5|Buenas malas
El secreto y el silencio los consideraba íntimos, dos grandes cómplices que entrelazan las manos. Unidos a favor de dos agentes que desde siempre han sido grandes enemigos, el bien y el mal.
Ignoraba la causa pero sabía que existía y que estaba escondida en algún rincón del pasado. Y estaba segura porque en los ojos de esa mujer encontré un resentimiento atroz, uno que no se podía disimular ni ocultarse, y me preguntaba ¿Qué existía entre esas miradas que yo ignoraba? ¿Por qué sentí un deje de desesperanza y odio cuando ella le reprochó a Mohamed diciendo: "Dile eso a mi padre. Dile que regrese el tiempo"? ¿Por qué podía entender un poco ese sentir de reproche, por que conseguía comprender esa ausencia que ella en dos simples frases había soltado con un imperfecto disimulo de dolor e impotencia?
¿Y por qué no apartaba esa mirada recriminatoria de mí? ¿Por qué me involucraba en algo? ¿Qué había causado yo para merecer esa mirada cargada de aversión? Pero de todas esas interrogantes una en específico me robaba la paz ¿Por qué mencionó a Jonathan? ¿De dónde lo conocía? y después de hacerme esas preguntas la realidad me sumió en la obviedad.
Mi hermano era un casanova, sí, pero, también un caprichoso que miraba y juzgaba dos veces con quien se unía. Pero a pesar de saberlo la calma no volvió a mí debido a que tenia una duda respecto a la debilidad , como cualquier hombre, con la que Jonathan se veía acostumbrado abrazar.
<<—Él es un pintor que se embelesa por la belleza femenina y esa mujer, Demelza, se le debe reconocer que es bella.—pensé con una mueca en la cara—. Oh, Jonathan, caíste como un niño solo por un dulce.>>
Aunque conociéndolo no podía crear una imagen limpia e inocente de él, no podía. Quizá era él quien regaba mentiras endulzadas en los oído de esa mujer para así llegar al propósito de su propio beneficio carnal, o ella era una embaucadora detrás de sus bolsillos o quien sabe. La cuestión fue que, después de pensarlo y analizar ambas partes, me di a la tarea de colocarlos a ambos en tela de juicio y punto.
De todas formas la desazón no me soltaba.
Tras dejar a esa mujer lejos el entusiasmo colectivo había quedado en el olvido.
Una ola de mutismo nos había envestido y a mí en particular una ola de tensión y preguntas me colmaron dejándome inepta siquiera para hacer algo aparte de dominar las riendas del caballo.
Julián por su parte y para mi desconcierto había vuelto a adoptar esa mirada ensombrecida y abstraída, la misma de antes. Al parecer el encuentro con esa mujer nos había dejado a todos extraños. Su cabello libre y revuelto me ocultaba la vista de sus gestos y cada vez que el viento soplaba podía hacerlo menos. De un momento a otro me rendí y me dediqué tal como él a mantener la mirada fija en el camino.
Mohamed ya no nos seguía, nosotros los seguíamos a él.
Mientras avanzábamos y pronto nos vimos en el ombligo de los cuatro senderos cubiertos de campos e intemperie, una vieja y sólida casona nos dio la bienvenida a un lado del camino, el cual unía un quinto y hacía de entrada a ella. Mientras su construcción de piedra denotaba un antaño valeroso y sus tejados noblemente parecían resistir, la naturaleza a su alrededor se fortalecía, reverdeciendo y colmando de vida el aire solitario que podía respirarse si se estaba dentro.
Llevando la mirada a las altas copas de los cipreses que bordeaban la casa como una especie de muro, tales como las que sobresalían en la parte trasera por sobre el techo supuse que existía algún jardín deshabitado, la idea de eso me contrajo tristeza y una sensación de miedo.
Había escuchado vagamente una historia, una en la que se contaba sobre esa casa, sobre una anciana y un rumor extraño sobre una enfermedad.
Los dichos populares decían que quien entraba y habitaba la casa por una semana o más enfermaba de asma.
