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18|Sus ojos



Después de despedirme de doña Carmenza en el patio trasero y haberle agradecido por la coneja el día anterior me retiré. No pretendía quedarme a escuchar como chocaba el agua contra el tejado sino escucharlo bajo el mío.

Caminé apurada a través del pasillo encontrándome con algunas que otras mujeres afanadas que me apuraba en esquivar.

Me coloqué bien el rebozo y con brusquedad escondí mechones sueltos de cabello sobre los ajustados así como por detrás de la oreja.

Los tacos de mis zapatos resonaban sobre la madera del suelo, tanto que mejor me detuve a disminuir las zancadas y caminar con mucha más calma.

Exhalé y me toqué el estómago. Si respiraba con fuerza estaba segura que rompería la tela del faldón de lo abultada que me sentía. Había comido y bebido demasiado, tanto, que sentía ganas de vomitar pero me abstuve de caer en el deseo.

Tragué saliva y me detuve. Me incliné sobre la pared que tenia por vecina un par de puertas gemelas de gran altura. Daba por hecho que los ayotes con miel me habían golpeado el estómago. Cerré los ojos con malestar y levanté la barbilla. Tragué saliva tantas veces hasta que la boca me quedó seca.

Estaba plantada en esa lugar, tal estatua, hasta que un leve estruendo me hizo dar un salto de espanto. Me despegué de la pared y me pasé las manos por la cara antes de irme de una vez por todas pero, antes de querer hacerlo algo pasó.

Fruncí el ceño.

Una voz que conocía demasiado bien saltó a mis oídos a través del par de puertas. Me acerqué a una de ellas y esperé atenta por escuchar nuevamente esa voz.

Una risita medio ahogada fue lo primero que escuché, luego un silencio y de nuevo esa misma risita.

—Encantador, mi amor.—una voz aterciopelada fue lo primero que identifiqué como palabras no inentendibles.—¿Cómo es que no te drenas si me encargo de hacerlo cada vez que tu aroma choca con el mío?

—Me lo pregunto a diario—Esa voz.—. Supongo que el ansia me infunde energía, energía que se convierte después en devoción, sentimiento que estoy dispuesto a sembrar a tus pies hasta llegar a la corona de tu hermosa cabeza.

—¿Por qué tanto apego a lo intenso?—inquirió ella.

—Por qué tanta mofa?—replicó él de inmediato—¿Por qué acudir a la resistencia cuando podemos mejor sucumbir al deleite que merecemos?

—Digamos que me gusta el placer de saber que pisan con desespero mi sombra.

—Oh, con que eso es lo que te gusta...

Se escucharon pasos sonantes moverse como si estuvieran corriendo. Arrugué el entrecejo y pegué la oreja a la hoja de madera. Por un momento no escuché absolutamente nada, luego, surgieron de nuevo sus voces, algo jadeantes.

Arrugué el rostro.

—Finge lo que quieras querida,—él dijo agitado— aquí entre nos, te mueres por mi nombre, por decirlo, escucharlo y hacerlo tuyo.

—Pero que arrogante eres, Jo...—su voz se perdió.

—Cuando estés atada con una alianza a mí, será el día en que veré el velo caerse de ti y tendrás que alardear a viva voz la locura que siempre guardaste... aquí... por mí...en tu pecho.

—¿Y por quien guardo esa locura, según tu?

—La pregunta ofende, ¿no crees?

—Si, lo sé, por esa razón la formulé—ella río. Luego, su voz se tornó un tanto seria—¿Por qué tu afán en tanto masoquismo? ¿Por qué te esfuerzas en infringirte tanta esperanza en un terreno infértil?

Torcí la boca.

—¿Sabes las trabas que te pondrán en el camino? Las personas...

—¿Desde cuando te ha importado la opinión de la gente?—la interrumpió escéptico.

—Desde nunca, claro está.—respondió con soberbia.—. Es solo que, no me da miedo hacerle daño a las personas, personas que estén dispuestas a quitarme la paz, y ¿sabes que significa eso?—preguntó bajando la voz—. Que no va importarme si se atraviesa cierta conocida tuya o cualquier otra en mi camino, que por cierto existen.

—Tus palabras me traen esperanza.

—¿Por qué sonríes?—inquirió ella.

—Porque te has delatado sola, amor.—dijo él.—. Acabas de decir que estás dispuesta a quitar a quien te robe la paz. ¡Me declaro entonces la paz y te declaro a tí la guerra!

—¡Eres un embaucador! ¿Sabes lo que siento por ti aunque nunca lo hayas escuchado de mis labios?...  Quién sabe si logres hacerlo un día...—su voz se interrumpió nuevamente—. Quiero que tengas en cuenta que nunca, nunca en mi vida me ha temblado el corazón por ver mis intereses primero, Jonathan.

—¿Ah, si?—cuestionó travieso.

—Date cuenta que no me da miedo hacer daño, nunca he experimentado debilidad por el dolor de alguien más.

—¿Crees poder alejarme con argumentos tan dignos de plasmar en la ficción de un libro?

—¿Crees poder alejarte, poder soportar?—preguntó ella con la voz teñida de rudeza—. No me gustan los cobardes, me gustan los hombres. ¿Eres un hombre?

—Soy más que eso, Demelza—susurró con la voz enronquecida—. Soy tu hombre, tú mi mujer...

