19| Montero
Al día siguiente no esperé a que el sol saliera para proponerme escribir dos cartas con desesperada precipitación.
La primera hoja se la dediqué a Darwin. Le expuse ciertos acontecimientos triviales de mis anteriores días. Opté por ocultar cierta experiencia traumática, ya que lo último que deseaba era infringirle preocupación. Le relaté mi cumpleaños y como se había conducido la noche. Con vehementes letras eché a relucir como lo había echado de menos y que deseaba pronto verlo. También le comuniqué que mamá se había visto triste y decepcionada al no verle en la fiesta. Le demandé que compensara su ausencia en un futuro bastante cercano.
La segunda carta fue dirigido a Julián. De igual forma no revelé nada después de que él se marchara con ese hombre la tarde de la tormenta. Expresé que me sentía mal por no haberme despedido de él como se debía. Le mandé buenos deseos respecto al inconveniente que se originó para que él se marchara tan repentinamente. Daba por hecho que el motivo había sido su padre, tal como su carta lo había expresado en la que se destilaba enojo y frustración.
Le confesé que había sido un lindo privilegio haberle conocido y que fue divertido recordar, en la intimidad del silencio, la incredulidad con la que se había pintado su rostro y el susto cuando se vio en el suelo después haberse caído del caballo. No podía pensar en eso sin prorrumpir en una risa o una sonrisa.
Después de escribir las cartas las guardé y me dispuse a cambiarme. Ese día la pasaría con los Montero, su ultimo día en realidad. Me detuve en seco frente a la cama y me quedé ida sin poder explicármelo. Feos pensamientos me asaltaban cuando el nombre del lugar a donde se dirigían se colaba en mi mente.
No pude evitar pensar en el señor Nimsi y su aversión por esa aldea. La fuerza despreciativa con la que se expresaba de ese lugar no podía ser un simple interés en tierras ¿o sí? Además, yo era uno de los tantos ejemplos vivos del porqué se maquinaban rumores discriminatorios hacia esa gente.
Me había atacado un miembro de ellos y dejado mal. En lo personal no era consiente si mi atacante pertenecía allí o de otro lugar, lo que si era que la gente suponía lo obvio. Mi atacante era de la aldea El sitio. Mismo lugar donde irían los Montero.
Un escalofrió me recorrió los brazos ante ese pensamiento.
Opté por un vestido de cuello pequeño y mangas ceñidas. El rosa pálido me encantaba así que el mismo me cubrió desde el faldón hasta la blusa. Deslicé el cepillo por mi cabeza hasta desenredar los mechones anudados. Terminé alzando y ajustando mi cabello en una cola alta bordeado por un listón grueso de color blanco, color que hacia juego con el cuello del vestido.
Me apliqué un poco de perfume en el cuello y en los hombros. Observé mi cintura en el espejo y eché de ver la ausencia del corsé sobre ésta. Desde que las heridas en mi espaldas me ofuscaban con tan solo un roce, decidí prescindir de la pieza. Además, con mi acostumbrada dieta en casa creo que la diferencia era mínima, solo alguien exageradamente fijado podría notarlo.
Me coloqué un bolso grande en el hombro, el cual guardaba los dos vestidos que Eunice me había prestado, así como las calcetas y un par de zapatos. Tomé mi bolso de mano que únicamente guardaban un pañuelo y unas monedas. Y por supuesto las dos cartas. Una vez que me aseguré de todo salí de la habitación.
Descendí por las escaleras y me dirigí directamente a la cocina. Juanita y Lulú yacían sentadas a la mesa comiendo sumidas en una alegre plática.
—Buenos días, señoras.
Dije apresurada. Me serví una taza grande de café y arranqué un banano maduro del racimo que colgaba en una esquina cerca de unas ollas colgantes en la pared. Bebí un sorbo grande y le di un mordisco y degusté inclinada sobre la orilla de la mesa.
Dos pares de ojos me observaban con atención.
—¿Dónde están repartiendo alegría porque nosotras no nos hemos sumado a la fila?—comentó Juanita en tono vivaz mientras me sonreía de oreja a oreja.
—¿Fila dice? Que va—hice un gesto vago con la mano—, a veces solo hay que pretender estar bien y ya.
—Usted no pretende mijita—me apuntó y negó con el índice—, a usted me la han contagiado de algo.
Juanita chasqueó los dedos mientras parecía recordar algo de sopetón.
—Ayer mismo Lulú, si la hubieras visto, ¡nombre! Traía una carita forrada de color .
—¿Deberás?—Lulú me miró y me enarcó las cejas, alegremente sorprendida.
Me crucé de brazos incapaz de borrar la sonrisa en mi rostro.
—Por la tortillas que me estoy comiendo, te lo digo.—juró llevándose una tortilla enrollada a la boca—Subió las escaleras como un rayo cuando llegó después de la lluvia y al rato bajó a cenar con una mirada...
Rompí a reír por la intensidad con la que forraba sus palabras.
—Juanita, Juanita, pero que buena es usted ideando situaciones, véanla nomás. —dije.
—Debió estar muy buena el fiestón en casa del señor Nimsi porque esa cara suya no acostumbro verla de ese modo todos los días.—comentó Juanita con una expresión pícara y descarada.—Díganos el nombre, ¿quién es él?
Me quedé pasmada enseguida.
El corazón me dio un tremendo vuelco haciendo que quedara irremediablemente sin habla.
El rostro de Lulú se transformó en sorpresa al escuchar lo último de su hermana por lo que sus ojos se anclaron como un rayo hacía mí.
—¿Qué?—musité avergonzada.
Juanita entrecerró los ojos
—Soy vieja mijita, no me engañe—aclaró reticente mientras clavaba los codos en la mesa—. ¿Lo conocemos? Y por conocemos me refiero únicamente a mi hermana y yo.
Lulú no despegó su mirada de mí. Estaba tan expectante a lo que fuera a decir que me quede doblemente más muda.
Pestañeé un par de veces. Lancé un resoplido. Alterné la mirada entre las dos y por fin hablé.
—¿Que si lo conocen preguntan? Bueno, no lo sé—me encogí de hombros. Fingí pensar algo y luego añadí— . No lo sé, si no lo conozco siquiera yo, dudo mucho que ustedes sí.
Lulú expulsó un suspiro decepcionado y Juanita me miró con un brillo escéptico en los ojos.
En ese momento, la puerta que lleva al patio lateral se abrió dejando ver a Teresa con una canasta en la cadera, una cubeta colgando de su otra mano y un pañuelo rojo cubriendo su cabeza.
Su cabello parecía una jauría de perros negros revueltos y sus mejillas yacían teñidas del vivo color de una sandía. Dejó caer la pesada canasta sobre la mesa y se limpió el sudor del rostro con el delantal.
—¿Por qué has tardado tanto, niña?—preguntó Juanita segundos de verla.—. Solo te encargué un recado, Teresa no que te quedaras haciéndolo.
Teresa, inconscientemente se llevó la gruesa melena al hombro y lo enrolló con sus manos. Escuchó y miró a Juanita con reverencia, sin atreverse a interrumpirla.
—¿Y bien? ¿por qué tardaste tanto?—le hizo una seña con la cabeza para que respondiera.
Y ella lo hizo de inmediato.
—Es que Pancho desgranaba maíz y estaba solo, así que me quedé y le ayudé un rato.—. Respondió ella con la voz agitada.
—Pero ayer en la noche él me dijo que ya tenía un saco listo para mandar ahora en la mañana— intervino Lulú confusa.—. Que raro que se le haya pasado eso a Pancho, conociendo como es de apurado con la parte de su trabajo.
—Creo que lo tomaron por error poniéndolo en la carreta ayer en la noche que debía salir ahora temprano—contó Teresa mientras se giraba y nos daba, sigilosamente, la espalda y se servía un vaso con agua de una jarra.
—Oh, vaya.—Enarcó las cejas Lulú.—. Que enredo el que se llevó.
Teresa asintió pesarosa mientras bebia pequeños sorbos de agua.
—Pancho estaba enojado por el saco que se llevaron y parecía que deseaba terminar ya y ocuparse de lo demás que le faltaba.—. Relató enrollando mas de lo debido su cabello—. Yo me ofrecí ayudarle y traer la cubeta y la canasta... solo quería ayudar.
—Sí, yo sé que quieres ayudar pero ese es trabajo de hombre —La exhortó Juanita mientras meneaba la cabeza—. Más vale que no se te ocurrió por un segundo tratar de traer el saco tú.
Ella bajó por un milisegundo la cabeza.
—Bueno...—ella se rascó la cabeza y miró hacia un lado—Pancho no me dejó hacerlo.
—¡Aggh!, ¿por qué no me sorprende? Un día de estos Teresa te voy a dar una pescoceada que no la vas a contar, ya verás.
—Solo quería ayudar...—titubeó con un tinte de voz débil.
—¡Solo quería ayudar! ¡Me ayudas a querer castigarte!—Juanita le dedicó una mirada amenazadora a Teresa, una que gritaba ultimátum—. Que sea la última vez Teresa que te vas y haces lo que no he pedido que hagas.
Teresa no profirió palabra. Ella se limitó a asentir y bajar la cabeza.
Cuando Juanita reprendía duramente a Teresa prefería no meterme. Consideraba que la señora poseía más virtud y experiencia en cuanto a la vida.
Cuando murió el único pariente de Teresa Juanita la acogió y la adoptó.
Cuando mi madre se enteró y desde el momento en que la vio se negó a tal propósito. En esos momentos papá no se encontraba en casa así que le fue imposible disponer de la solidaridad de él.
Teresa se iba sin remedio hasta que Juanita me rogó que pidiera por ella ante mamá, que ablandara su corazón. Y lo hice.
Le supliqué a mi madre que necesitaba a alguien que hiciera ciertas cosas por mí. Le di a entender a base de ruegos que la chiquilla parecía ser espabilada para poder ayudarme en mis quehacer personales. De tanta insistencia ella terminó por aceptar y dejar a Teresa conmigo.