Se contaba que una mujer llamada Caledonia Zúñiga había tenido cinco hijos de los cuales fue perdiendo uno a uno tras sufrir asma. Mientras sus hijos morían ahogándose ella no podía estar más que fortalecida en salud y esto la martirizaba. Pronto quedo sola y con el corazón destrozado. Su marido era un perdido alcohólico, uno el cual murió arrastrado por una tormenta en un rio embravecido. Caledonia conoció la desgracia enterrando a sus hijos, para después terminar con su marido.
Todos enterrados en ese patio que deducía que había sido un jardín.
Muchos años después cuando la vejez toco su piel y cuando creyó que ya no podía sufrir un mal más, ésta enfermedad impactó su salud de manera inesperada. Había escuchado que nadie se le acercaba por miedo a ser contagiado, aunque no se sabía a cabalidad si en verdad se podía propagar, nadie producto de los nervios buscaba razones médicas, no; sino que huían y lanzaban habladurías espantando a los más pequeños.
Al fin el asma prorrumpió con su vida cansados días después. Pero cuando creyó que se iría al mundo de los muertos sin un consuelo de los vivos, un anciano misionero llegó al pueblo, Omar Mora, quien escuchó de la anciana condenada y alcanzando sus últimos alientos, le habló de la eternidad y del amor de Dios para quienes lo buscan.
El corazón sufrido de ella fue tocado con la dulce miel de la palabra, si nunca había tocado el consuelo en toda su vida en ese momento a punto de morir lo hizo. Antes de que esa anciana desdichada dejara su cuerpo sus labios soltaron lo siguiente: "Creo en ti, Señor llévame a tu seno, por favor"
Ella partió dejando la vida que había llorado.
Semanas después el anciano murió llenando de consternación al pueblo entero. Desde ese tiempo, tres décadas exactamente nadie se atrevió a visitar esa casa. Y también desde entonces es llamada la casona Mora en honor al anciano muerto que había arriesgado todo por ella.
—¿Seguimos?—dijo súbitamente una voz circunspecta el cual me sobresaltó.
Julián me observaba en silencio a unos cuantos metros de mí, entonces me di cuenta que me había quedado rezagada meditando sobre la casa.
Eché un ojeada por detrás de él encontrando a Mohamed bastante alejado de los dos, casi como si se hubiera ido galopando a toda marcha.
Luego, volví a ver a Julián y ahí, pegada en su mirada intenté buscar algún retazo de razón que me llevara a entender porqué su actitud se tornaba cambiante con demasiada agilidad. Pero fracasé, fracasé porque cuando quise encontrar algo en sus ojos, él hurgó en los míos haciendo que apartara la mirada, sumida en un torrente de nerviosidad que pude a tiempo disimular.
—Si.—asentí resignada.—Sigamos.
<<—Como que ya no deseo su compañía, señor, Julián.—Me dije mentalmente decepcionada—. En este momento, pequeño instante, usted me desagrada.>>
Pronto los campos desnudos desaparecieron para vestirse después con casas. El bullicio de voces no se tardó en escuchar a lo lejos, las sombras de personas se veían, las calles estrechas y cubiertas de tumultuoso ajetreo comercial ya empezaba a presentir en los oídos. Cuando me encontraba personas conocidas me detenía y me dedicaba a charlar por un corto tiempo. Luego, mientras avanzábamos le hacía uno que otro comentario a Julián de las tiendas, de las posadas y sobre todo los puestos de comida.
Voces por aquí y por allá. Mujeres riendo, otras llamando a gritos, hombres alabando sus mercancías. Unos comprando y otros vendiendo. Niños corriendo y unos llorando.
Habían carretas comerciales colmadas de premios para niños y vanidades femeninas. Como espejos, coloretes, peinetas y lo que no podía faltar; vestidos usados a precios cómodos.
San Jerónimo era un pueblo Rural escondido en montañas pero no tenía nada que envidiarle a las grandes ciudades lejos de sus fronteras porque sin duda su lugar lo tenia todo.