Me aparté de la puerta colmada de indecisión y vergüenza. La curiosidad me estaba ganando así como la pena de verme haciendo lo que hacía.

<<Si mi madre me viera.>> me dije mientras sentía como un repentino escalofrió trepaba por mis brazos.

Escuché nuevamente murmullos al otro lado de la puerta así que contra mi voluntad y al mismo tiempo siguiéndola, pegué el oído de nuevo.

—No vas a espantarme, vil arpía.—Dijo Jonathan a modo de advertencia.

—No pretendo hacerlo encantador mío...—Ella habló entre risitas amargas— solo cumplo al darte aviso...

—Eres una bella musa, Demelza, ¿lo sabías?...

—Eso ya lo sé, ¿pero cuál es el peor?

—Que así como eres de hermosa así mismo eres de perversa.

—No me avergüenzo de nada.

Me aparté de la puerta y retrocedí unos pasos con una amarga expresión en el rostro. Me dio un escalofrió que me recorrió desde el cuello hasta los brazos. Sacudí la cabeza y me fui  de allí.

Fui a la sala por mi bolso de mano, al que no le di uso alguno y, así como entré así mismo abandoné la estancia. Camino a la puerta recogí el paraguas que aún seguía tirado y me apresuré a salir.

Una brisa helada me recibió tras poner un pie afuera. Me agarré la tela del faldón y me eché andar. Atravesé apurada el patio delantero, cuando llegué Mohamed ya estaba sentado en el pescante y con las riendas en las manos.

Éste no profirió palabra una vez que estuve a su lado. Chasqueó las riendas sobre la grupa del caballo y avanzamos.

El cielo no se veía tan tempestuoso como la ultima ves que estuve de camino a casa. Éste estaba pintado con tonalidades grises y blancas ninguna tan oscuras que me causaran terror. Y aunque lo estuvieran, tenia la seguridad de encontrarme en compañía de Mohamed, quien no permitiría que algo me pasara.

Cuando salimos del sendero abierto que conducía a la hacienda de Nimsí y entramos al camino principal que unía todos los posibles fue cuando el caballo jaló con más fuerzas sobre el camino haciéndonos echar hacia atrás debido al impulso.

En ese momento el agua se dejó caer con apacibilidad, mojándonos poco a poco. Rápidamente, me cubrí los hombros con el chal, abrí el paraguas y me acerqué un poco a Mohamed. El paraguas apenas nos tapó a los dos, básicamente un hombro se mantenía seco y el otro no, y lo mismo fue conmigo.

—¿Sabe que hubiera sido mejor?—dijo Nimsi con la voz teñida de obvia frustración. Lo miré entonces.—. Habernos quedado y esperar, como personas prudentes, que el agua amainara.

Negué entonces.

—Prudentes es hallarnos en casa, eso es prudente.

—Llegar en seco era todo lo que pedía, muchachita.—se quejó chasqueando los dientes.

Volqué los ojos por la mención del dicho diminutivo. El querido vigía no dejaba de emplear tal palabra contra mí cada vez que se encontraba en desacuerdo conmigo. ¿Desde cuando me lanzaba esa palabra, tan común, como si fuera un sinónimo de torpeza? No se, ¿desde siempre?

—Pues vea que no todo lo que deseamos se puede hacer realidad.

—Con que esas tenemos—murmuró enarcando las cejas— Bueno, que no me venga después su madrecita con el cuento de que se enfermó por culpa de este aguacero—amenazó elevando la voz de mal humor—, porque tengo las manos limpias y con esta misma agua me las lavo.

—¡Puf! Si es posible hasta la conciencia lávese, señor.—rezongué.

—¿Y a usted que mosca le picó?—inquirió chasqueando la lengua—¿acaso no viene de una fiesta? Debería estar en mejores formas, ¿no cree?

—¡Ay Mohamed! Ya no quiero hablar con usted.

—Mírenla nomás—dijo soberbio—. Favor que me hace.

Estaba empapada, de la mitad del cuerpo. En el bajo del faldón ya se amontonaba peso de humedad así como la manga de la blusa izquierda. Y los cabellos que se habían soltado del peinado ahora yacían pegados a mi cara.

Y Mohamed no era la excepción. Su mostacho gris, que la mayoría del tiempo se mantenía erguido, se veía lánguido, aplastado por el agua, su viejo sombrero de paja yacía inclinado hacia abajo chorreando agua como si fuera un canal.

Su expresión... bueno, ¿qué podía decir? Esta se mantenía igual como siempre, de mal humor, amargada.

En cierto momento, los golpes de las gotas fueron tomando fuerza sobre nosotros. Lo que había empezado como una llovizna insistente pronto fue tornándose en una voraz tormenta.

El agua chocaba con enojo y vehemencia y nos cubría de tal forma que podíamos jurar ver una espesa cortina de agua gris segadora, el cual no nos permitía identificar nada más allá de nosotros.

El paraguas no tardó en rendirse ante los torrentes choques líquidos del cielo. Ésta se desbarató y en el justo momento en que dejó de cubrirnos, Mohamed y yo nos vimos sin remedio imbuidos de agua desde la cabeza hasta los pies.