Yo la nombré mi protegida en presencia de papá, la cual le agradó la idea, ya que así nadie podría separar a Teresa de mí, a menos que ella lo quisiera.
Para los castigos y regaños fuertes me apartaba y dejaba que Juanita actuara.
Ella me miró.
—Gretel, ¿qué hace levantada tan temprano?—. Su voz estaba entumecida por el sueño, parecía que acababa de despertar aunque se veía bastante despierta. Paseo la mirada por mi vestimenta y luego frunció el rostro.—¿Va a salir?
—Si...
—Está bastante animada mi niña con poner las botas fuera de casa.—comentó Juanita mientas se incorporaba de la mesa..
Con una sonrisa sugerente mantuvo su mirada sobre mí, luego la apartó con lentitud y tomó la canasta y se giró hacia la puerta que llevaba a la cocinita de las hornillas y los hornos.
Lulú se incorporó con su plato en mano y se llenó otra ración de comida. Sin hablar, engulló del plato y siguió a su hermana a la otra estancia.
Mire a Teresa entonces.
—¿Quieres ir conmigo?
—¿A dónde?—inquirió curiosa.
—A la casona Mora...
—¿La casa embrujada?— Sus facciones de contorsionaron en asombro y miedo.
—Esos son solo rumores absurdos, sin un fundamento creíble y ya lo he comprobado, Teresa—La tranquilicé posando la mano en su hombro. Le sonreí y la observé por un momento.
—¿Y cómo lo ha hecho?
—Ayer estuve allí y fue bien.—sonreí al recordar—. Tomé café, tuve una amena plática y regresé a casa así como ves ahora, sana y salva.
—De todos modos...
—Es bueno que salgas y te divagues conmigo.
—¡Pero si salgo!—dijo enérgica y ofendida—recuerde que voy con Lulú al mercado y otras veces yo...
—Si pero no es lo mismo, tontita.
—No quiero ir, de verdad no quiero.—rogó tremulante
—¿Por qué?—Arrugué el entrecejo ante su extraña insistencia y sobre todo su miedo.—¿A que le temes?
—Es solo que no me gusta ese lugar, esta maldito.
Exhalé y me rendí.
—Está bien, está bien. No te obligaré pero quiero que hagas algo por mí.
Teresa me miró atenta mientras el alivio brillaba en sus ojos.
—Quiero que vayas a poner estas dos cartas a la oficina de correos.—Hurgué en mi bolso de mano y saqué las cartas junto con unas monedas. Le indiqué que se limpiara las manos y luego las deposité en ellas como un tesoro valioso.—. En esta comitiva no tienes excusa, Teresa. ¿Irás?
—Sí, ahora mismo voy, iré a peinarme.—asintió apresurada.
—Dejaré las cartas en la canasta de las mantas para que vengas por ellas.
Ella me sonrió y desapareció tras la puerta por donde había entrado antes.
Solté un suspiro y me giré había la ventana.
En eso, Teresa pasó corriendo, su mirada era risueña y jovial. Su cabello se alocaba todavía más de lo que había estado. Sonreí por la energía de su andanza pero en eso,de un momento a otro, se detuvo abruptamente. Su mirada se paralizó quedando fija en un solo punto, uno que no pude ver con claridad.
Me acerqué un poco a la ventana y a través de los cristales de ésta divisé a lo lejos la figura andante de un hombre, un hombre que conocía.. ¿Jonathan?
Arrugué el entrecejo y lo observé con más interés.
Él se acercaba con el torso completamente desnudo mientras que un brillo cubría toda su piel expuesta. Al ver como su cabello se pegaba a su rostro me di cuenta que yacía empapado. Su mirada se pintaba furica. Sus ojos refulgía airosos e impotentes. Estaba de mal humor. Sus labios de vez en cuando soltaban palabras que sin haberlas escuchado sabía que eran improperios. Aparte, eché de ver que andaba descalzo.
¿Pero que le había pasado?
Detrás venía Pancho con un saco grande en la espalda, quien caminaba a paso lento. Supuse que lo hacía para no entablar conversación, ya que a éste no le gustaba hablar mucho.
Jonathan se acercaba peligrosamente a la casa. Sus hombros se movían enérgicos y sus zancadas arrollaban la poca distancia que le quedaba. Teresa no se había movido un ápice de lugar, parecía encontrarse envuelta en algún tipo de hechizo o encanto.
Ese sentimiento seguía a flote dentro de ella y ya me estaba cansando.
<<Jonathan nunca de los nunca pondrá los ojos en ti, Teresa.>> me dije pesarosa. <<Sus pensamientos y "corazón" están con otra mujer.>>
Ojala fuera Teresa quien poseyera el favor de mi hermano. Pero esa posibilidad era una montaña que no podía mover.
Jonathan pasó cerca de la puerta y ni siquiera se dio cuenta de la presencia de la joven. Ésta a su vez no quitó sus ojos de él hasta que desapareció por el lateral izquierdo de la casa. Allí donde existía una puerta estrecha al salón.
Descubrí justo el momento en que ella soltaba un suspiro soñador y sus labios formaban una bella sonrisa. Con ese ánimo recorriéndola se volvió y salió danzante hasta no verla más.
Unos momentos después entró Pancho por la puerta y soltó el sacó en el suelo. Se tronó la espalda con ambas manos y me saludó después con la punta del sombrero.
—Buen día.—Saludó en son de llegada y despedida a la vez. Se giró sobre los talones y fue a la puerta.
A pancho, como dije antes, no le gustaba hablar.
—¿Sabes que le pasó a mi hermano?
—Se metió a nadar en el rio cerca de los naranjos y al salir se encontró con que le habían robado los zapatos y la camisa.
Woooo
—Oh, vaya—eso no me lo esperaba—¿Como lo supo, Pancho?
—Un niño me lo dijo, ademas iba renegando y fue fácil saberlo.
Estaba a punto de atravesar el umbral cuando lo detuve de vuelta con su nombre. Sin volver mirarme, esperó atentoa lo que tenía que decir.
—Por cierto, Pancho, no permita que Teresa se ofrezca a cargar sacos, es mucho para ella.
—Nunca dejó que nadie haga mi trabajo—recalcó ofendido.
—Sí, lo sé.—me apresuré a decir—. Sé que es delicado con su trabajo, es solo que ella es un poco testaruda y eso... nos contó que iba hacerlo esta mañana y que usted no se lo permitió después que por error llevaran el saco en la carreta que tenía usted preparado para Juanita.
—¿Que por error qué...?—me miró confundido por encima del hombro.
—Si...—titubee al ver su expresión.—. Fue al granero temprano y lo encontró a usted desgranando, ¿no es así?
—Si desgranaba pero no...
—Se supone que iba a dejar un recado pero se quedó desgranando con usted y hasta se le pasó por la mente traer el saco, solo le pido que la regañe si llega a querer hacerlo.
Pancho se giró en un segundo.
—Para empezar yo a Teresa no la he visto. Segundo, el saco de maíz no se lo llevaron por error, yo mismo lo puse en la carrera y tercero; mis obligaciones son mías, no se las cedo a nadie.
—Pero regresó con una cubeta y una canasta con maíz —Reiteré. Frunci el ceño y apunté al suelo donde se encontraba la cubeta.
Él miró lo que apuntaba y su rostro se comprimió en duda por unos segundos.
—Hasta se ofreció ayudarle a desgranar maíz.—insistí.
—Mire—me aclaró con ojos fijantes—sea lo que sea que haya dicho ella es mentira, no la he visto por allá y si desea corroborarlo, pregúntele a Mohamed.
—¿Mohamed?
—Si—asintió con una seguridad de acero—. Él pasaba con las riendas en mano de su yegua, la Consentida, y el bayo por el granero y me vio desgranando maíz completamente solo. Charló un rato conmigo y se fue.
—¿Pero qué...?—me pregunté con una extraña sensación bordeándome.
—Con su permiso, me retiro.—Pancho se tocó el ala del sombrero y abandonó la cocina.
No creía a Teresa una mentirosa desde luego que no, tenía que haber una explicación clara del porqué no encajaban las cosas.
<<No creas a nadie santo, Gretel, ni siquiera a ti misma>> me dije
Aunque, conociendo a Teresa, de distraída, talvez Pancho decía la verdad.
De seguro ésta se había rezagado con chismes con las mujeres de los trabajadores, como acostumbraba, en los sembradíos y dándose cuenta del tiempo perdido ha inventado una excusa.
La suposición me tranquilizó y me obligó a abandonar la cocina.
No pensaría más en eso, al menos por ese día.
Mohamed soltó un suspiro exagerado cuando me bajé de la yegua frete a la entrada de los cipreses.
—Mire muchachita ayer la esperé como un tonto afuera después de que se creyera la valiente, hoy ni piense que estaré todo el día.
—Tranquilícese Mohamed, si quiere puede irse y regresar en la tarde.
—¿Para qué me aborde su madrecita?—Cuestionó incrédulo. Me miró con los brazos en jarra y alzó las cejas con fuerza logrando que se le marcara unas líneas gruesas en la frente— No mamita, ya suficiente castigo es estarla siguiendo por aquí y por allá.
—No va a arruinar mi día, Mohamed.—dije con voz calmosa mientras me enderezaba y alisaba la tela de mi vestido.
—¿Como usted hizo con el mío? no creo, no soy capaz de tanto.—soltó sarcástico.
Me contuve de soltarle una mirada de disgusto. Me dediqué a respirar y guardar mutismo un par de segundos y me volví para verlo al tiempo que me cruzaba de brazos.
—¿Y que planeaba hacer este día? A ver, cuénteme.
—¿Y por dónde empiezo?—Se deslizó el índice y el pulgar por el mostacho mientras miraba al cielo en forma pensante.—. Prometí marcar vacas con el Flaco Dimas, cambiar las herraduras de unos caballos con Lolo.
—¿Solo eso?
—Déjeme terminar, hombre. Le dije a Melquiades y Gavio que iría con ellos a por unos postes a la montaña para la galera que quiere su madre cerca del jardín y aparte le prometí a María, la que vende vasijas, que iría a su casa a beber atol de maíz y comer pan de mujer.