Saqué conversación todo cuanto pude con el único propósito de que mi compañero soltara ese aire abstraído con el que cargaba. Le hablé del pueblo y algunas curiosidades pero él se limitaba asentir como respuesta.
No me explicaba que era lo que le ocurría. No imaginaba que era lo que pasaba por su mente y porqué.
<<—¿Por qué intentarlo, acaso lo conoces? No tienes idea de como es él y qué de su forma de ser.—me dije frustrada>>
Perdí el animo en cuestión de segundos, bueno, más de lo que ya lo había perdido.
Poco a poco fui olvidándome de guardar esperanzas por pasar una tarde serena. Me olvidé incluso de andar con ese aire amable o como naturalmente procuraba comportarme. Me vi indispuesta a estar triste y cabizbaja sino todo lo contrario, me sentí enojada y defraudada por lo que enseguida me enderecé con carácter. Chasqueé las riendas y galopé dejando a Julián atrás.
Estaba segura que sumido en sus ensoñaciones no sabría de mi ausencia. Ese hombre no era quien me agradaba, era otro y me disgustaba.
Cabalgué indómita mientras me dejaba cubrir por una densa nube de resentimiento.
Jonathan era suficiente para soportar, no podía aceptar otro.
Me alejé y bordeé esquinas, esquivé personas así jinetes en sus caballos que andaban igual de enérgicos como la cuantiosa multitud que vendía y compraba frutas.
Con mucha gente en mi camino opté mejor por otra pasada, una despejada y libre incluso de bulla. Me fue difícil encontrarla, pues era domingo y estos días se acostumbraba a ver estos tipos de movimientos con gente.
Salí de un pasaje comercial para acabar justamente en otro.
Que no me ofrecieron cuando pasé por allí. Tantos tentadores precios de telas, aguacates de tamaños codiciosos y un sin fin de variedad de hilos coloridos paras bordar y remendar.
Meneé la cabeza en negativa a todo cuanto me ofrecían, si no endurecía el rostro e incluso lanzaba un rotundo "no" creo que ellos no entenderían mi voluntad. Después de escaparme del ajetreo, de las malas miradas de algunos vendedores resentidos y el bullicio apretado de voces, pude respirar tranquila cuando me vi en el centro de lo que era la plaza del pueblo o el corazón, el cual yacía despejado de comercio.
La música llegó a mis oídos seguido de risas dispersas e inquietas. Frente a mí se alzaba la casa Municipal revestida de un pulcro color blanco y tejas cafés. Sus columnas la hacían imponente debido a que eran gruesas y altas dando evidencia de su segunda planta.
Y el parque que la rodeaba resaltaba en arte y sobre todo en música. Jamás en la plaza faltaban los tres gallos cantores que se reunían a deleitar a las personas todas las tardes, tres ancianos con guitarra y a veces con Marimba.
Debido a la suaves melodías y otras tantas movidas, parejas jóvenes y enamoradas se reunían para avivar mas el sentimiento, tal como en esa ocasión. Los cantantes producían una balada lenta e intensa y a distancias no tan lejos, dos parejas se encontraban sentados en unas bancas, una joven y otra ya de edad, acaramelados.
Me quedé observando a la pareja joven y luego a la madura. Los jóvenes se miraban con sonrojo y enérgicas sonrisas y esto me habló de que ellos emprendían el viaje. Mientras que pareja madura se dedicaba miradas lentas y tiernas, echando de ver en sus ojos costumbre y años.
Sonreí ante las dos etapas.
Los jardines sembrados le daban color al parque, y los cuadros coloridos que colgaban en los troncos de los arboles brindaban un toque cultural y de distinta manera de ver según sus pintores. Pues pintores era lo que más abundaba en el pueblo.
Al lado derecho del parque yacía la vieja iglesia del pueblo con un campanario grande y a su lado, el salón de caridad el cual se empleaba para reuniones de cabildos pequeños, charlas de mujeres respecto a labores y donde se enviaban jóvenes rebeldes para recibir enseñanzas de trabajo.