El chal ya no me sirvió de nada por lo que me deshice de él. El pelo se me adhirió en la cara así como las mangas en los brazos y el faldón a las piernas. La tela mojada que yacía pegada en mi espalda me proporcionaba una ligera sensación de alivio, lo helado en esa zona me permitió con levedad encorvarme y liberar la tensión con la que había estado toda la mañana aguantando.

Mohamed se mostró impasible. Estaba enfadado y su hosco silencio me lo gritaba. Lo miré de soslayo y terminé suspirando.

—Tenía razón, ¿sí?— confesé alzando la voz—. Usted tenía razón, debimos quedarnos y esperar a que pasara la tormenta.

Mohamed ladeó el rostro sin expresión alguna que me permitiera poder quejarme. Torció la boca y emitió un sonido despectivo, uno que hizo que las comisuras de su boca se movieran de forma fea junto con su mostacho aplastado.

—Pero no hay remedio—me dije rápidamente resignada sintiéndome al borde de caer en pánico—, ya estamos aquí, en medio del camino, mojados, solos y con el frio comenzado a calarnos...

—Cállese, Gretel.—pidió Mohamed con la voz saturada de una paciencia apenas creíble.

—Pero no hay nada que temer—me dije, tratando de que mi mente y cuerpo lo creyeran—, somos dos y no uno. No tengo nada que temer, no estoy sola...—. Asentí varias veces.

—Gretel, si sigue por ese camino se va a volver loca, ¡serénese hombre!

—...¿qué más nos podría ocurrir?

—No lo sé, ¿que se nos aparezca un espectro en los próximos metros? Mejor cállese y no tiene la suerte.—renegó claramente hastiado.

—¿Suerte? ¡qué suerte la nuestra, la mía! ¡Por Dios santo!—exclamé perpleja entre risas, medio inquieta por los nervios.—. Mohamed no bromeé de esa forma conmigo, no es justo que ya por sí mi mente me infrinja miedo y usted así no me ayuda tampoco.

—¿Qué tal, si entonces ambos cerramos la boca?—propuso exasperado, elevando la voz más de lo necesario.

—Estoy de acuerdo, muy de acuerdo con usted pero—hablé apresuradamente sintiendo como un nudo se alojaba en mi garganta— ¡ay Mohamed, Mohamed! Tengo miedo y no quiero volver a pasar y sentir lo que viví...

Mi pecho subía y bajaba. Me encontraba avivando una especie de presentimiento o algo cercano a eso. Temía verme de nuevo huyendo, asaltada por el miedo y la desesperación. Me temblaba las manos y no podía dejar de mover las puntas de los pies sobre el suelo de la carreta.

Miraba hacia el frente sin pestañear con tanta ansiedad y ruego que me ardían después los ojos cuando las gotas de agua salpicaban dentro de ellos.

—Quiero estar en casa con papá; no quiero estar aquí.—exclamé al borde de las lágrimas.

—¿Y cree que yo sí? ¡JA!— cuestionó incrédulo y meneó la cabeza. —. Hoy será el día en que aprenda a dejar una tormenta pasar tranquilamente y luego tomar la decente decisión de hacerlo usted.

Frenética, miré a los lados y a nuestras espaldas, buscando. Me abracé a mí misma y me encorvé ofuscada de miedo. Sentía que el aire se negaba a saciarme los pulmones y las fuerzas a sostenerme.

—¿Y si él aparece?—le pregunté.

—Le daré una cálida bienvenida, de eso puede estar segura.–sonrió de lado mientras sus ojos se tornaban sombríos.

Escuchar su respuesta no me consoló. Lo miré de soslayo lo más que pude y esto avivó aún más mi miedo. Él ya no era un hombre joven. Mohamed ya no era un hombre que pudiera soportar el golpe de un gigante fornido sobre él. Lo despedazaría y luego seguiría conmigo. Me angustié severamente más.

La desesperación me ganó. Junté las manos y alcé la barbilla al cielo y solté suplicante.

—¡Ay Dios mío! No permitas que le hagan daño a Mohamed, no dejes que lo maten a golpes y por supuesto a mí tampoco.

Mohamed frunció el ceño y me miró de inmediato.

—¿Qué clase de ruego es ese?—me enarcó una ceja sin entender. Chasqueo con fuerza las riendas sobre la grupa del animal lo cual nos hizo ir mas deprisa.

—Uno desesperado.—dije sincera.—. Uno que nos permita poder vivir.

Él bufó con sorna, aunque la expresión de su rostro se mantenía sepulcral.

—Uno desahuciado querrá decir, y totalmente falso.—corrigió con el orgullo herido y después pareció murmurar algo más que no pude escuchar  —. Y para que lo sepa, no es cuestión de fuerza sino de astucia y maña. Viejo y todo, como debe pensar de mí, ¡pero correoso! ¡Correoso y bravo!—se golpeó el pecho y me miró. —Eso sí señor.

No sé qué en momento mi corazón se tornó en competencia con los trotes apresurados del caballo. No lo soportaba. Sentía que la cabeza caería de mi cuello y que mi respiración, el cual se mantenía pesada, menguaría en cualquier segundo previo.

Respiré por la boca mientras luchaba por mantener los ojos abiertos. Me acerqué a Mohamed y enrosqué el brazo en el suyo con desesperación. Incliné la mejilla sobre su hombro y por fin cerré los ojos.