—No le alcanzará el día para hacer todo eso. —Le resalté incrédula.
—Con más razón ya debería estar con las vacas.
—Me ha escuchado ya—repetí con voz tranquilamente contenida. Ya que por dentro me sentía impaciente— váyase y vuelva por mí en la tarde.
¿Por qué me ata de pies y manos? ¡Hombre!—chasqueó la lengua indeciso y malhumorado— Si doña Reina se entera que la he dejado sola o peor todavía, Alfonso... la que se me va armar después.
—No lo entiendo y usted no se decide—dije en un suspiro cansino—¿Desea irse, si o no?
—¿Y cómo hacerlo?
—Pues es simple, yéndose sin tanto rodeo.
—¿Para qué me cargue el demonio de su...
—¡Mohamed!—reaccioné al tiro.
—¡Bah!
Mohamed era bastante libertino en cuanto palabras y expresiones. Era un pelado sin pelos en la lengua. No temía llamar con horribles apelativos a absolutamente a nadie cuando se le cruzaban los nervios, a excepción de papá.
—Regrese en la tarde y punto zanjado.
—Regrese en la tarde y punto zanjado...—murmuró con una mueca infantil en el rostro.
Solté un suspiro exhausta de hablar en círculos. Me llevé una mano a la frente y negué.
—Sí, regrese en la tarde, nosotros la cuidaremos.
La voz de Eunice a mi espalda me hizo dar un brinquito. Me giré sobre mis talones y la encontré observándonos. Su mirada se tornó de pasiva a sonriente y esto último desde que fijo sus ojos en mí. Le devolví la sonrisa.
Llevaba el cabello suelto y acicalada en un vestido lila cual faldón le llegaba a mitad de los tobillos dejando entrever sus botas. Sus ojos estaban achinados más de lo que ya eran, supuse que llevaba corto tiempo de haberse levantado del sueño. Tenía un trapo viejo entre las manos quienes a su vez yacían embarradas de lodo.
—Me alegra verla de nuevo, Gretel.—Se acercó y besó mis mejillas.—De haber sabido que aparecería ayer la hubiera esperado e invitado a que me acompañara a dar un paseo.
—De las que se salva, ya sabré yo.—murmuró Mohamed a mi espalda.
Eunice miró por encima de mi hombro y observó, con aire cauteloso, por unos segundos el dueño de la voz murmurante.
Una chispa de conocimiento inundó sus ojos y una latente seguridad la hizo enarcar las cejas.
Pasó de mí y se acercó con pasos seguros hacia el hombre ensombrerado que yacía montado sobre la montura de un caballo bayo. Me volví siguiendo sus movimientos.
—Usted debe ser Mohamed.—Ella elevó la barbilla para verlo.
—El mismo y al brinco.—contestó él con voz orgullosa.
—Un placer conocerlo, señor—le extendió la mano con aire petulante al mismo tiempo que amable. Mohamed le aceptó el gesto y le procuró un fuerte apretón que a su vez ella correspondió—. Me llamo Eunice Montero y le ofrezco una solución.
Él la miró con atención.
—¿Ah, sí?—dijo con descarado escepticismo. Se inclinó hacia adelante y apoyó los codos sobre la montura mientras el desinterés cubría sus gestos.
Váyase y no piense más en esta mujer y tampoco en regresar por ella—me señaló con un gesto—. Yo me encargo de que en la tarde llegue a su casa.
—¿Me está vacilando?—bufó descreído— no soy hombre de juegos y esta muchachita es un costal que tengo que cargar.
Abrí la boca indignada dispuesta hablar pero Eunice se me adelantó.
—Declaro lo mismo porque no soy mujer de embustes—replicó con una firmeza admirable—. Comprendo su preocupación por ella y es noble pero pierda cuidado, no pasará nada que no deseemos.
Mohamed ancló los ojos a los de ella por unos segundos, y probando con duro escepticismo su entereza por fin se resignó a querer estar más allí. Soltó un gesto de conformidad y se colocó bien el sombrero.
—Será como guste, Gretel.—me buscó con la mirada y me dio una fugaz advertencia con los ojos.—. El límite de hora de llegada es antes de la puesta, recuérdelo y usted también.
Eunice asintió una vez y se acercó a mí. Juntas vimos como Mohamed salía despedido a galope sobre su caballo. Apreté las riendas en las manos de mi yegua y le palmeé el cuello con cariño.
—Es preciosa, ¿cómo se llama?
Pestañeé un par de veces antes de responder. Eunice también acariciaba al animal, aunque de forma más reservada.
—Sirilla.
—¿Es suya?—preguntó encantada dejando en el olvido la dureza del tono de su voz con la que se había acicalado.
Desde hace tres años—conté orgullosa de ella—; es obediente y mansa y sobre todo amigable.
Sonreí al deslizar los dedos sobre las crines blancas acabadas en dorado de ella.
Había sido un regalo de papá cuando festejaba mis dos décadas de vida. Darwin decía que los animales deberían parecerse aunque sea un poco a sus dueños y por tal dicho papá me la encomendó arguyendo que el animal era mansa y que poseía una mirada asustadiza de vez en cuando.
No acostumbraba a montarla y cuando lo hacía trataba de no exponerla a mucho esfuerzo. Era la consentida de todo el establo, nadie la montaba excepto yo. Y como era, a los ojos de todos, una niña mimada que paseaba dentro de los cercados sin tarea alguna y galante, todos la llamaban la Consentida y no por el nombre que yo ya había elegido.
Llevé a Sirilla hasta un amarradero a lado izquierdo de la casa. Le acaricié la testuz por unos breves segundos y luego me vi arrancada de su lado por el insistente brazo de Eunice.
—No sabe la sorpresa que me llevé ayer al saber que estuvo aquí.
Subimos los escalones y una vez en el corredor nos detuvimos frente a la puerta.
—Digamos que no fue premeditado.—hice una mueca con la boca.
—Sí, lo sé, Adrián me lo dijo.—Ella me contempló con un brillo gentil y luego con uno animoso.— Pero ya pasó, ¿no? Que se lleve el viento el polvo que nos entorpece la vista.—Ella rio— De todas maneras me alegra que haya elegido esta casa como un refugio y que el alivio fuera lo primero que sintiera al distinguirla, ¿Sintió alivio cuando descubrió la casa?
Anclé con intensidad mis ojos a los de ella y asentí abiertamente.
—Más del que podría aceptar.
Y pensar que temía estar bajo este techo. —meditó con un calmoso pero latente asombro en la voz. —Venga, venga, vamos adentro. Clementina está haciendo chocolate, perfecto en este plácido día invernal.
Traspasamos el umbral y una acogedora sensación de paz me inundó el cuerpo. Me acomodé con más decoro el corrido rebozo e inspiré el antaño pero limpio olor de esa casa.
De presto, no entendí el porqué de una peculiar sensación escalando por mis piernas hasta acabar a mi corazón, motivándolo a latir con elocuente ánimo. Así como un nerviosismo acompañado de una suave calma el cual lograba que creyera que caminaba en el aire, que flotaba, haciéndome creer que era ligera de peso.
Cualquiera que fuera el desconocido motivo daba gracias porque me agradaba.
Cuando pasamos junto a las escaleras no pude evitar llevar la mirada hasta el final de estas y luego el pasillo que le seguía y por ultimo pensar cuando estuve en una de esas habitaciones enferma y desorientada por el miedo.
Despertar dentro de esa casa, adolorida y sola fue un susto de muerte. No concebí ningún pensamientos que corrieran con lógica dentro de mi cabeza en cuanto puse los pies fuera de la cama. El miedo fue mi amo y permití que este me cuidara.
Ahora, con otras circunstancias, me encontraba en esa misma casa, confiada y sintiendo una rara emoción el cual me hacía respirar ansiosa.
—Vaya, pero que grata sorpresa.
La presencia del doctor Walter fue lo que nos recibió en la sala. Estaba sentado en el sillón orejero de respaldo alto, con un libro en el reposabrazos y una taza humeante en la mano.
—¿Verdad que sí?—Eunice me llevó apresurada a la salita.
Mis zapatos rapidamente se internaron en la mullida alfombra. La energia de Eunice era tan parecida como la de un niño sosteniendo un bastón para golpear una olla de barro.
El doctor Walter se puso en pie y me tendio la mano lo cual se la sostuve procurándome un ligero pero confiado apretón y despues hizo una seña para que me sentara. Eunice de sentó a mi lado frente a Walter.
—Se nos escapó anteayer, verdad—dijo arrastrando las palabras con una sonrisa socarrona—, no se despidió de nosotros, que malvada es usted.
—Walter...—intervino Eunice con ojos amenazantes.
Pero este levantó la mano en el aire pidiendo tiempo. Eunice lanzó un suspiro como si el hecho le supiera a costumbre.
—No la volvimos a ver cuando nos fuimos.
—Pensé lo mismo al despertar pero ya no podía hacer nada, ustedes ya no estaban —respondí con tono sosegado mientras me enderezada lo mas posible.
—¿Nunca la habían mordido, señorita?—soltó de repente.
—¿Mordido?—Repetí confusa y Eunice imitó mis gestos.
—Si, morder del sinonimo prensar, aplastar los dientes sobre algo.
Enseguida entendí a que se refería. Cerré la mano en un puño y me la cubrí con la tela del rebozo.
—¡Oh, Walter!—rezongó Eunice incredula—¿Que bobadas estas diciendo?
—Dejala que hable.—dijo sin despegar la mirada de mí.
<<No me intimida>>
—Si—dije con simpleza—de pequeña una vez camino a la escuela un perro me acorraló y me mordió el brazo.
Si y desde ese dia mamá no permitió que me fuera con los hijos de los trabajadores. Desde ese dia en adelante fui aprendiendo a montar, gracias a Mohamed, ya que todas las mañanas me iban a dejar y en la tarde a traer con una yegua a la escuela, todos los días hasta que cogí maestría, mas o menos, en la cabalgata.