En el lado derecho había una hilera de puestos con presentación uniforme. Destacaba la oficina de correo, una zapatería, una tienda de vestidos, sombreros y trajes de hombre, y un pequeño restaurante.
Y quedando frente a frente se encontraba el banco, la biblioteca, Paginas Viejas, que acostumbraba visitar y por último una perfumería.
Había de todo un poco.
Animé a Sol, mi caballo, tocando sus flancos con suavidad para que avanzara. Él se echó andar a paso lento pero insistente, rodeamos el parque y nos acercamos a una distancia prudencial de la hilera derecha de establecimientos.
Observé uno en especifico.
Las letras del letrero ovalado a un lado de la entrada, el cual yacía enfundado de un color turquesa y enmarcado en dorado, solo me hicieron darme cuenta de quien trataba el lugar.
Una puerta caoba lucia en medio y a sus lados dos grandes ventanas con vidrieras que hacían de escaparate mostraban estratégicamente lo de dentro.
Los rosales color rosa en el mini patio le proporcionaban color y buena vista para quien se detuviera a mirar. Los arbustitos que una vez se habían sembrado yacían cubiertos de rosales trepadoras blancos logrando hacer un diminuto muro alrededor del lugar.
Vestidos Gracia.
Engalanado se vestía mi segundo apellido por mano de una mujer talentosa y a la vez presuntuosa.
Mamá había trabajado duro para levantar lo que ahora poseía. Era feliz y orgullosa siendo la cabeza de su negocio.
Bien decían que para comer carne debíamos primero alimentarios con frijoles, para poseer un deseado objeto debíamos arrugar el rostro y conseguirlo trabajando, como debía ser.
La señora Arce no era la excepción, su obstinación la había llevado a ser lo que era, una excelente modista.
Ella siempre me decía que, si deseaba admirar la belleza que me ofrecía el espejo debía esmerarme en evitar todo lo que la destruyera, tal como el placer de la comida y la libertad bajo el sol.
"—¿Quieres algo, hija? Consíguelo tú, y solo tú." Me decía ella.
"Toda es virtud hasta que llega el defecto" Pensaba en esa frase con mamá de ejemplo. Ella era una mujer luchadora pero cuando lo obtenía lo que quería, después de haber luchado por eso, una nube de insano orgullo la cubría.
Admiraba su perseverancia y la forma con la que luchaba, tan ruda e insistente, sin embargo, su gozo ante lo obtenido me causaba decepción. ¿Por qué la necesidad de envararse y mirar desde un pedestal?
Mientras un hombre posea un talento, durante toda su vida cargará un vicio, bueno, eso se decía, yo pensaba de otra manera. Hay una balanza donde se nos pesa virtudes y defectos, la cuestión es hacer valer mas nuestras virtudes y dar poca oportunidad a nuestros males propios.
Que la balanza se incline por nuestros bienes y que los males cesen.
Siempre he criticado a mi madre sin siquiera abrir la boca y no me he dado cuenta de que en ocasiones soy igual o peor que ella
Yo podía ser amable, atenta y sonriente con las personas pero, ¿quien sabría que, quizás, dentro de mí podría existir un manantial lleno de amargura e indiferencia?
Si había talento se podía apostar que existiría una gran deficiencia.
Mi madre era una modista, amaba las modas, las telas y todo lo que tiene que ver con vestir a las personas y medirlas, personas dignas de usar y pagar lo que ofrecía. En ese momento, miré mi reflejo en el cristal de una tienda a mis costado izquierdo, justo donde cadenas de flores ornamentales decoraban todo su marco y me observé.
Deslicé la mirada sobre mi vestido y como éste tocaba la piel blanca amarillenta de mi caballo. Lucía hermoso ese rosa combinado con la fiereza de un animal inquieto y un poco asustadizo, aunque no podía decir lo mismo de su dueña.