Calmar los nervios y la ansiedad que cubría mi cuerpo era tan similar como querer detener una ola embravecida solamente alzando los brazos contra ella.

El agua se deslizaba por mi cara mientras una agonizante sensación serpenteaba en subida por mi cuerpo, haciendo que luchara menos por sostenerme.

—Nadie la va a tocar, no mientras esté yo—exclamó Mohamed con voz cansada.—Además, no sería inteligente de parte del tipejo que aparezca demasiado pronto dos veces.

Apreté los parpados queriendo ahuyentar la imponente imagen que se formaba con violencia en mi mente. Ese hombre, de altura ficticia, de mirada macabra y de proceder malvado...

Negué enérgica como si me encontrara en una pesadilla.

¡Él no podía aparecer de nuevo!

Con el pecho constreñido por la angustia, empecé a sollozar como una niña sin paz. Me lamenté pegada a su hombro sin pena ni limite. Tenía miedo, un exorbitante pánico. No podía ocultarlo.

—Abra los ojos y mire que ya vamos a llegar—dijo Mohamed suavizando la voz sin resultado — La casona vieja quedara atrás de nosotros, luego el camino que lleva a la aldea de Piedras secas, y después unos cuantos minutos y por fin en casa.

Abrí los ojos de inmediato tras escuchar ese lugar. Una edificación de piedras bordeada de cipreses se acercaba según avanzábamos.

Un alivio irreal recorrió mi cuerpo al ver con añoro exactamente el mismo lugar donde antes había temido como una poseída. Mi corazón brincó extasiado, y la idea que se originó en mi mente hizo que éste se alocara aún más.

Sin premeditación, justo cuando estábamos a punto de pasar junto al muro verde de la propiedad, con rapidez tomé las riendas por encima de las manos de Mohamed y jalé, parando abruptamente el paso del caballo.

No tuve tiempo de ver la reacción de Mohamed, porque al momento que se había detenido la carreta yo ya me apeaba de ésta. El primer paso me condenó a caerme de bruces sobre el suelo, suelo hecho un lodazal.

No me rendí. El agua me bañaba y el frio pronto se apoderó de mi cuerpo, logrando que la barbilla me temblara. Me levanté como pude y desenterré el bajo de mi falda para empuñarla con las manos hacia arriba.

La voz de Mohamed a mi espalda llegó a mí con exhortación.

—¡Vuelva aquí! ¿Qué pretende con dirigirse allí? Nada le cuesta con aguantarse un poco más... él  no va aparecer.

<<No estoy dispuesta averiguarlo>>

Tragué saliva conteniendo una arcada.

—A su madre no le gustará que haya regresado aquí—Gritó prorrumpiendo su voz más de lo que podía.—. Piense niña, no se deje vencer por el miedo, no sea cobarde.

Arrugué el rostro ante la mención. Apreté los dientes con impotencia. Giré la cabeza lentamente y lo miré con toda la apatía que podía infligir.

Mohamed se bajaba de un salto de la carreta y me seguía sin separarse lo suficiente del caballo.

—Vuelva, ahora.—Sentenció con el rostro comprimido de enojo.

—No.—dije sin soltar voz pero con una mueca que podía leerla hasta al mas retardado de los hombres.

Di un par de pasos hacia adelante y volví a mirar por encima del hombro. Él seguía plantado en el mismo lugar, empapado de los pies a la cabeza y  con una expresión imperturbable.

—Váyase usted, yo me quedo.—dije  elevando la voz para que me escuchara. Respiré un momento y luego proseguí—No pienso transitar ese camino hasta que el sol vuelva.

—¡Sera necia, hombre!—berreó quitándose el sombrero para empuñarlo con las manos.

—¡Es mi decisión!

No esperé respuesta de su parte. Me aventuré hacia la entrada y con paso endeble me obligué a caminar. Arrugué el rostro sintiendo una incómoda sensación en el estómago. Me llevé una mano a la zona y me apreté duro mientras deslizaba los dedos.

No esperé respuesta de su parte. Me aventuré hacia la entrada y con paso endeble me obligué a caminar. Arrugué el rostro sintiendo una incómoda sensación en el estómago. Me llevé una mano a la zona y me apreté duro mientras deslizaba los dedos.

Comprimí el rostro ante el malestar que pugnaba dentro de mí. Subí los escalones hacia el corredor y me aventé de golpe contra la puerta.

La verdad era que el miedo me había hecho actuar de esa manera. No pensé nada y no medí mis pasos, solo deseaba verme lejos del camino y del aguacero cayendo sobre mí.

No medité la reacción que se formaría en el rostro de la persona que abriera la puerta al verme frente a ella con la desesperación pintando mis facciones. No pasó nada por mi mente que me detuviera a rehuir del pavor del momento.

Con fuerza, cerré los puños y los estrellé sobre la hoja de madera de la puerta mientras luchaba por mantener todo dentro de mi estómago.

Pero una agitación, un espasmo me sacudió sin tregua logrando que me doblara de dolor.

No pude resistir más.

Me giré con pasos erráticos y me apreté con los brazos tratando de ahogar las contracciones que se originaban en mi estómago. Bajé los escalones y caí desmadejada sobre mis rodillas. Pegué las manos al suelo al tiempo que los músculos de mi estómago se contrajeron con violencia.

Las arcadas hicieron que soltara todo lo que había comido. Absolutamente todo.