Eunice dio un respingo y enseguida buscó mi muñeca para analizarla.
—¿Se quedó dormida despues?
—No—sonreí mientras fingía que recordaba—. Ese día jugué como nunca lo había hecho en todo mi vida de infancia.
—¿Tanto asi?—preguntó Eunice.
Asentí animosa.
—Mi amiga, Rosa, partió un limón y vertió todo el acido sobre la mordida, mordida tan similar a esta—observé a brevedad mi muñeca aprisionada por una pequeña vendita y la mano de Eunice. Miré de vuelta a los ojos del doctor.— Y no doctor, no me dormí.
—Debió sentirse toda una temeraria.
—Me arrepentí de inmediato pero volví hacerlo.
—Tan temeraria como ayer claro está—comentó con tranquilidad y simpleza pero el hecho no ocultó el tinte de desagrado que oscilaba en su voz.—. Hay que considerar que no es sensato tirarse a la acción y no pensar antes, tales acciónes impulsivas nos cunden de fracaso y arrepentimiento.
—En mi caso fue lo contrario—objeté segura de mí misma—porque no me arrepiento de nada.
—Gracias a Dios.—dijo él.
— Solo actue...
—Deliberadamente. Pero la comprendo e hizo bien ayer—intervino cauteloso mientras estudiaba mis gestos con parsimonia—; sin embargo, debio contemplar el cielo y meditar si era el tiempo oportuno para poner un pie afuera.
Me quedé callada aceptando que tenía razón. Supuse que tarde o temprano tendría un buen sermón por la falta de raciocinio de mi parte, pero no esperaba que llegara tan pronto. En casa nadie sabia lo que había hecho. De haberlo sabido mi madre y padre hubieran pegado el grito al cielo, por suerte Mohamed no abrió la boca.
—Si me caí una vez supongo que debo evitar caerme una segunda, el secreto es evitar la piedra con la que tropezamos.
Asentí
—Tiene razón.
—Espero acoja mis palabras con serenidad que yo se las doy sin animos altaneros.
Volví asentir.
Él me sonrió y con el gesto me demostró cuan ciertas eran sus palabras.
Clementina nos sirvió una taza grande de chocolate junto con una canastita llena de panecillos. Eunice se encargó de entretenerme con mucha conversación mientras que el doctor Walter se limitó a leer en silencio mientras bebía de la taza y comía de su propia canastita de panecillos.
Observé atenta el animoso rostro de Eunice. Que diferente era ella, fisicamente hablando. Sus ojos eran, medianamente, dos rendijas que ocultaban dos esferas oscuras mientras que las de su hermano eran dos pozas aguamarina, claras y sensibles al sol.
Me acordé entonces de Jonathan, Darwin y yo. De los tres Jonathan había sido el único que heredó los ojos claros de mi madre y el cabello tan negro como un carbón. Mientras que Darwin y yo nos acoplamos a los rasgos de papá, ojos cafés y cabello castaño oscuro.
Eunice era bonita y tenia un rasgo característico que me llenaba de confusión. Cuando sonreía lo hacia de lado y luego apretaba a los labios. Me era conocida tal acción pero no lograba reconocer de donde.
<<Imaginaciones tuyas, Gretel>>
Quizá si. Pero ¿Por qué ahora me suena esa cara? ¿La habré visto antes? Bueno, tenía que resaltar que solo era un aire en su rostro que me hacía preguntar: ¿a donde la he visto?
<<¡Sandeces! Exageras mucho. A fin de cuentas en el mundo hay muchas personas, muchas y parecidas.>>
Terminé aceptando el hecho y olvidarlo.
Por el rabillo del ojo miré como el doctor Walter se levantaba del sillón y se dirigía a la repisa. Se quedó unos segundos dándonos la espalda mientras buscaba algo.
Se me escapó un suspiro tristón.
Desde que había llegado, inconscientemente, había observado el sillón orejero imaginando que los zapatos del doctor Walter puestos sobre la alfombra eran los de otro. Que quien leía ese libro era otra persona, persona que, según había escuchado, se distraía como un niño ante un libro o un repentino tema.
Tras cruzar el umbral una calma tempestuosa me aturdió dentro. Guardaba muchas ansias por encontrar lo que había estado imaginando desde el dia anterior. Esa cálida y gentil presencia dándome la bienvenida.
Deseaba encontrarme con la curva del rostro y el brillo gentil de un personaje que apenas conocía. Me atraía y me hostigaba en momentos menos esperados, tal como ese.
—Creí que le gustaba el chocolate.
Parpadeé varias veces
—¿Ah?
—¿Creí que le gustaba el chocolate?
—¿Por que lo dice?—arrugué el entrecejo—Si me gusta.
—Es que como veo que no le ha dado ni una probada, pues...
Miré mis manos sosteniendo la taza y era verdad. Estaba intacta.
La taza estaba intacta con su líquido. Ni siquiera me había dado cuanta que la sostenía entre los dedos, ni fui consciente de su peso, y no en su platito de porcelana. Me apresuré entonces a darle un ligero sorbo.
Sonreí por encima del borde de la taza. Si estaba delicioso.
—¿Que me decía?—pregunté dando otro sorbo de chocolate.
Había estado escuchándola a medias, no tenia idea de que había estado hablando.
— Ohm, si.—soltó una risita y en un segundo su rostro serio— Lourdes era una niña callada y no tenia amigos, los recesos los pasaba en una banca con su carita ida y sus hombros caídos, me enternecía solo de verdad.
—Eso no es normal...—apenas dije, acoplándome al tema que había estado ignorando.
—No, claro que no—reaccionó Eunice—los niños son avispados y no hay quien los detenga con sus jugarretas.
—¿Que pasó con ella?
—Muchas cosas, demasiadas.
Su rostro de pronto adquirió un decaimiento total.
—Me intrigaba demasiado porque su madre al recogerla se veía tan...— arrugó el entrecejo y bajo el rostro meditabunda— tan tranquila, como si el mundo fuera un enorme caramelo y la mortalidad no existiera. Ciertamente me engañó.
¿Un enorme caramelo? Me abstuve de fruncir el ceño ante esa mención.
—¿Como la engañó?
Eunice levantó el rostro y me miró.
—Con una sonrisa.
Guardé silencio y no me animé a interrumpir.
—Lourdes y su madre fingían estar bien afuera; sin embargo, dentro de su casa eran las mas infelices a manos de un hombre.
Eunice negó indignada y soltó una fuerte exhalación. Miró al techo y se recostó sobre el respaldo del mueble.
El doctor Walter nos dedicó una fugaz mirada antes de sentarse nuevamente en el sillón con un libro diferente en las manos. No fue a mí a quien él miró con interés y tal hecho hizo que ansiara saber mas de la historia que contaba ella.
—Estaba casado y ella parecía ingenua, sin duda se la había robado con engaños.—Mordió un panecillo con aspereza y luego añadió—. Las maltrataba a ambas y enterarme por boca de esa niña fue horrible. ¿Un pajarillo inocente cantando desdichas? La vida no debe ser así.
—Eunice, ya hablamos de eso.—La voz del doctor Walter intervino de forma abrupta.
Eunice dio un respingo y parpadeó. La piel de su rostro palideció por unos segundos. Pareció pensarlo un momento y se enderezó y miró a su primo.
—Tienes razón—dijo convencida como apenada. Me miró entonces—. Disculpe, no quería apagar el animo con historias deprimentes.
Iba a decirle que no lo hacía hasta que el ruido de un libro cayendo me lo impidió. El doctor Walter se levantó tras constatar que el golpe provenía de la repisa. Tras incorporarse lo levantó.
Nos echó una mirada por encima del hombro, enarcó una ceja con gracia y añadió:
—¿Puedes creer que Adrián leyó todo este libro ayer?
—¿De verdad?
Walter asintió con una sonrisa burlona mientras analizaba las hojas del libro.
—¿De que trata?
—Versos, muchos versos.
—¿Cual es el titulo?
Walter lo alzó para que lo miráramos mientras se acercaba al sillón. El libro con tapa vieja y destartalada apenas si mostraba letras que pudieran formar una palabra.
—Por como se ve da la impresión de que pasó por muchas manos.
—¿Por qué no me sorprende?—meditó Eunice sonriente.
Walter le dedicó una mirada igual de bromista que la de ella y negó mientras pasaba las hojas del libro.
—¿Y donde esta él ahora?
Mi corazón dio un sublime vuelco y las manos se me pusieron heladas tras soltar esa pregunta con cinco palabras tan repentinamente. Sentí un tirón en el estómago cuando Eunice me miró y abrió la boca sorprendida.
—Vea nomas — que se me ha olvidado.—se llevó la mano a la frente en un obvio sentir de auto reproche.
—¿Y como no?, si te gusta tener la visita solo para tí sola, entre menos implicados mejor, ¿no?.— comentó Walter hundiéndose perezosamente en el sillón y doblaba las piernas.
Eunice volcó los ojos ante el comentario.
—Adrían tuvo que salir temprano esta mañana pero supongo que no tarda en volver.—Comentó Walter cerrando el libro de golpe.
—Sin un transporte a disposición lo dudo mucho.
—No lo subestimes —Deslizó el libro sobre la mesita y soltó un suspiro de aburrimiento.— que cuando se lo propone viene y va en un soplo.
—De tortuga dirás.—bufó Eunice.
Walter sonrió elevando la comisura derecha así como su ceja. Luego su mirada recayó en mí y me sentí objeto de su escrutinio.
—Perdone mi atrevimiento, señorita Gretel—se acomodó en el sillón y yo me puse tensa.—¿Es usted casada o... esta en planes de casamiento?
—¡Walter!
—¿Que? Solo es una simple pregunta.
Sentí como un calor trepó por mi cara y con esta la vergüenza. Bajé el rostro por unos segundos tratando de ocultar la sorpresa que cundía en mis ojos.
—No le haga caso a mi primo, Gretel—su mano se posó en mi muñeca— a veces es tan ameno y otras no tanto.
—¿Que puedo decir en mi defensa?—arguyó Walter con tanta simpleza y sosiego. Levanté el rostro hacia él.—. Solo me tomo el tiempo de conocer a fondo a mis futuros amigos, y viendo que se ve irremediablemente inseparable de ella—señaló a Eunice—supongo que pronto lo estaré yo tambien.
De improviso, la expresión seria de Eunice se tornó a una orgullosa. Asintió y luego se encogió de hombros dándole la razón.
—No te olvides de Adrián.
—Y Adrián.
De pronto, los dos se me quedaron viendo atentos como si de mí esperaran algo. Fruncí el ceño confundida y les devolví la mirada con obvio desconocimiento.
—¿Que pasa?
—¿Es casada o esta en planes?—soltó de sopetón Eunice, sosteniendo el mentón sobre su mano y ésta sobre su rodilla.
Parpadeé nuevamente abordada. Abrí la boca pero las palabras no se atrevieron a salir. Ese tema no me gustaba. Solo me procuraba un sabor amargo y preocupación, me frustraba en exceso. Al sentir el silencio, solo interrumpido por el viento de afuera y los quehaceres en la cocina, presionándome me digné hablar pero con sequedad.
—No.—negué y me forcé una sonrisa— No estoy casada y tampoco deseo apresurarme.
Walter entrecerró los ojos fugazmente y me escrutó sin ningún tipo de disimulo. Odiaba que lo hiciera ¿Acaso no conocía la cautela o si quiera el fingir?
—¿A quien me recuerda dichas frases?—meditó él con ironía—¡Ah, si! Eunice, ¿no eres tú la que dice eso de correr sin tropezar con piedras?
—La misma—respondió con la voz colmada de orgullo al tiempo que se enderezaba en el mueble.—No deseo ser infeliz viviendo el resto de mi vida con un error; caminaré tranquilamente y encontraré el paraíso, así sin más.
—Porque si corres...—empezó Walter.
—Tropezaré con piedras.—terminó Eunice sin quitar la mirada de mí
—No hay nada de que avergonzarse, lo que ha de llegar, llegará.—dijo Walter mirándome directamente a los ojos.—Véame a mí, siguiendo el dicho de mi prima como si fuese una ley.
—¿Usted no se ha casado?—dije para mí pero de todas formas fue audible para todos.
—Sin ánimos de ser un engreído, señorita, la cuestión es que no he encontrado a ninguna con la suficiente agalla de tocar este corazón mío, no soy conformista. —Supongo que ofrece lo mismo que espera recibir.—me aventuré a decir
—Desde luego.—dijo atiborrado de seguridad.
—De ser así no le veo defecto a su caso.
—Bienvenida al club de los caminantes, Gretel.—hizo una seña como si se quitara un sombrero invisible y luego me sonrió.
Su gesto hizo que sucumbiera a sonreír también y por consiguiente a reírme. No tardó Eunice a hacerlo pero de forma mas sonora y contagiosa. Sentí que la incomodidad que se había alojado en mí se desvanecía de golpe dando paso al impulso de querer desenvolverme con libertad estando con ellos.
—Es un honor entonces encontrarme dentro del mismo círculo con ustedes dos.
—¿Dos?—cuestionó Eunice entre risas— Dirás tres, porque Adrián entra también en el juego.
Oh.
—¿Ah, si?—Esta vez me reí de forma moderada.
Por fuera el hecho me fue como algo ordinario y sin importancia; sin embargo, por dentro, un revuelo alocado danzó agitando mi corazón.
Una ligera pero orgullosa fascinación se cernió sobre mí, y la sensación me fue tan parecida como el hecho de encontrar algo que no se buscaba pero de igual forma causa una gran alegría y satisfacción.
En eso se asomó Clementina por el borde la puerta de la cocina. Me dedicó una leve mirada y luego buscó a Walter con los ojos.
—Doctor, ¿esperaran al doctor Adrián para comer o desea que les sirva ahora?
—Esperaremos, Clementina—respondió— ya no tardan en llegar.
—Estaré pendiente, entonces.
Mientras Walter se incorporaba y se acercaba a la mesa atestada de artilugios y Eunice se recostaba sobre el respaldo con la mirada perdida, yo aproveché el momento para inclinarme sobre la mesita y coger el libro abandonado y de aspecto viejo.
Como había visto antes éste no tenia título o al menos ya no podía ver. Abrí las hojas y enseguida un olor aromático se internó en mis fosas nasales. Deslicé las hijas en un ligero tirón provocando que desprendiera un olor tan parecido a la vainilla como floral.
Era un libro grueso con bordes desgastados y hojas débiles. En ellas desfilaban versos y versos de cuanto autor desconocido.
Me atreví a leer uno.
Soneto III, de Garcilaso de la Vega
La mar en medio y tierras he dejado de cuanto bien, cuitado, yo tenía; y yéndome alejando cada día, gentes, costumbres, lenguas he pasado.
Ya de volver estoy desconfiado; pienso remedios en mi fantasía; y el que más cierto espero es aquel día que acabará la vida y el cuidado.
De cualquier mal pudiera socorrerme con veros yo, señora, o esperallo, si esperallo pudiera sin perdello;
mas no de veros ya para valerme, si no es morir, ningún remedio hallo, y si éste lo es, tampoco podré habello.
Me descubrí haciendo una mueca de disgusto y deslizando el índice sobre la hoja. Lo escrito me supo a tristeza y pesimismo impregnada en la vida de un hombre enamorado.
<< Que desdichada sería si me encontrara en una situación similar, con esperanzas y sin ellas..>>
Levanté la mirada cuando un ruido llamó mi atención. Me di cuenta que no fui la única. Walter ladeó el rostro hacia la puerta en el preciso momento que una risa resonó al otro lado seguida de una conversación inentendible.
—Vaya por fin—murmuró Walter sin volverse de la mesa.
Por otro lado Eunice ni las luces captaba, seguía abstraída e inmóvil con la mirada fija en algún punto muerto en la pared.
Llevé la mirada hacia la hoja de la puerta y esperé. El picaporte se movió y en la rajadura de debajo una sombras titilaron. Un ligero sonido chirriante fue lo siguiente y luego la esquina de un zapato asomando.
El traje gris de un hombre de mediana estatura, de lentes y sombrero impecable apareció ante mis ojos.
El profesor Miguel murmuraba algo que no alcance a oir. Se sacudió las mangas del saco y se quitó el sombrero.
—No sé porque te hice caso estoy empapado—se quejó al tiempo que sacaba un pañuelo del bolsillo y se limpiaba los lentes.
Una risa proveniente de afuera hizo que prendieran las alarmas nerviosas en mi pecho.
<<Ay por favor, Gretel, que infantil eres.>>
...
Me sentí avergonzada y mejor volví la vista al libro sin dejar, desde luego, de afinar el oído.
—¿Una llovizna, Miguel? Es una simple llovizna
—Puaj.
Medio desvié el rostro y pude identificar un segundo personaje el cual entraba y se sacudía el cabello. Es él. Walter dejó curiosear con los objetos sobre la mesa y se volvió. Se inclinó sobre esta y se cruzó de brazos.
—¿El clima te hace cosquillas, Miguel?—bromeó Walter.
—Nunca es problema el clima sino la insensatez de salir antes o después de tiempo.
—Creí que no tardarías demasiado—comentó Walter haciendo un gesto con la mano hacia mí— tenemos visita.
<<Ay Dios mío>>
De presto dos pares de pisadas se fueron acercando hacia donde me encontraba. El corazón me latió mucho mas rápido que lo normal, sentí que el aire se volvía pesado y ligero a la vez. Cuando la presencia del doctor estuvo frente a mi y levanté el rostro para mirarle ya no sentí el peso del grueso libro sobre mis manos ni el sonido a mi alrededor.
Sus ojos me miraron, sus ojos tan avasalladores y elocuentes me hostigaron con bienvenida y franqueza.
¡Me encantaba ese verdor azulado posado en mí!
—Señorita, Gretel.
—Doctor.
—Tan puntual y yo llegando tarde.
Sonreí con soltura. Me incorporé y recibí la mano que me tendía.
Tenerlo cara a cara solo aumentaba un osado revoloteo dentro de mi alma.
Cuando él apartó la mirada para comentarle algo a Walter lo único que pude hacer para apaciguar la emoción que sentía fue saludar al profesor Miguel.
Y cuando me veía recompuesta del revuelo debido al doctor la ausencia de esta de pronto desapareció cuando él nuevamente ocupó su atención en mí.
Los ojos de Adrián me dieron la bienvenida, un hecho gracioso dado que él era quien acababa de llegar. Su cabello estaba salpicado por diminutas gotas de agua tal como sus hombros. Su rostro se veía húmedo y su piel había adquirido un tono mas pálido.
—Pierda cuidado, tarde o temprano pero ha llegado.—Fue lo único que se me ocurrió decir.
—Bueno creo que ahora podemos comer, le diré a Clementina.—comentó Walter camino a la cocina.
—Sigues siendo todo un glotón.—resaltó el profesor mientras arrugaba el entrecejo mirando a Eunice.
—Lo bueno no cambia.—respondió Walter.
En contra de mi voluntad apreté el libro entre mis dedos cuando el doctor Adrián bajó la mirada y descubrió lo que sostenía. Me miró de vuelta y sus ojos se arrugaron debido a una pequeña sonrisa. Abrió la boca dispuesto a decir algo pero de presto la voz de profesor se interpuso.
—¿Adrián?
Él se volvió hacia Miguel descubriendo que éste observaba a Eunice de forma expectante.
—¿Con que frecuencia tiende a ausentarse? Mírala, parece vuelta hacia otro sitio.—opinó el profesor mientras chasqueaba los dedos muy cerca del rostro de ella.
Sin responder, Adrián se sentó junto a su hermana. Deslizó el brazo por encima de su hombro e inclinó con sosiego la cabeza de ella hacia él.
El profesor soltó un resoplido y no apartó la mirada de la escena. Se llevó las manos a los bolsillos y su mirada, que llamó mi atención, se pintó con una expresión cansada y abstenida. Me dio la ligera impresión que lo que veía le era costumbre.
Eunice parecia estar en otro plano terrestre. En otra situación en otro lugar o en ninguno. Sus ojos apenas si parpadeaban y cuando lo hacia eran de forma lenta y pausada. Un aura triste bordeaba su expresión y un decaímiento cundía las comisuras de sus labios.
—Eunice, Eunice—susurró Adrían con calidez cerca de su oido—es hora de comer, no nos hagas esperar.
Ella no reaccionaba.
Una lagrima se escapó de los ojos de ella y se deslizó por su majilla hasta ser apartada por el dorso de la mano de Adrían.
La imagen ausente de Eunice me provocó un profundo desconcierto porque me mostraba una sombra en lugar de la luz que antes habia conocido.
<<¿Que le ocurre?>>
Me sentí de alguna manera impotente. ¡Por Dios! Parecia una enferma mental o poseída por algo.
<<Uno no termina de conocer a las personas, Gretel, grabatelo.>>
De presto ella alzó la barbilla y ancló sus ojos en los de Adrían. Aunque yacían inocentes y bonitos, estos estaban apagados y sin brillo.
—Adrían...—La angustia era más que evidente en su tono.—Adrían...
Adrían se separó un poco y enmarcó su rostro con las manos. La miró con ternura y luego se inclinó sobre la canastita de panecillos. Partió un trozo pequeño y se lo ofreció. Ella lo mordió como si fuera una niñita y luego hizo un amago de sonrisa, un simple amago.
—Lamento haberme ido...
—No te has ido, sigues aqui—Mordisqueó el trozó restante y sonrió—. Sabes me muero de hambre, Eunice, y Walter debe estar hostigando a Clementina para que llene mas su plato por lo que pienso que Miguel y la señorita Gretel no tendran mucho que comer.
En cuanto escuchó mi nombre sus ojos se abrieron asustados. Se irguió y se llevó las manos al cabelló y rostro. Me buscó nuevamente con la mirada y cuando sus ojos se cruzaron con los míos, sonrió como si nada huniera pasado y se acercó a toda prisa hacia mí.
—Ya estamos y a comer.—dijo entusiasmada enroscando el brazo por debajo del mío.
Confundida miré al profesor y en busca de respuestas. Pero él con una ligera negación a penas se atrevió a responderme. Se giró hacia el sillón orejero y se sentó.
—Excelente, entonces.—dijo Adrían cin una serenidad anormal. Se levantó y bordeó el mueble y se disculpó camino a las escaleras.
Arrugué el entrecejo sin poder deshacerme de la confusión debido a lo que acababa de presenciar. ¿Es que nadie ni siquiera, por la incomodidad, había hecho un carraspeo o algo que simulara una disculpa o siquiera un algo explicativo?
Me quedé flotando en la duda porque nadie mostró señal de querer explicarme, aunque sea por vaguedad, de esa imagen atropellada de una sonámbula despierta.
<< ¿Y por qué te sientes en libertad de exigir eso? ¿Acaso ya te consideras parte importante de este circulo de personas?>>
Negué con ligereza y parpadeé varias veces antes de sentirme como una tonta.
<<Baja de esa nube y planta los pues en la tierra>>
Una sopa caliente de frijoles con bananos verdes y arroz blanco me recibió en la mesa una vez que me senté.
Clementina acababa de depositar una canastita con tortillas en el centro y una vez que hubo sentado todos agacharon las cabezas y Ardían dirigió la oración de gracias.
Yo que me encontraba a su lado la escuché con más privilegio lo cual provocó que me olvidara de dar las gracias también.
<<¿De que te preocupas? Tu apenas su das las gracias en casa.>>
Era verdad.
Muchas amenes y pronto todos comenzamos a comer.
El profesor, quien se había sentado en la cabecera, Eunice frente a mí y Walter a su lado, mencionó, como si de tratara de una ley estrictamente seguible, la importancia de comer honrando la gracia de obtenerla honradamente y pensar en los que no la tienen.
Enarqué las cejas ante el comentario.
<<Puff>>
Y pensar que jamás pensaba así a la hora de comer mis alimentos. Sinoplemente daba un endeble agradecimiento y comía, sin más.
<<¿Pensar en los que no la tienen? ¿Por qué haría eso?>>
No entendía porque a esas alturas, muchos años en realidad de conocer al profesor, me sorprendia. Era un hombre que recaía demasiado en la exageración con meras simplezas, aunque debía reconocer que tal rasgo en su persona lo convertía tambien en alguien chapado de compromiso y entrega, eso si.
—No sé que hare lejos de usted Clementina cuando partamos mañana y cuando nos llegué la hora de dejar en San Jeronimo.—comentó Walter con devoción mientras meditaba sobre el sabor—.
Miguel, esta dama no ha dejado de malcriarme toda esta semana con cuanta comida por delante.
—Nunca hago las cosas al azar, Walter.
—Me consta.
El sonido de la brisa se colaba por las rendijas de la puerta y las ventanas asi como el frio que producía esta.
A través del espacio entre las verdosas cortinas de las ventanas gemelas se podía ver el tétrico color de ese domingo de mayo. Tan blanquecino y apagado, nublado y triste.
Arrugué un poco los labios pues tenía en gran estima el verano, los días luminosos y la tierra completamente transitable sin el barro estorbando a los zapatos. Aunque debía reconocer que me gustaba el frio unicamente por la sensación acogedora a la hora de abrir un libro, beber una taza de café o degustar un plati de sopa, tal como en ese momento.
Llevé la cuchara a centimetros de mi boca y soplé varias veces antes de comerlo. Estaba deliciosa.
En eso noté, que Eunice no empleaba sus d9s manos a la hora de comer. Entonces me di cuenta que eso ya lo había visto antes, en casa. Su izquierda hacia todo, absolutamente todo mientras que su derecha quedaba endeble y rígida pegada a su costado.
Sentía curiosidad por saber pero si no se daban cuenta de mi duda, o es que se hacían los que no, ¿para qué las molestia de mantener el interés en eso? Mejor ignoré el hecho del gesto de ella.
—¿Comenzará a dar clases, Gretel?
La voz de Eunice me hizo levantar la mitad del plato de comida.
—¡Oh, si! Desde mañana.—respondí sin esconder el agrado que me traía ese hecho.—Estoy contenta de volver después de una semana.
—Es un sueño...—Cantó Eunice soñadora.—¿como son sus alumnos?
—Alumnas, Eunice.—corrigió el profesor.
—Si, todas son alumnas—lo secundé—. Son buenas niñas, alguna que otra inquieta pero no he tenido problemas.
—Yo he tenido de todo un poco.
—De todo un poco hemos tenido todos. —comentó el profesor de modo critico.—los niños son criaturas especiales y algunas extra especiales, salen con cada cosa que a uno lo dejan con las cejas levantadas.
Eunice rió como una niña ante el ejemplo.
—Son solo criaturas pequeñas sin conocimiento de lo que dicen—dijo Eunice—. Hablan por hablar y algunas veces solo imitan lo que ven de los adultos.
—Si cosas buenas imitan que bien. Todos ganan pero si es lo contrario... es una pena—Negó con un pesar condescendiente.
El rostro de Eunice se ensombreció por unos segundos. Despues, como si se hubiera dado cuenta de donde se encontraba se despegó de la expresión y se llevó una cuchara a la boca.
—Insistiré en que son solamente criaturas, que absorven sin culpa lo que ven.
—Criaturas que deben llevar rigor y...
—Un acompañamiento gentil y amoroso.—intervino Eunice con voz firme.—Los que carecen de eso no tiene la culpa después de lo que pueda pasar con sus caracteres.
El profesor la quedó viendo con serena mofa y luego añadió.
—Se me olvidaba que para tí todos los niños son angelitos blancos.—dijo el profesor.
—Lo sostengo.—recalcó Eunice enarcando las cejas.
—No todos.—Comentó Walter—. Algunos, por desgracia, en los ojos se les figura la maldad, es triste pero es cierto.
El profesor asintió dándole la razón.
—¿Quien dice que los niños no están exentos de sentir maldad?
—Si la sienten no saben interpretarla, Walter—arguyó Eunice indispuesta a querer dejarse torcer el brazo—. Ellos no son consientes del significado de tal sentir. No son como nosotros los adultos que tenemos la capacidad de analizar con claridad las cosas.
Walter soltó un resoplido cansino.
—Lo que tú digas.
Eunice entrecerró los ojos indignada. Desvió la mirada hacia Adrián, quien se limitaba a escuchar y comer. Le miró significativamente pidiéndole ayuda en silencio.
—Respecto a lo que discuten me temo que ambos tienen la razón—Eunice frunció el ceño asaltada por el disgusto—. Los niños aprenden lo que ven, sea malo o sea bueno, y debido a esto forjan de grandes un camino.—concluyó.
—Pero hay un pero, ¿verdad?—dijo Eunice.
Fue Adrián, esta vez, quien la miró significativamente. Tan igual como un padre lo hace con un hijo pequeño. Se rió con ligereza y negó con la cabeza.
—No, no hay un pero.
El escepticismo refulgió en los ojos de Eunice tras escucharlo. En eso, me buscó con la mirada y se quedó observándome con un aire de complicidad.
—Dígame que al menos usted está de mi parte, Gretel
No supe que decirle al instante.
—Eres malvada, Eunice. —intervino Walter.
—¿Por qué?—enarcó una ceja molesta.
—Sometes a la visita en una espinosa encrucijada por el afán de retener apoyo.—amonestó con voz aterciopelada.—Figúrate incomodando solo por querer poseer la razón.
Eunice no pudo apartar los ojos de los de su primo. No abrió la boca ni su postura se movió , sin embargo; una mezcla de impotencia y resignación se contuvo en el brillo de sus ojos.
—De todas maneras—habló el profesor haciendo un gesto con la mano— ¿que piensa usted de la naturaleza de los niños, Gretel?
Eunice me dirigió la mirada y esperó atenta a por mis palabras, asi como Walter. El doctor Adrián se quedó como estaba, tranquilo, solamente escuchando.