Me topé mientras tanto con mi mirada, algo borrosa en el vidrio pero tan clara le apareció a mi mente, a veces no podía saber porque un simple destello de mi persona enmarcado hacia que me sintiera vacía, sin un algo por el cual sonreír y sentirme orgullosa, sentirme plena.
No soy una Santa y quizás de vez en cuando sea como mi madre. Debía admitirlo.
Podía contar las veces y quedarme sin dedos en las que no lo pensé, ni medité sobre vestirme de vanidad y vanagloria, si, yo era una hipócrita criticando a la señora Arce por su pomposo estilo de vida.
¿Qué diferencia había si ella miraba por encima del hombro sin miedo a quienes le desagradaban mientras que yo lo hacía con bastante cautela? ¿Cuál era la desemejanza entre las dos, cuando ella ojeaba a un pobre indigente en la calle y renegaba de su situación con una voz casi de heraldo, mientras que yo arrugada el rostro y callaba?
No encontraba ninguna desigualdad entre las dos.
Era hija de mi querida madre y no había porqué buscar agua en el sol, ni pretender buscar amor en un tigre hambriento.
Tenía muchos vestidos, todos confeccionados por ella y de todos estos de ninguno renegaba. Amaba sus diseños tal como sus colores pálidos y fuertes, yo era una engreída nata cuando me lo proponía.
Poseía anillos, collares, diademas, muchos zapatos, arcoíris de listones y de todo lo mencionado no recuerdo haber regalado algo a alguien que yo ya no necesitara, ni siquiera a la chica que tenía por protegida, Teresa.
Elevé mi mano derecha y observé el anillo en mi dedo anular, era precioso. Era un dorado intenso y algo modesto, con incrustaciones diminutas en formas de hojas que envolvían una piedrecilla plateada.
Obsequio de Darwin.
Me lamentaba ser privilegiada y esto era absurdo.
Sin sentido era pensar que tener todo para ser feliz era frustrante, no me entendía y no conocía el motivo de esa enardecida tristeza que en mi corazón brotaba como manantial.
Mientras más gozaba el ensueño de cualquier chica una parte dentro de mí me juzgaba y me oprimía sin contemplación.
Odiaba ver personas necesitadas, carentes de bienes y dignidad; faltos de conocimientos y colmados de ignorancia, no soportaba la pobreza de las almas, pero existía algo más fuerte que me estremecía con violencia, que me hacía dudar de mis lamentaciones anteriores y esta fuerza espinosa era no tener el más mínimo deseo ni las ansias de querer hacer algo por ellos, ni de ayudar o mover un dedo.
Moría de hambre pero no corría a alimentarme.
Me ahogaba en un mar sumido en tormenta pero no luchaba por sobrevivir. Ahí descansaba mi dilema. Era contradictorio pero era lo era.
—Desde la salida del Palacio miré la estatua de una mujer ensimismada, una que montaba un caballo inquietante, ¿era posible lo que veía?—dijo de pronto una apresurada voz que conocía.
Súbitamente, desvíe la mirada encontrándome con el rostro de un hombre cansado y polvoriento, sosteniendo las riendas de un burro cargado. Cuando éste tomó los espejuelos que habían estado colgando en el abrir de su camisa y se lo puso fue entonces que mi colega de profesión apareció.
—Profesor, Miguel. —dije.
—Profesora, Gretel—saludó tocando su sombrero.—¿Por qué tan sola y pensativa? Es extraño encontrarla por aquí a usted, sola sin amigo, Mohamed.
Asentí encogiéndome de hombros.
—Digo lo mismo, pero en el sentido en que me resulta nuevo también ver al hombre más limpio y estricto totalmente sucio y deschavetado—repliqué—¿Que le hicieron, profesor o que ha estado haciendo?
Y era cierto, el hombre se encontraba lleno de polvo y hasta lucia un poco agripado, con la nariz enrojecida, como si últimamente hubiera estado estornudando sin parar.
Él sonrió de lado mirándose así mismo
—¿Creería si le digo que he estado en el infierno?
Miré nuevamente su fachada desastrosa.
Su traje era un gris oscuro pero gracias al polvo se había convertido en uno más claro, su corbata yacía enrollada en sus dedos como estuviese lista para encestar un golpe y sus chinelas negras solo eran un vestigio de su color.
Asentí sonriendo con pena.
—Le creo, profesor.
El profesor tenía una manía y era exhaustivo.
De vez en cuando lo llamaba el señor de la pulcritud en momentos de broma; el apresurado hombre del aseo, de la limpieza y el orden.
Pero viéndolo con más detenimiento había algo en él que me extrañaba, puesto que era un hombre impaciente, uno que se afanaba con demasiada facilidad por cosas que yo misma consideraba meras nimiedades, como ser la ausencia del portero o la de un alumno, o por el simple hecho de que faltasen el correspondiente número de tizas en el pizarrón, o si el jardín había sido regado la mañana al salir el sol, y otras tantas, no culpaba los años que ostentaba pero era un exagerado anheloso por el fin de las cosas.
Pero en ese momento existía un destello armonioso de sosiego en sus ojos que escasamente podía encontrar todos los días en las escuela.
Había una tranquilidad tan voraz en sus gestos que me pareció estar ante un completo extraño. A excepción del agitado cariño que le daba con la mano al burro en la cabeza todo en él transpiraba quietud.
—Mi fachada es más que el orgullo que siento por estos dos ajetreados días, no sabe cuánto he ido y venido. —contó mientras de quitaba el sombrero—. Pero no me sorprende que no lo sepa, que mal por usted que es la última en enterarse de las buenas nuevas.
—Las noticias que circulan aquí siempre tienden a causarme indiferencia, profesor. —dije en encogiéndome de hombros.—. Además, no me molesta ser la última, sin embargo en cuestiones terribles éstas me consideran la primera en la fila.
Él de oreja a oreja rio, negando.
—He visto al señor Arce y he admirado la alegría en su ojos al saber las buenas nuevas—contó mientras sacudía su cabeza de polvo—, debería contagiarse de su buen espíritu.
—¿Cuál es el misterio?—pregunté curiosa.—. Sé que mi padre tiene sus asuntos y si está en la municipalidad lo tomaría con tranquilidad o ¿acaso olvidaría que mi padre gobernó estas tierras? La política toca su puerta a cada instante por lo que no me sorprende escuchar que está con el alcalde.
—¿Quién olvidaría al buen alcalde Alfonso Arce? Nadie—dijo ceremonioso.
Asentí orgullosa.
—Sea lo que sea que esté haciendo, sé que es bueno y sé quién es mi padre.—dije elevando el tono altivo que mamá ostentaba al hablar. —¿Y usted, que hacia ahí dentro envuelto en cuestiones que lo alejan de su rutina?
Ahora fue él quien de encogió de hombros.
—Mi rutina varía todo el tiempo, es un insulto y una vergüenza para mi si hiciera lo mismo todos los días.
—Disculpe usted, entonces. —me excusé sarcástica.
—No soy un hombre frágil, profesora—dijo carente de molestia. —Tire las dagas pequeña, soy como una aparición supersticiosa, un fantasma que no se puede tocar.
—Lo que usted diga, profesor. —dije dejando a un lado su comentario para agregar—. Y dígame, ¿cuál es el secreto de su estado, de su alegría más bien?
El profesor Miguel sonrió dejando ver con el gesto el profundo de una cicatriz en su mejilla izquierda.
—Puede que si se lo cuente a usted le cause indiferencia, como bien ha dicho.
—Quizás—dije impasible—, pero eso lo no sabemos.
Él asintió volviéndose a poner el sombrero.
—Bueno, ya que insiste.—cedió satisfecho.
—Insisto, profesor. —animé atenta.
—Esta mañana han llegado brigadas médicas a San Jerónimo. —comentó disimulando la alegría que podía ver en sus ojos. —. Han estado en reunión desde su llegada, discutiendo y haciendo estrategias para colocarlas en las aldeas alejadas.
—¿Brigadas médicas?—cuestioné llevando la mirada hacia la Cass Municipal justo donde algunos soldados resguardaba la entrada—. ¿Es que estamos siendo atacados por alguna terrible enfermedad y no me he dado cuenta?
—Tres Brigadas médicas—afirmó sonriendo con burla—. Y si, si estamos siendo atacados, profesora, desde hace tiempo una enfermedad ha estado rondando los rincones de este pueblo ignorante.
Enarqué una ceja
"—Pueblo ignorante?—" Pensé.
—¿Por qué no le creo? —cuestioné incrédula mientras arqueaba una ceja—, no veo espanto entre la gente ni preocupación.
—Por supuesto—exclamó apasionado como si fuera obvio el hecho el cual yo ignoraba—¿Quién va a preocuparse por asuntos ajenos que no lo afectan? Así somos todos, el egoísmo forja personas sin corazón.
—Profesor, Miguel, sinceramente no le entiendo.
Él bufó sarcástico.
Se acercó jalando al burro rebelde y antes de poder agregar algo me miró a los ojos con detenimiento, queriendo así transmitirme algo que él poseía.
—Profesora, ¿acaso usted ha visto el rostro de la enfermedad demasiado cerca como para sentir su aliento chocar con el suyo? —Negué—¿Se ha perdido en la mirada de los pobres marginados golpeados por la ignorancia de muchos? ¿Ha visto el miedo convertirse en odio en segundos?
"—No, y espero hacerlo nunca, profesor." me dije.
Negué.
—Si no lo ha hecho créame que debería empaparse un poco de la realidad.
—Eso no responde mi pregunta, profesor. —dije insatisfecha. —¿Cuál es la amenaza que San Jerónimo sufre?
Él suspiró con una decepción flagelante y demasiada ruidosa. Se retiró los espejuelos y masajeándose el entrecejo volvió a suspirar con cansancio y una tristeza que no se molestó en ocultar.
—La amenaza de San Jerónimo es San Jerónimo mismo, tenga buena tarde. —concluyó alejándose rápidamente.
Me volví sobre el caballo en su dirección y siguiéndolo con la mirada, medité.
"—Chiflado hombre digno. ¿Por qué le gusta frecuentar en demasía el barro? ¿Acaso es abajo donde encuentra el placer vital de la vida o es que es un mero desgraciado sin entretenimiento—"
—¿Todo ese polvo en su fachada es el motivo por el cual me obsequió su ausencia ayer en mi celebración, profesor? —pregunté alzando la voz.
Al escucharme él detuvo el paso y se volvió a verme y asintiendo agregó:
—Si tuviera el poder de dividir mi persona en muchas, sin duda me hubiera encontrado entre sus invitados festejando el gozo de sus años, pero—se encogió de hombre sin remedio mostrando en sus facciones un rasgo sincero que no pude refutar. —. Temo decir que mi encomienda pesaba más en la balanza que su invitación.
—Me intriga ese digno peso, profesor.
—Con gusto se lo haré saber...
Elevé la mano restando importancia al hecho.
—No hace falta, usted sabe lo que hace y no soy quien para juzgarlo, véase libre de cualquier queja por mi parte.
—En ese caso lamento decirle, debido a su suerte, que será la última en enterarse. —sonrió.
—Si es así, no hay nada que lamentar, bienvenida sea la costumbre.—concluí sonriéndole de vuelta mientras hacia una leve reverencia con la cabeza justo antes de girar y alejarme.
—Y Gretel... —escuché su voz a mi espalda.
—¿Si, señor? —contesté sin volverme.
—No vuelva a casa sola, los tiempos tienden a cambiar, el cielo se torna a grises oscuros en parpadeos tal como las personas y estas últimas estas últimas son peores que los estados del tiempo...—suspiró inconcluso—. Regresé en compañía.
—¿Quiere asustarme?
—Solo me preocupo, compañera.
—En ese caso, profesor, se lo agradezco.
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