Respiré por fin cuando todo salió de mí y el dulzor agrio cubrió mi boca.

Mi mirada se perdió entre los troncos del muro de los cipreses. Me quedé anonadada observando como el agua cubría sus verdores hasta que caía chocando contra el suelo. Me llevé una mano a los labios y sin importar que estuviera con lodo la deslicé quitando los restos de vómito, o los que la lluvia aún no había movido.

Me senté sobre mis rodilla y respiré llevándome las manos al talle. Cerré los ojos e incliné un poco la cabeza hacia arriba queriendo de esta manera que la lluvia limpiara mi piel. Abrí la boca y dejé que el agua entrara, luego la escupí y lo repetí por lo menos dos veces más.

Sentí que la serenidad me abrazaba y que la fuerza de la lluvia engullía cualquier otra que me estorbase. Mi corazón pudo encontrar la calma en ese pequeño laxo.

Tragué carrasposo pero me sentí aliviada. No fui consiente de nada. quizá, había escuchado un ligero ruido de algo acercarse o simplemente lo había imaginado, pero toda suposición saltó despavorida, tal como mi corazón, cuando una voz a mi espalda se expuso entre la estruendosa música de la lluvia que disfrutaba.

—¿Señorita, Gretel?

Me sobresalté al tiempo que giraba la cabeza por encima del hombre.

El doctor Adrián se acercaba hacia a mí a toda prisa. Su expresión era la viva imagen inmaculada de la confusión. Cuando bajó los escalones y estuvo fuera del corredor, el agua de inmediato se cernió sobre él empapándolo casi por completo.

No salió palabra en cuanto lo tuve cerca. Levanté la barbilla y me limité a solo extender las manos en su dirección. Pero dicho movimiento fue lento porque él ya se había agachado a mi lado y circundado su brazo alrededor de mi espalda.

El doctor me buscó con la mirada mientras nos ponía en pie a los dos. Sus facciones denotaban un brillo preocupado y un poco atónito.

Me dejé llevar por él, dejando que fuera su brazo el que sostuviera la mayor parte de mi peso. Lo único a lo que podía dar orden de movimiento, apenas siquiera, eran a mis atolondrados pies, quienes al llegar a los escalones flaquearon y por un momento se vieron flotando en el aire.

Traspasamos la puerta la cual yacía abierta de par en par. Cuando estuvimos dentro una inmensurable calma me inundó y pude respirar un poco más que antes. Pronto el brazo del doctor abandonó mi espalda y el calor que de éste emergía de pronto me resultó ansiado.

Muda y titilante, miré al doctor a los ojos mientras éste me decía algo. Sus ojos eran hermosos. En ellos oscilaba un brillo coqueto, no de esos que son planeados o saturados de artimaña, no; era uno que no buscaba provocar nada pero que de todas manera lograba extasiar a cualquiera que lo viera. Y yo lo veía. Me sentía extasiada.

Pestañeé cuando sentí sus manos en mis hombros y luego un ligero apretón.

Me quedé como una estatua sin saber que decir. El doctor rápidamente desapareció en una habitación mientras tanto yo me debatía si el sonido de mis dientes al castañetear eran más fuertes que los golpes que hacía la lluvia contra la ventana.

<<El sonido de mis dientes>> me dije como una tonta. <<Eres una bomba sorda, Gretel. ¡Reacciona!>>

Mi faldón goteaba, toda yo lo hacía. Literalmente me encontraba en un charco de agua circundándome. Si me movía de seguro que se formaría otro, por lo que decidí quedarme plantada allí mismo.

El olor de la casa me confortó. Olía a antaño, polvo, madera vieja, humedad.

La señora Clementina, la que me había alimentado antes, apareció presurosa. Su rostro se vio sorprendido al verme parada en medio del pasillo de la entrada.

—¿Pero qué pasó?—ella se acercó a mí y sin pensarlo me tomó de las mejillas y me hizo inclinarme un poco hacia ella para inspeccionarme.

—Yo...—musité atolondrada.

El doctor Adrián apareció por detrás de mi y me colocó una manta sobre los hombros.

—¿Ha venido sola?—preguntó él mirándome directamente a los ojos.

Meneé la cabeza.

—¿Con quién ha venido?

—Con Mohamed...

—¿Es su pariente?—preguntó Clementina.

—No, pero trabaja para mi padre.

—¿Por qué ese bárbaro la ha dejado entonces aquí sabiendo para quien trabaja?—cuestionó ella confusa.

—La verdad es que no lo culpo, supongo que mi insistencia en venir aqui no le ha dejado otra opción más que marcharse.—respondí sin darle importancia a las palabras que salían de mi boca, ya que contestaba solo por contestar.

—¿Que hizo para que él no tuviera opción?—esta vez fue Adrián quien preguntó.

—Me aventé de la carreta...yo, perdí la cordura...

—Dios santo, niña.—Clementina me agarró de la mano y con la otra la cubrió.

—No pensé, yo...—me tembló la voz y una lágrima se escapó y serpenteó por mi mejilla— es que tenía un miedo horrible, y aún lo sigo teniendo. No quería volver a vivir esa experiencia, ¡no de nuevo, no otra vez!

—Querida, tranquila. Que amaine ese miedo porque está aquí y no le pasará nada.—Me consoló Clementina mientras apartaba los mechones adheridos a mi rostro y me infundía seguridad con pequeños gestos. Luego se acercó un poco y me susurró .—. Es normal, y lo que ha hecho es producto de su instinto, y no es algo de lo que deba acongojarse.

Asentí sin apartar la mirada de la de ella. Luego me volví al doctor quien me observaba algo pensativo. Estaba dispuesta a hablarle, explicarle mi repentina aparición con más detalle pero, me quedé con la voz atrapada en la garganta porque él negó y me hizo entender con la mirada que no lo hiciera.

—No hace falta que explique nada—aclaró con seriedad. Se dirigió a Clementina y prosiguió —. La prioridad ahora es que ella se cambie antes que pueda coger una gripe, encárguese que se cambie de ropas y cálcela.

—Ahora mismo.—ella asintió de inmediato.

Clementina me apretó la muñeca y me llevó a las escaleras. La seguí como una posesa. Mientras subíamos los escalones eché una mirada por encima del hombro.

EL doctor nos miraba subir.

Su mirada recayó sobre la mía y luego la apartó para volverse hacia la sala. Yo hice lo mismo antes de llegar al final de las escaleras.


                                  ***


Un vestido de algodón de color gris y mangas largas y gruesas fue lo que me apartó del frio y la incomodidad del peso que había estado cargando en el bajo del faldón.

Clementina me peinó y trenzó mi cabello con ligero ajuste. Me calzó y se ocupó de mi ropa mojada. Cuando estuve lista me acompañó, con toda gentileza y me sostuvo del brazo, al piso inferior.

La lluvia seguía dando todo de sí y aunque no había bajado ni aumentado su intensidad, de todas maneras me parecía monstruosa.

La sala estaba conformada por una chimenea que yacía como corazón de la misma. Los muebles en su mayoría eran de bambú con un delgado acolchonamiento, exceptuando un único sillón orejero de alto respaldo que daba certeza de que había sido muy cuidado por sus anteriores dueños por el aspecto destacable que daba entre los demás.

Una alfombra oscura color café cubría el espacio de la estancia, acallando los pasos. Paseé la mirada y descubrí una norme mesa cubierta con un mantel bordado del mismo color el cual yacía pegada en una esquina en la pared. Ésta poseía una variedad de objetos extraños y llamativo: tales como pequeños relojes de mesa,  zapatos de porcelana, libros desgastados, llaves, argollas de puertas, tinteros, coronas de flores y otros artilugios.

Entre los muebles había una mesita y sobre ella una jarra blanca de porcelana junto con dos tacitas del mismo color. El doctor Adrián yacía de espalda frente a una repisa atiborrada de libros. Su mirada estaba inclinada sobre las hojas de un libro en sus manos.

Su cabello le caía sobre la frente y sus manos pasaban las hojas con sumo cuidado.

Me acerqué al mueble grande de bambú y me senté guiada por Clementina. Me quedé observando, por mero despiste, al doctor, quien parecía no darse cuenta de nuestras presencias.

Mientras duró la oportunidad de pasear los ojos por encima de él, me detuve en añadir a mis pensamientos que era un hombre de erguida postura, y la mantenía a pesar de estar apresado, con la cabeza inclinada viendo el libro.

<<Una mera nimiedad recolectar dicha observación, ¿no crees?>> me dije indiferente.

Me esmeré entonces en buscar algo mejor que una postura derecha y dominante.

¿Qué podía encontrar si estaba de espalda? Bueno, me fui por lo que me llamaba la atención; sus manos y su cabello.

Sus manos eran blancas, grandes y de uñas limpias.

No era gran dato, pero... ¿Qué se sentiría ser apresada por ellas? ¿Cómo seria la sensación de sentir el rozar de sus dedos por los míos? Un apasionante rozar ¿Qué causaría si deslizara sus manos por la superficie de mis mejillas? ¿Cuál seria el resultado de todo lo anterior sobre mí?

Sentí una oleada de palpitaciones extrañas en mi pecho. Arrugué el entrecejo confusa y me obligué en ignorarlos.

Su cabello era oscuro. Un color que vacilaba entre el negro y el castaño oscuro. Sus hebras eran lisas y el brillo que oscilaba demostraba lo sedoso que debía ser. No existía ningún rizo decente en él porque no se encontraban, ni una sola curva en él.

Me había parecido cómico desde la primera vez que lo vi, porque por más que lo peinara con los dedos hacia atrás, éste volvía a caer sobre su frente.

<<Cabellos dignos de repasar con dedos traviesos para despeinar, ¿no crees, Gretel?>> me dije embelesada <<Si, lo creo.>>

Parpadeé asaltada por la vergüenza.

¿Pero qué estaba pensando? Sentí que el rubor cubrió mis mejillas, un calor me cubrió el rostro, un calor colmado de viva pena.

Respiré una hondonada de aire y recobré el pudor en mi mente.

Su vestimenta era diferente a como lo había visto al encontrarme.

Él llevaba una camisa blanca de mangas largas y medio holgadas, un pantalón negro, zapatos y chaleco del mismo color. Su cabello se veía húmedo.

Llegó un momento donde dejó de pasar las hojas del libro y pareció centrarse en algo que claramente no podía sospechar. Se pasó la mano a la altura del bolsillo del pantalón y luego por detrás del cuello. Soltó un calmado suspiro y retornó a la siguiente página.

Me quedé ida mirándolo mientras sentía que había pasado largo rato desde que me había sentado. De presto, sentí una mano en el hombro lo que hizo que diera un respingo. Miré para arriba y me encontré con Clementina haciendo lo mismo que yo.

—En estos pocos días he descubierto que el señor se despista del lugar en donde se encuentra para irse a otro, tal como ahora.—susurró con una sonrisa.

—Así que no le sorprende. —dije empleando su tono.

—No. Cuando lee y cuando escribe él se ausenta.

Y era verdad, porque en ningún momento había mostrado signo de verse interrumpido por nuestras presencias. Hasta que un carraspeo, bastante obvio, llamó la atención del doctor.

Él ladeo el rostro por encima del hombro y nos descubrió. Enseguida se giró con el libro en las manos y nos miró a ambas con afabilidad. Le sonreí cuando su mirada recayó sobre la mía.

—Señorita...—me miró de arriba abajo con discreción y luego a Clementina.—Muchas gracias Clementina, ahora nuestra invitada se ve mejor.

Clementina se apartó de nosotros y se sentó en una esquina con una mantita sobre el regazo, el cual se puso a bordar de inmediato. Tal hecho me colmó un poco de nervios y de alivio. Tenía un tercero pero al mismo tiempo me sentía como si no lo tuviera.

El doctor se había sentado frente a mí e inclinado sobre la mesita. Su cabello nuevamente jugó contra su frente. Sonreí. Sirvió dos tazas de café humeantes y me la ofreció. La tomé sin poder evitar sentir un leve roce de sus dedos sobre los míos. Suaves y tibios.

<<Ese rozar, Gretel.>>

Un abrupta emoción explotó dentro de mí ante el contacto y un exabrupto sonante en mi mente. ¿Por qué me emocionaba de la nada y luego, un temido pero merecido regaño me blandía? Yo lo entendía pero no deseaba saberlo.

Musité un gracias y bebí de la taza.

—A Eunice le hubiera gustado haberla recibido.—comentó Adrián después de darle un leve sorbo a su café.

—Creo que hubiese sido mutuo el agrado, doctor.

—¿Le agrada mi hermana?—preguntó calmoso mientras el interés oscilaba en sus ojos.

—Si. Ella me agrada.—contesté imitando su tono sosegado.—. Me parece una buena persona y sobre todo bastante sincera.

—Le creo. —asintió y sonrió de lado—. La franqueza pujante con la que ella camina es de temer, créame.

—Es una lástima que no esté aquí.—comenté a propósito.

—Mañana si estará,—reveló dejando la tacita sobre la mesa—. Si gusta, puede venir y acompañarnos mañana, no importa la hora.

—¿Me invita?—Mi corazón saltó.

—Está invitada.—. Corroboró. Sonrió nuevamente de lado provocando que una chispa hermosa titilara en el interior de sus ojos.—. Si se ve libre de compromisos acompáñenos, supongo que entre más personas congregadas menos será la ansiedad al abandonar esta casa.

Mi alegría se disipó de golpe. ¿Abandonar la casa? ¿Tan pronto? ¿Cuando?

—¿Se irán?—musité llevando los ojos a mi regazo.

Él asintió notando mi cambio de ánimo.

—Si, nos iremos el lunes al rayar el alba.—dijo comedido—. Justamente por eso Eunice no se encuentra, ella quería conocer un poco el pueblo y se ha aventurado con Walter y Miguel, nuestro primo.

<<Con el profesor Miguel, claro>> me dije pesarosa  <<El autor y pensante de la temeraria idea de visitar una aldea loca>>

Con el corazón latiéndome a una velocidad fuera de lo normal me obligué a fingir tranquilidad. Levanté el rostro hacia él y asentí. La verdad era que ni yo podía creer el gesto.

El doctor me miró con una expresión curiosa y luego me regaló una pequeña sonrisa, una que tomé como...¿consuelo?

—No se animado a conocer también, doctor, ¿por qué?

—Soy poco para paseos.

—Sin embargo, se encuentra aquí y pronto se irá a un lugar que no conoce.

—Sí, así es.—asintió comedido.

Me di cuenta que no había descubierto ni un tan solo un rasgo de cansancio o molestia de su parte. Eso me extrañó.

—Es curioso, que no siendo de paseos me encuentre aquí, en un viaje de muchas millas, cargado de expectativa y visión, lejos de casa.

—No fue mi intención ofenderlo.—dije queriendo evocar algún disgusto o incomodidad.

—En absoluto, no me ha ofendido.—repuso.

  <<No deseaba, en absoluto ofenderlo, doctor.>> me dije para mis adentros <<Solamente apreciar  una minuciosa arruga de contrariedad o un brillo incómodo en sus ojos. Ojos bellos.>>

—Doctor...—titubee por un momento ante lo que pensaba decir pero me animé tomada por la fuerza de la curiosidad—. ¿No teme llevar los pies a lugares hostiles? Precisamente no se dirige al paraíso.

Él me miró de forma elocuente. Mi pregunta no lo había tomado por sorpresa.

—Le hice una pregunta similar a mi padre cuando era joven—meditó, evocando memorias las cuales se ilustraron en sus facciones.—. ¿Por qué viajamos tanto si no sabemos cómo será? ¿Y si no nos quieren? Y él me respondió que debíamos, sin importar qué o quién, dar nuestra parte a los demás.

—¿Nuestra parte?—dije incrédula.

—Cualquier cosa de nosotros que ayude, que levante, que ofrezca ánimo y que extirpe las flaquezas y siembre el vigor en los débiles.

—Eso es inspirador y noble.—dije sin sentirme inspirada, sino más bien triste.

—Es un camino trabajoso que se mantiene abierto para quien quiera transitarlo con cansancio y mucha fe.

—No es su primer viaje, entonces.

—Es uno de muchos.—recalcó llevándose la mano al cabello y echándoselo para atrás.

—¿Está acostumbrado a esto?—pregunté sin poder esconder el pavor naciente en la voz. Él asintió—, ¿Desde cuándo?

—Desde niño.

Enarqué las cejas.

—Desde niño.—repetí pensativa en un susurro.—Supongo que la vocación de sus padres no es a lazar, ya que estas iniciativas desinteresadas, que ustedes acostumbran, necesitan profesiones oportunas.

Él asintió dándome la razón. Me miró con simpatía y sonrió de lado. Sentí como si mis palabras hubieran sido las más acertadas.

—Así es. Mi padre, Carlos Montero, es médico así como su padre, mi abuelo. Mi madre, Consuelo Esquivel, por otro lado se ha dedicado toda su vida a la enseñanza. De ahí la inspiración con la que Eunice aspiro a convertirse en lo que ahora es, profesora.

—Y usted en doctor.

—Así es.

Di un pequeño sorbo al café y miré por encima de la taza al hombre frente a mí. ¿Cómo un hombre con aparente temple pacífico podía pensar en meterse en la boca de un lobo? Estaba siendo guiado a un sendero espinoso y la idea me causaba escalofrió y pesar.

El Sitio, según había escuchado, ya que nunca lo había pisado, era un lugar un poco hostil para las personas fuera de sus límites. Tenían sus propias reglas, no aceptaban ideas nuevas de afuera, no toleraban violencia en sus tierras y bosques, aunque eso último no me atrevía a discriminar.

En conclusión, San Jerónimo tenía excusas y motivos dormidos contra esa aldea, sea quien fuera la víctima o victimario, el mentiroso o el verdadero, no me emocionaba la idea de pisar ese lugar sin importar a quien le pertenecía la inocencia.

—Miguel me habló de usted.

La voz del doctor me sacó de mis ensoñaciones y me hizo verlo de golpe. En eso me di cuenta que había terminado de beber todo el café y que había estado con la taza prensada en los labios, abstraída.

—¿El profesor le ha hablado de mí?—repetí con un hilo nervioso en la voz que rápidamente me esforcé en contrarrestar por uno calmado y lento— , ¿debo preocuparme?

—No lo sé ¿Tendría que preocuparse?—interrogó con una expresión divertida que trataba de emplear en una seria.

—No, claro que no.— Alarmada e inconsciente me llevé una mano el pecho.

Él prorrumpió en una risa moderada, una que llegó hasta sus ojos y que los blandió en un brillo titilante que di por sincero.

—Me dijo que era usted profesora y que la conocía ya de hace un tiempo, aunque ya lo había escuchado de Eunice.

Asentí a sus palabras. Dejé la taza sobre la mesita a un lado de jarra.

—El profesor Miguel le hablo de mí—me dije extrañada olvidando que hablaba con la voz lo suficientemente audible—, me resulta extraño que él resalte el nombre de alguien en conversación, no creo que...

—¿Por qué?

Su pregunta me sobresaltó. Anclé los ojos a los de él y me vi por unos segundos impedida en silencio. Pestañeé un par de veces antes de contestar.

—Bueno, el profesor es un hombre... digamos que estricto y no habla de nadie.

—Sí. —él asintió.

—Receloso y bastante discreto, muy discreto y a menos que se le pida dar un mensaje él lo hace en nombre de esa persona, de lo contrario de él no sale palabra en favor o en contra de nadie.

—La cuestión es que usted envió un mensaje y Miguel lo trajo y al relucir su nombre creo que no pudo evitar decir quién era para él.

—¿Y quién he resultado ser?

—Su compañera de trabajo.—repuso con simpleza.

Me quedé satisfecha. Sin añadiduras ni menos de lo que era resolví estar en paz con el cometido del profesor.

—Ya que deseaba volver vernos, le invito nuevamente a que venga mañana—. Él se inclinó y se sirvió otra taza de café, se acomodó en el sillón y se echó hacía tras el cabello con un ligero movimiento de cabeza—Encontrará solamente a los que ya conoce, Miguel, Eunice, Walter, la señora Clementina y su servidor.

  Su servidor...

Mi corazón saltó alocado golpeando impetuosamente mi cordura.

  <<¿Por qué me encantó la idea? ¿Y por qué todavía más esa última oferta?>> me pregunté a mi misma. <<Tu estás más para allá que para acá, Gretel>>

Una ola de nerviosismo me atacó de presto al ser consiente sobre las próximas palabras que soltaría con ligereza.

—Estaré encantada.—Sonreí.

—Está hecho.—Adrián me sonrió de vuelta.

¡Holisss!
Espero que les haya gustado este capítulo tanto como a mí escribirlo. Pronto el siguiente
🫰🏻

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