—Solamente lo que veo, profesor.
El profesor hizo un amago con la mano para que prosiguiera.
—¿Y que seria?—musitó Eunice sosteniéndome la mirada con franqueza.
—Veo un lienzo en blanco cada y al mismo en el que se pinta intensidad, franqueza, distracción, exorbitante energía pero sobre todo pureza.
Mi respuesta pareció apaciguar la riña que yacía en los ojos cafés de Eunice.
Ella sonrió con suave tacto y se dedicó a terminar de comer. El profesor comentó algo el cual hizo que Walter se enfrascara a querer avivar ese tema. Por otro lado, descubrí al doctor Adrián observando a Eunice comiendo.
Su perfil denotaba calma así como escrutinio. Sonrió de lado y ladeó el rostro encontrándome con sus ojos. Inclinó un poco la cabeza, hecho que su cabello no desaprovecho para obstruir su visión, hacía mí y añadió en un susurró lo siguiente:
—Se ha echado una eterna amiga en el bolso, Gretel, ¿que hará ahora?—fingió preocupación.
Sonreí imitándolo. Me atreví solo un poco a inclinarme hacía él y emplear el mismo tono de su voz.
—¿Estoy en peligro doctor?
—Peligro...—meditó escéptico— "peligro" es una palabra demasiada pequeña, creo yo.
—¿Que debo hacer?
—No intentar escapar desde luego.
—Trataré de no hacerlo.
Los dos nos empapamos con la sonrisa del otro.
Debo confesar que, de alguna manera, lo había hecho un poco mas que él. La sensación de encontrarme tan cerca me causaba una muda alegría que no podía callar dentro de mí.
Me inspiraba confianza y tranquilidad, era como si allá afuera no existiera peligro o problema.
<< Sin duda te vistes de ingenuidad todas las mañanas, Gretel.>> dijo mi subconsciente <<¿Que crees que diría Jonathan si te viera como una chiquilla de escuela?>
Me contuve de arrugar el entrecejo con hastió. Respiré con sosiego varias veces y me llevé un bocado a la boca. Rápidamente el sabor de la sopa refrescó el amargo de tal pensamiento obstruido.
<<No era pecado sentirse ingenuo una vez cada tiempo. Quizá, si, era riesgoso pero, ¿acaso no vale la pena intentar ser ahora para ganar luego, aún con todo en contra?>>
Me consideraba una mujer huidiza a los riesgos, de pies cobardes, pero ese día me encontraba en excelente forma como para retar a los bufones que vivían en mi cabeza
<<Lo que fuera a decir, ¿debe importarme a caso? Yo creo que no. >>
La fría brisa elevó los mechones sueltos del cabello de Eunice por todas partes, haciendo lo mismo conmigo y con el bajo del faldón de mi vestido. Ella, quien yacía inclinada sobre el barandal del pórtico con los codos encima, no quitaba la mirada sobre unas flores apachurradas en una esquina del predio.
Su perfil yacía colmado bajo una sombra tenue de concentración. Observé entonces las flores.
Sobre una deteriorada maceta un arbolito de bugambilia demostraba sus cabizbajas ramitas, hojas y flores. La lluvia había hecho de la suyas con la débil planta. Sobre la tierra yacían plantadas injertos de florecillas amarillas y rosadas. Y a la izquierda un bulto pequeño de tierra hacía de señal de que aún se seguían trabajando en el color de un jardín en esa tétrica casa.
—Planea plantar un jardín.—dije.
Ella asintió
Me inspiré pero creo que no soy buena con las flores.
Ella sonrió con mofa.
—Solo de plantarla me he imaginado como otro se acerca y las destruye, he cesado entonces de hacerlo—negó con la cabeza e hizo un mohín con los labios—, además; solo planeaba dar una sorpresa.
—¿Ah, si?
—Mmh...—asintió.
—¿Que la inspiro a querer hacerlo?—me atreví a preguntar.
—Una chica que conocí al otro día—respondió sin molestia alguna. —La encontré plantando flores una mañana, después volvió y las arrancó, era un poco extraña.
—Las planta y las arranca— dije arrugando el entrecejo.—¿Por qué haría eso? ¿Por qué desperdiciar tiempo haciendo algo que terminara siendo vano?
—Como dije era un poco extraña. Un momento me tomaba confianza y al otro parecía darse cuenta de ello por lo que se volvía esquiva conmigo.
—¿Pero le dijo su nombre?
Eunice negó.
—Creo que no le interesa que yo lo sepa.
Enarqué la cejas con vaguedad.
—¿Sabe que me llamó la atención de ella?
—¿Que?
Me miró entonces.
—Pude descubrir un aire elocuente, uno de querer grandeza, de inconformidad y de mucho resentimiento. —Eunice llevó la mirada de vuelta a las flores y meditó con desilusión —. ¿Por qué tanto odio en esos ojos? El otro dia la escuché decir que odiaba a sus señores y que amaba el silencio de esta solitaria casa.
—Eunice, no se agobie—dije odiando de inmediato el tono melancólico con el que ella hablaba—, no podemos saber a ciencia cierta lo que ocurre con todo el mundo, ¿por qué desgastarse?
—Hay cosas que me parecen imposibles, Gretel.
Su mirada recayó sobre mí como una cascada indomable sobre grandes rocas sumisas.
Eunice revelaba, según mi perspectiva, un espíritu justiciero que fácilmente se caía y se levantaba.
Por la forma en que se mostraba su mirada, abstraída y lejana, podía dar por hecho que pensaba y sobre pensaba las cosas.
Mi pregunta era: ¿Cuáles eran los motivos por los que sus pensamientos la apartaban con tanta fuerza?
—Sabe, me quede con la duda—dije apartando el mutismo entre las dos.
Ella me miró
—¿Sobre qué?
—Sobre la historia de la niña, Lourdes, me parece—dije—¿Qué pasó con ella y su madre?
Una mezcla de desilusión y enojo se entrevió en sus ojos. Apartó la mirada y soltó un débil suspiro. Guardó silencio un momento y luego negó pesarosa antes de poder hablar.
—Ojala pudiera saberlo, Gretel—Su voz tembló y su cuerpo adoptó una postura tensa—. Ellas se esfumaron después que la familia de su verdadera esposa las echara de su casa.
—¿Y donde están ahora?
Eunice no respondió. Me arrepentí de inmediato ante la impulsividad con la que había preguntado. Ella parecía estar, de presto, nuevamente atrapada en una borbuja, lejana e inamovible.
Entreabrió los labios dejando escapar áspero suspiro.
—Deseo encontrarlas, a las dos—dijo de repente tras un largo silencio—. La vida de una niña debe estar ligada a la de una madre feliz , presente y segura, no temerosa.
Me limité asentir y a escuchar.
—Me he hecho una promesa, una que deseo cumplir.—reveló con una creencia cansada —no estaré tranquila hasta encontrar lo que me fue arrebatado por la vida.
—Eunice...—solté sorprendida sin poder controlar lo que decia.
—Con ayuda de Dios espero, Gretel, encontrarme con esa niña y su madre.
Me quedé viendo fijamente su perfil y medité sus palabras. ¿Que era lo que le habían arrebatado como para que expresara tanta agonía en sus facciones y palabras?
No daba la impresión de haber llevado una vida de carencias o algún tipo de maltrato como para identificarse con los que si.
Recordé entonces que el doctor me había comentado que su padre acostumbraba hacer viajes misioneros y que con él sus hijos iban. Supongo que no fue difícil contagiarse poco a poco del sufrir con el que se encontraban en cada viaje, mas si eran tan jóvenes.
—Espero que ese deseo se cumpla, Eunice.
Ella me miró entonces y asintió.
—Yo tambien
Tras la tibieza del día decidí marcharme.
Eunice hizo valer su voz en que ella me acompañaría hasta cierta parte del camino como había prometido. Y renuente los hombres en dejarnos ir solas uno de ellos se levanto dispuesto a ir en nuestra compañía.
Respiré con mas premura mientras mi corazón se regocijaba atrapado en mi pecho.
El doctor Adrián se adelantó a la puerta y la abrió para nosotras justo después de prepararnos y habernos despedido de la casa.
—Fue un gusto pasar este tiempo con ustedes, les deseo buen viaje y éxito.
—De por hecho que ese deseo ya esta resuelto, señorita—comentó Walter ofreciéndome su mano el cual yo acepté de buena gana—. Tenga buen goce en su regreso al oficio.
—Gracias.
Miré al profesor quien solo observaba meditabundo.
—Profesor, un gusto verlo— dije.
—Gretel.—asintió .—Bienvenida al trabajo mañana.
Le dediqué una sonrisa afable antes de poder girarme sobre los talones hacia la puerta.
El profesor Adrián, quien yacía cerca de la puerta, me esperaba con sosiego mientras echaba un ojo hacia la ventana. Me cedió el primer lugar en salir y me siguió.
Me acomodé el chal con más ganas después que una brisa helada chocara contra mí empapándome de escalofríos.
La temperatura bajaba conforme el día se disipaba. La luz en el cielo se iba poco a poco tal como los colores apenas rescatables del frio dia.
—Un poco mas y la noche la atrapa—comentó Adrián observando el entenebrecido color del firmamento—. Venga, vamos por su caballo.
Sentí el impulso de decir que en realidad era una yegua y no un caballo pero me detuve abruptamente, ya que inmediato sentí absurdo corregirlo.
—Es una yegua, Adrián y es preciosa.—Escuchamos la voz de Eunice.
Sirilla relinchó al sentir mi presencia cerca. A pesar de encontrarse en un lugar desconocido y con una mujer extraña deslizando la mano sobre su cuerpo; sus ollares, orejas y labios se encontraban en armoniosa calma.
—¿Será que le agrado?—preguntó Eunice.
—¿Sientes que le agradas?—comentó Adrián echando la mirada al cielo.
—Yo creo que si.
—Bueno, considérate de ese modo—resolvió Adrián diligente.—Suelta las riendas y entrégaselas a su dueña.
Eunice se detuvo de acariciar a Sirilla tras escuchar esa orden. Soltó las riendas del amarradero y me las cedió de inmediato.
—Hay que irnos.—soltó de pronto Adrián.
En el camino me abstuve de montar a Sirilla, hecho que rato después me colmaría de arrepentimientos, pues el suelo yacía atiborrado de barro y algunos que otros charcos, por lo cual me vi empuñando la tela de mi faldón hacia arriba para no arrastrarlo .
Caminé al lado de los hermanos Montero con las riendas en la mano, superficialmente con tranquilidad , sin embargo, por dentro yacía sumergida en un mar de reproches por la decisión de irme andando con tal de contrarrestar distancia entre el doctor y yo.
¡Pero que necia!
<<Tu te lo has buscado>>
Tras salir de la casona, algo apurados, Adrián no soltó ni una sola palabra y su hermana, quién al parecer, se había contagiado de lo mismo. Me atreví a buscar y tras varios intentos sigilosos noté que en su perfil se pintaba una pequeña determinación.
La seriedad en su rostro y el ritmo marcado de sus zancadas solo me gritaba lo obvio: deseaba entregar mi presencia de vuelta a casa, o por lo menos así lo pensaba.
Cumplir el encargo de sus palabras.
Si había algo en mi que no podía evitar y que a veces lo consideraba un defecto y otras una virtud, era lo rápido que a veces podía llegar a especular cosas o unir cabos.
Y en ese momento, con el hilo de tensión rasguñando el viento y armando silencio solo podía pensar en posibilidades.
Deseaban deshacerse de mi y cumplir. Dar punto zanjado. ¿Y si estaba equivocada? ¿Y si solo estaba juzgando por encima y no pensando con lentitud?
Me ahogué en incertidumbre.
El doctor se veía demasiado diligente y Eunice en extremo sumisa ante la voz de él.
Fuera la que fuera la verdad o las intenciones deseaba irme y llegar a casa, pronto.
Miré hacia enfrente y calculé la distancia que me separaba de casa. La hacienda se encontraba a tan solo unos diez minutos a caballo, mientras que caminando nos llevaría poco mas de veinte.
Si cumplir una promesa les era demasiado afanosa, resolví mejor insistir en irme sola, aunque tal cosa me pusiera los bellos de punta.
—Pronto no habrá más luz y no se podrá ver nada en el camino— dije penetrando en el denso silencio que nos cubría.—. Si les parece—guardé reserva unos segundos tras sentir sus miradas sobre mí—puedo seguir sola desde aquí.
El rostro de Eunice se deformó de pronto y miró por un segundo a su hermano.
—¿Sola?—saltó la voz de Eunice tan escéptica como preocupada.—¿No habla enserio, verdad?
Eunice se paró frente a mí e inconscientemente o no quitó las riendas de mis manos.
—Si está en nuestras manos evadir el peligro, se evita.—sus facciones se llenaron de enojo y decepción mientras hablaba—. No aceptaré que seamos necios conociendo las trampas y sepa señorita,—se irguió orgullosa sin dejar de lado el enojo—que soy una mujer que cumple sus promesas y yo, esta mañana, le hice una a un conocido suyo y créame que la cumpliré.
Sin soltar las riendas de Sirilla, Eunice se giró y caminó a paso lento pero sin dejar de avanzar.
Yo por otro lado me quedé sin habla y sin moverme viendo como ella se alejaba.
—¿Pero por que se comporta así?
—Imagine que encuentre a alguien desvalido en medio del camino bajo lluvia,—La voz de Adrián respondió al segundo que hablé—. Eunice aún no suelta su imagen frente a los cipreses, ademas, no es de romper promesas.
—No es mi intención que lo haga, pero...
—Ella no lo aceptará y yo tampoco.
—Esto debe hablar muy mal de mi, ¿verdad?—dije sin quitar la mirada de Eunice quien caminaba junto a Sirilla.
En eso, sentí la cercanía de él y fue entonces que me sentí pequeña.
—¿Me dejaría interpretar lo que pienso?
—Si gusta, doctor—dije pesarosa.
—Fácilmente veo que piensa que solo cargamos con una promesa y que cumplirla quitará el peso de nosotros, si tuve la posibilidad de acertar por favor no piense tal cosa, no es así.
<<Ay Dios mío, que avergonzada me siento.>>
—Sigamos, Eunice nos deja.
Caminamos sumidos en silencio, uno que me ahogaba. De vez en cuando lo miraba de soslayo y me sentía peor. No podía ocultar cierta sensación respecto a ese hombre y cuando decía o hacía algo absurdo delante de él... Dios mío, solo deseaba que la tierra me tragara.
Mis pensamiento dominaron mi voz y fue entonces que atropelladamente solté lo siguiente:
—Doctor, dígame ¿Que piensa de mi?
Adrián me miró entonces. Su mirada recayó por unos segundo sobre mi y luego hacía enfrente.
—Me encantaría conocerla mejor, más.
¡Oh, mi corazón!
—¿Sería... sería atrevido de mi parte si opino lo mismo?—Apenas me atreví a decir.
Él sonrió. Y yo sonreí de vuelta.
—No lo sería.
Lo miré entonces justo para descubrir que él ya lo hacía. Sabía que no era normal el ritmo con el que mi corazón latía y como mis manos temblaban.
—No era la respuesta que esperaba...
A Adrián de presto se le achinaron los ojos cuando sonrió y más aún cuando notó el desconcierto que se pintaba en mi cara ante su repentino gesto.
—Usted... si me permite decir...—su sonrisa se formó en una pequeña risa— Su rostro...
¿Ah? ¿Mi rostro? Me invadió el pánico. Como un rayo me llevé las manos a la cara, apenada.
—¿Que hay con mi rostro, eh?
—Nada, a excepción del color rojo esparcido por sus mejillas — respondió tranquilo. Instintivamente me llevé las manos a la cara de nuevo—Color que me recuerda a una pequeña que tengo por amiga.
—¿Una amiga pequeña?—dije al cabo de un minuto tras recuperar la cordura.
Adrián asintió. Su cara era un poema porque sus ojos se pintaban de recuerdo. No pude evitar sentir una impaciencia por querer quitar ese escurridizo cabello extremadamente liso que caía a su rostro.
—Es como usted, tiene tendencia a enrojecer de presto.
—¿Debería preocuparme?
—En absoluto, el color no le hace mal.
En ese momento una brisa helada nos caló a ambos. El frío no era pasajero, se asentó aún mas por lo que poco a veces me descubría castañeteando los dientes.
Ya estábamos lo suficiente cerca como para atreverme a decir que ya no hacía falta que siguieran conmigo pero, no me atrevía a decirlo.
—¿Planea volver algún día... aquí?
—¿Volver?—el me miró.
Asentí atenta.
—Si, cuando termine su misión, ¿volverá... aquí? O ¿Se irá pronto?
Él lo meditó por unos segundos.
—Podría afirmar que me iré tras finalizar pero no sabría con certeza qué me podría detener a quedarme un poco más.
Sus ojos me escrutaron significativamente por unos segundos y por esa facción me sentí capaz de soltar palabras que después podrían llenar de vergüenza.
—Sabe, debería considerar la posibilidad de...—parpadeé asaltada de nervios.
—Si.
Bajé la mirada y consideré mejor la palabras que iba a decir.
"La posibilidad de quedarse un poco más"
¡Que imprudente era! Una dama no era de comportarse así pero, una desazón me quemaba el pecho.
Cuando levanté la mirada sus ojos de ese color tan bonito yacían puestos en mi. Mi corazón parecía un niño, ingenuo y nuevo, pero lo entendía. Nunca habíamos conocido a un hombre con una mirada tan cargada de belleza y sosiego.
Parecía una mendiga. Una necesitada de algo. Que ironía siendo yo sin necesidad de nada.
—Comprendo que usted es un hombre muy ocupado y apenas si tiene tiempo, ¿verdad?
Él asintió
—Si, así es. Siempre hay algo que hacer todo el tiempo pero, nunca he subestimado el descanso y, ahora con lo que me ha dicho, pensaré en las posibilidades que quizás —me sonrío —me hagan quedarme un poco más, pero eso lo dirán las circunstancias.
No pude sacar palabras aún teniendo muchas atiborradas en la boca. ¿Sentía esperanza de algo? La tristeza y la alegría me abrazaron.
—Me agradó conocerla, Gretel.—dijo él.
Sentí un malestar en el estómago.
—Me agradó conocerlo también.—dije. Apenas puede sostenerle la mirada.—¿Le pregunto algo?
—Si.
—¿Que se supone que debe hacerse cuando algo ataca tu mente de manera elocuente?
Los ojos del doctor se achinaron de presto.
—Elocuente dice, bueno, vigile ese pensamiento, la belleza puede ser engañosa pero si no lo es, dejarlo ser.
Mi casa ya no se encontraba tan lejos, solo unos pasos y el muro de piedra se podría dejar ver. Eunice acariciaba a Sirilla y parecía que a mi yegua le había terminado de agradar. Solté un suspiro y tomé las riendas una vez que estuve con ellas cerca. Eunice me sonrió y me besó la mejilla.
—Nos veremos, Gretel, manténgase sana y salva.
Le sonreí y asentí en respuesta.
Coloqué la bota sobre el estribo y me subi con cautela sobre Sirilla, la calmé estando sobre ella. Tomé con fuerza las riendas e hice que se girara en dirección de ellos.
—Espero que tengan un buen viaje mañana y que todo resulte como desean.
Eunice sonrió y asintió al mismo tiempo que enroscaba el brazo al de su hermano.
—Que así sea.—dijo ella.
Alterné la mirada sobre los dos pero, por más segundos mis ojos descansaron sobre él. Sobre ese cabello inquieto y esos ojos tan... esos ojos que me miraban con un extraño brillo de misterio que parecía estar a la vista.
Cuando Sirilla viró y la hacienda estuvo frente a ella.
—Adiós...—dije ante de salir despedida en Sirilla.
—Hasta luego—respondió él.
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