con eso?
—Aquí tu respuesta: Ese desconocido se encargó personalmente de todo lo que hoy disponemos—reveló entregando la carta en sus manos—. Fue quien dio las vueltas necesarias para hacer de este lugar lúgubre uno confortante. Ahora considérate tranquila.
Apresuradamente, Eunice leyó el nombre y el contenido del hombre en el papel. Cuando levantó el rostro, Adrián ya no estaba, así que entró a la casa. Tras estar dentro percibió el olor que colmaba la estancia y que provenía de la cocina. Café recién hecho.
Dejándose guiar por el aroma, cruzó el pasillo y se dejó caer sobre un viejo sofá que estaba a juego con otros dos a cada lado de la espaciosa sala. Mientras tanto esperaba, con mucha más atención leyó la carta.
En ésta descubrió minuciosos rasgos del emisario. Hecho de ver decisión y un fuerte compromiso en la que animaba a pedir más de él si así fuera necesario. Sus palabras denotaban fiereza así como seriedad, parecía que la causa del servilismo cobraba en él una pasión desenfrenada y gozosa pero que con modales estrictos lograba disimular.
Después de todo sus arrolladores pensamientos sí que conocía al emisario.
Dejó la carta a un lado y se recostó sobre el respaldo del mueble. Cerró los ojos y se dejó blandir ante el sereno toque del sueño.
Hubiera podido quedarse plantada ahí dormida, sin moverse, sin la necesidad de un lecho. Todo lo que necesitaba en ese momento era abrazar la somnolencia y dejarse engullir por ella. Hubiese podido hacerlo, pero entre su deseo se interpuso un bullicioso obstáculo.
Un grito estridente la descolocó despertándola.
Se incorporó dejándose caer en un breve mareo. Sacudió la cabeza y puso oído atento al sonido. En eso, escuchó que algo se estrelló y por consiguiente un impacto contra el suelo. Un despavorido lamento prorrumpió lo cual hizo que llevara la mirada a las escaleras. Antes de que pudiera correr hacia ella, la voz de su hermano se interpuso en sus pensamientos, pero se dio cuenta enseguida de que no eran en su mente sino que cerca, arriba mismo.
Mientras corría escaleras arriba un forcejeo de dos voces se alineaban y entre ellas una fundida de miedo sobresalió. Entonces supo el grave error que había cometido.
No se le había pasado por la mente informar que cuidaba de una pobre mujer doliente.
Cuando cruzó el pasillo y entró en el que alienaba las puertas de las habitaciones, Eunice se paralizó, se detuvo abruptamente al descubrir el espanto inmaculado en los ojos de la joven enferma, quien forcejeaba débilmente contra los brazos de su hermano.
Un porta vela yacía en el suelo, roto.
—¡Esta maldita y me muero! ¡Sáquenme de aquí! —aclamó la joven envuelta en desconfío y lágrimas— ¡Sáquenme de aquí, por favor! ¡No quiero morir¡
Adrián la sostuvo con fuerza mientras le lanzaba una significativa mirada hacia Eunice, buscando respuestas. Eunice no pudo responderle en el momento. Se acercó justo cuando el ahogo y la tos empezaron a blandir el cuerpo de la joven.
— Calma cariño, tranquila, todo está bien, no tengas miedo.
—¡Ayuda! ¡Sáquenme de aquí! ¡No quiero estar aquí! ¡Todos mueren! ¡Ellos murieron!—vociferó perdiendo la voz a cada grito—. ¡Está maldita, está maldita! ¡por favor, sáquenme de aquí!
Poco a poco se fue desvaneciendo en los brazos del doctor. Y entre el miedo, el cansancio y la insistencia de salir huyendo, ella musitó una y otra vez las palabras antes de cerrar los ojos y no sentir nada.
—Mi culpa, mi culpa, fue mi culpa
Espero que les haya gustado este nuevo capítulo💜
Lamento haber tardado tanto pero a pesar de todo no me dejé blandir🤎✋📖
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro