17|Espinas y exilio.
Sofía, la nieta de Petra y otros muchos niños se debatían en tomar el primer dulce que cayera de la olla de barro, la cual colgaba en el aire tomada por dos cuerdas que se ajustaban de las orejas de ésta misma.
Un hombre tenia la cuerda en las manos, éste se encargaba de subir y bajar la olla mientras que un niño a tientas y cegado con un pañuelo trataba de asestar un golpe sobre ésta.
Habían terminado de colocar las últimas palmas de coco sobre el techo de la champa. Allí, dentro de ésta, descansaban dos mesas anchas con una variedad de platos y ollas atiborradas de comida y bebidas.
En las esquinas, sentados sobre bancas y taburetes de madera algunos trabajadores y uno que otro invitado, observaban el reír de los niños que habían circundado la olla en el aire. Y otros, en su mayoría jovencitos, no escapaban de sentir lo mismo que los más pequeños del lugar, esperando con ansia el caer de la lluvia de dulces.
Unos yacían comiendo y bebiendo, tal como Mohamed, quien yacía sentado sobre la raíz de una palma de coco e inclinado sobre la misma. Éste comía y conversaba interesado con otro hombre ensombrerado igual que él, asentía y algunas veces negaba a la defensiva.
Mujeres venían y se iban afanadas en quehaceres.
Una señora mayor con delantal y pañuelo en la cabeza repartía tamales y pequeños pasteles de maíz con carne dentro de la champa, mientras que otra mujer servía jugos de naranja agria y jugos de mango.
Yo, me encontraba sentada junto con doña Carmenza, limitándome a observar. La anciana se había empeñado en no despegarse de mi en ningún momento.
Me habían ofrecido a comer dos tamales de los cuales acepté.
Luego, dos pasteles con carne y acepté. Al rato de haber terminado, doña Carmenza sin preguntar depositó sobre la mesa una taza grande con café y tres rosquillas endulzadas, y pues, no pude negarme... acepté.
Comí y comí. Bebí y bebí
Después de las rosquillas, mientras observaba como lograban hacerle una grieta grande a la olla y como un hombre se animó a cantar una canción con una guitarra pintoresca y otro lo seguía con una filarmónica, Petra llegó con dos platos grandes atiborrados de ayotes con miel.
<< ¡Santo Dios, ayúdame! ¿Más?>>
Acepté en silencio en el preciso momento en que tomé la cuchara entre mis dedos y me llevé una porción a la boca. Estaba delicioso, sabroso, apetitoso.
Mientras comía observé sonriente como los niños se apretujaron en el suelo cuando un par de dulces cayeron. Producto de la música, la comida, las pláticas, las risas y todo el ambiente restante no me daba cuenta de que mi voz se elevaba en sonoras risas y como aplaudía por momentos al son de la melodía y las letras mientras movía la cabeza de un lado a otro.
Doña Carmenza no dejaba de platicar, volar lenguas en realidad, con un par de mujeres a mi costado, unas jovencitas no cesaban de hablar de su apariencia y de cierto enamorado, éstas no se daban cuenta que avivaban el oído de cierta anciana quien las escuchaba con cierto gesto de burla e interés.
Ya había terminado de comerme el ayote con miel, cuando un estruendo estrepitoso retumbó seguidamente de gritos entusiasmados.
Los niños alterados de emoción se amotinaron sobre el mar de dulces que cayeron en el suelo y no solo ellos, también un par de adultos ensombrerados y unas jovencitas el cual no perdieron oportunidad de recoger lo que cayó cerca.
Los demás restantes, que nos limitábamos a observar, solo nos unimos a las risas de los niños. Excitados, los que alcanzaron a recoger una buena porción de la olla se levantaban y corrían entre risas donde sus padres a mostrarles.
La pequeña Sofía corrió hacia donde estaba Petra, dentro de la champa con la anciana que repartía comida. Ella se agachó y le mostró un gesto de entero asombro a la niña quien a su ves con orgullo le enseñaba lo que poseía en las manos. Sonreí ante la imagen.
En eso, de la nada mi sonrisa irremediablemente se esfumó.
Una figura alta, envuelta en un vestido carmercí oscuro y cabello del color de una alma negra, de repente ocupó mi campo de visión. Ella estorbó con pasos hábiles y amanerados la comodidad y goce que estaba sintiendo.
Lancé un suspiro.
Su cabello caía por su espalda en una gruesa y bien entretejida trenza hasta llegar al final. Todos la saludaban y le sonreían, en especial los niños, algunos hombres con disimulo la volteaban a ver para después recorrerla con los ojos de arriba abajo, esto último me incomodó.
La observé tratando de esconder el interés que debía estarse pintando en mis gestos.
Ella entró en la champa y tomó un plato con pastelitos de carne y en lugar de un vaso tomó un huacal y lo llenó de jugo que al momento se llevó a la boca y bebió, luego, lo volvió a llenar mientras hablaba con la anciana al otro lado de la mesa.
Un hombre le ofreció un banco de madera, a lo que ella aceptó sin rechistar. Se sentó cerca de una mesita en una esquina dentro de la champa en la que solamente se encontraba un anciano medio dormido.
Si ella giraba solo un poco la cabeza a la izquierda bien podía chocar miradas conmigo. Pero nunca lo hizo, no sabía si lo hacía adrede o simplemente yacía distraída con los cantores y con los que se habían animado a bailar al son de los cantos.
Si Mohamed había notado su presencia creo que al final no le había importado, porque seguía comiendo y volando lengua al mismo tiempo como si nada.
—Profesora, ¿es cierto que la golpearon en el camino el sábado pasado?
Giré la cabeza y me encontré con el grupito de las tres jovencitas mirándome directamente.
—¿Disculpa?—fingí no haber escuchado con la intención de que ellas repitieran la pregunta.
Por un instante la intención de volver a formular la pregunta hizo que la muchacha dudara pero, presionada por sus dos compañeras al final pudo hacerlo.
—Supimos que la atacaron el día del gran aguacero, ¿es eso cierto? ¿un hombre enmascarado la atacó?
—¿Quien te ha dicho eso?
—¿Y quien no lo ha dicho?—intervino su amiga a lado de ella, dando a entender que el hecho no era un secreto.
—Si todos lo dicen y lo confirman como debo suponer, ¿por qué me preguntan?—respondí con la voz dura y nada amable—. Creo que mis declaraciones sobran.
Ellas iban a replicar inconformes pero me adelanté con la palabra.
—Saben, en lugar de estar haciendo preguntas para obtener respuestas que no les servirá para su vida, ¿por qué no mejor invierten su tiempo en oficios, libros y cuantas cosas para distraer la mente?
No aparté la mirada de ella y no pestañé mientras tanto.
Una de ellas asintió avergonzada y la que había intervenido con cinismo solo apartó la mirada sin aparente arrepentimiento.
De presto, dos de ellas se levantaron y se internaron dentro de la casa pero antes de hacerlo, estando en el corredor, volvieron el rostro y miraron a la tercera chica con decepción, la misma que se había animado a preguntarme.
Posé la mirada sobre la que se había quedado, ésta yacía un poco cabizbaja y con la mirada perdida, apenas si había tocado la comida que tenia en su plato.
—¿Como te llamas?—pregunté mirando justo donde ella lo hacía, allí donde se encontraba un chico con sombrero hecho de paja, no mas de quince años quien agachado recogía los restos de la olla de barro.
—Esme, profesora, me llamo Esme.—respondió sin volverse a verme.
—¿Tus padres trabajan aquí?
Ella asintió.
Su perfil así como su postura denotaban un claro sentir de tristeza y frustración.
Ella era pequeña, de ojos grandes y de piel besada bastante por el sol. Su cabello era tan corto que apenas rozaba su cuello por lo cual daba razón de no llevar lazo alguno en él. Figuraba entre trece o catorce años.
—Esme, ¿tienes amigos?
—Si, usted acaba de verlas irse, hace un momento.
—¿Te doy un consejo?
Ella se encogió de hombros.
—No tengas amigos si figuran ser tus enemigos—dije indiferente—, quédate sola, es mejor así.
Ella frunció el cejo y me miró.
—¿Por qué me dice eso?
—Porque soy adulta y sé mas cosas que tú.—. La miré también e hice un gesto con la cabeza hacia el joven que recogía barro.—. Estás bastante joven, Esme, no te expongas a los sentimientos engañosos de la juventud.
Con levedad bajó la mirada y luego miró al joven. Ella pareció meditar mientras la imagen del chico se incorporaba y se alejaba hacia uno de los laterales de la casa con un saco en el hombro.
Arrugó el rostro y me miró nuevamente.
—Con todo respeto pero, creo que no la escucharé—musitó vehemente mientras negaba claramente ofendida—usted es una profesora en mi escuela pero que jamás en la vida me ha dirigido la palabra o una mirada, ¿como es que ahora me da consejos?
Parpadeé asaltada por la sorpresa.
¿Era alumna de la escuela, pero cómo? ¿Como era posible no encontrar registro de su persona en mi mente si frecuentaba el mismo lugar que yo todos los días?
—Si piensas así, bueno, esta bien—me mostré indiferente y aparté el rostro de ella.—, eres dueña de tus decisiones niña.
No volví a dirigirle la palabra ni la mirada. La ignoré completamente. Al poco rato ella se levantó de mi lado y fue justo por el mismo camino que las otras.
Expulsé un suspiro con desdén y me sentí extraña y... mas extraña.
¿Como era posible que nunca hubiera notado a esa jovencita? ¿Que me pasaba cuando transitaba los angostos pasillos o el patio de la escuela? ¿ Cual era mi personalidad a la hora de caminar dentro del centro de educación?
No podía ser tan... ¿altiva? No, no, claro que no.
Negué vehemente.
Una cosa es ser altiva y otra muy distinta ser callada.
¿Por qué no separar esos dos términos y expulsar el juicio?
<<¿Pero por qué te defiendes, Gretel, si hace un rato expresabas lo peor de tí? ¿No que eras altiva y que te escondías con un manto blanco para así cubrir lo real de adentro?>>
Asentí para mí misma.
<<Si, pero tampoco soy un monstruo.>>
—¿Quien te come los pensamientos?
Di un respingo y levanté de golpe la cabeza.
Jonathan yacía frente a mí, mirándome.
Su postura reflejaba estar relajado tal como su vivaz cabello lo demostraba. No llevaba boina y tampoco lucía envuelto en traje fino, su aspecto y expresiones pintaba de un color fresco y tranquilo.
—Creí que ya no aparecerías.—dije.
—Con que sabías que estaría aquí.—enarcó una ceja.
—¿Como los anteriores días? Si, lo sabía—eché a notar retóricamente.—¿Por qué te has tardado?
—¿Me has extrañado o me esta dando fiebre?—se tocó la frente mientras tomaba una silla y la colocaba a modo de quedar frente a mí.
—El cuadro que hiciste para Nimsí es...—Él me miró con atención una vez que se sentó— es hermoso y su dedicatoria recae en lo intenso, Jonathan.
—Para que veas la belleza que logran mis manos.—repuso serenamente engreído.
—¿Por qué nunca has hecho uno asi para mí?
—Porque no estas muerta.—me sonrió.
—¿Cuando muera haras uno para mi?—pregunté incrédula.
Él se encogió de hombros.
—Talvez
Giré los ojos nada sorprendida.
—¡Porque estoy viva, Jonathan! Con más razón deberías hacerlo, ¿no crees?
—Bueno, mi única excusa es que no podemos tener todo lo que deseamos.
Una mujer se acercó por detrás de él y le ofreció un plato con ayote y una cucharita a lo que él agradeció. En eso, noté que doña Carmenza ya no estaba a mi lado, cuando la busqué con la mirada la descubrí en el justo instante en que colocaba una silla cerca del anciano dormido y de esa mujer, Demelza, y plantaba los codos sobre la mesa y conversaba con ella.
Dejé de verla y puse mi atención en mi hermano.
—Sabes, la muerte de la hija de Nimsí siempre me ha parecido un misterio, un descarado misterio.
—No es fácil traer en palabras la muerte de un hijo, considero razonable no tocar el tema.—respondió a la defensiva.
—¿Y qué de sus más allegados, Jonathan?—insistí—. Las personas que desde siempre ha compartido intimidad, nosotros estamos en ese grupo de personas.
—Basta Gretel.
—Solo conozco su tumba, no su historia, no completa y...
—¿Que esperas que hagan? ¿Quieres que relaten la decadencia con la que ella murió? ¿Quieres que se aflijan mas sus rostros con la historia de la tragedia de su familia? No estaría de mas un poquito de empatía, hermana.
—Aunque parezca insensible, Jonathan—comencé diciendo sin rendirme—, pero es horrible estar imaginando posibles motivos de muerte, y si, me gustaría escuchar aunque sea una pequeña parte de la verdad.
Jonathan me quedó mirando con una expresión tolerante pero sin dejar atrás la renuencia que cundía en sus ojos.
—Ella murió, Gretel; murió amando lo que no permaneció en sus brazos, murió perdiendo lo que mas amaba, murió pensando en lo que pudo haber sido mientras un eco le quemaba el pecho.
Jonathan apartó la mirada y ésta se tornó después en mera ausencia. Su voz había sonado tan monótona y seca que daba la impresión de estar expulsando a fuerza cualquier signo de emoción débil en él.
—Jonathan, tu sabes...
—Por desgracia—asintió y me miró—lo sé; sin embargo, no te diré.
—Comparte el secreto conmigo, dime un pedacito siquiera, ¿si?
—Una bruja fue testigo del infortunio de ella, Gretel—confesó en un perezoso suspiro—. Fue testigo y calló, no abrió la boca.
—¿Testigo?—fruncí el ceño más perdida que antes—, ¿testigo de qué?
Él se encogió de hombros e ignoró todas las preguntas que le hice. Le insistí pero se limitaba a observarme con sosiego y a bostezar a mis insistencias. Al final, cesé de seguir preguntando.
—¿Que has estado haciendo estos días por aquí?—pregunté al cabo de un rato.
Sin levantar la mirada de su plato, revolvió y arrancó porciones de miel de la concha del ayote y se lo llevó a la boca antes de responder.
—Ejerciendo mi libertad y yendo donde mi pies me lleven.—se encogió de hombros.
—¿Que te trae aquí, Jonathan?—pregunté mirando fugazmente hacia la mesa donde estaba Doña Carmenza.
Éste sonrió sin ganas y me miró.
—Te advierto, no pises cimiento débil, Gretel—dijo llevándose una cucharada de miel a la boca para después relamerse los labios—. Aparte de lo que ya debes estar pensando, he venido por oficio y he pospuesto mi regreso a la capital.
—Te encargaron realizar un cuadro.—afirmé.
Él asintió y me miró con sarcasmo.
—¿Qué comes que adivinas?
—¿Y cuando te vas?—pregunté.
—¿Ya te quieres deshacer de mí?—enarcó una ceja.
—Quizás.—me encogí de hombros.—¿Cuando dejas el pueblo?
—En cuanto lo termine—Respondió sin mas— y debido al tamaño de los detalles señalados creo que me estarás viendo una semana más.
<<¿Solamente yo? ¡Ja! Eso me suena a desierto>>
Eché una rápida mirada hacia donde estaba ella, Demelza, y para mi sorpresa me encontré con su mirada puesta hacia mí.
—¿El oficio entonces te ha estado trayendo aquí?—pregunté un poco escéptica a lo que él se mostró indiferente— ¿A quien o qué cosa has estado dibujando?
Él me miró con cansancio.
—A la festejada, Gretel—repuso sin dejar la indiferencia de lado— a la niña de las trenzas, Sofía. Carmenza me lo pidió. Y pues, dando y dando con el oro el indio baila. Ya esta hecho.
—Oh.—enarqué las cejas.
Cuando terminó de comer, sacó un pañuelo que tenia en el bolsillo de dentro del saco y se limpió las comisuras de los labios. Lanzó un suspiro al tiempo que se echaba el cabello hacia atrás con los dedos.
El estado del tiempo había tornado el día opaco y frío y esto hacia que la piel de su rostro luciera pálida y sus labios resaltaran el rosa que siempre había ostentado tener.
—¿Sabia que el profesor Miguel le da clases a una trabajadora del señor Nimsí aquí?
—Si, lo sé.—afirmó imperturbable.—Y el hecho me encanta, no se si sabes que amo ver la inteligencia sembrada en una persona y que ésta siga buscando más.
—No, no lo sabía —dije con expresión aburrida..
—Ahora lo sabes— él sonrió de lado y miró con levedad por detrás de su hombro, en ese momento Demelza ladeó el rostro y se encontró con la de él. Ella le procuró una mirada cómplice antes de volver el rostro con Carmenza.—. Me resulta gratificante que te estés quemando por enterarte de tan magno y sorpresivo descubrimiento.
Arrugué el entrecejo.
—Estando tú en un jardín no te creas la única rosa, la lluvia cuando cae riega parejo.
—¿Disculpa?
—¿Ahora nos hacemos los desentendidos? Esta bien, seguiré tu juego.—expresó con un deje condescendiente en la voz.
—¿Por qué me hablas así?—dije indignada.
—Porque te crees sentada en un pedestal y que nadie puede alcanzarte—dijo en un tono aterciopelado el cual destilaba burla al mismo tiempo que enojo—, estamos arriba pero quien sabe mañana, quizá, estés abajo y a los que mirabas bajando el párpado se encuentren arriba.
Su mirada me procuró tanto desprecio que se me encogió el corazón y me tembló el habla.
—Últimamente... últimamente has estado maltratándome sin que yo lo merezca—respiré con fuerza antes de proseguir—, ¡ya basta! No tienes derecho a imponerte sobre mí.
—¿Maltratándote? ¡Ja!—el bufó al tiempo que negaba—Te he maltratado menos de lo que tu boca ha escupido siguiendo lo que tus ojos no les parece digno.
—Todo es por esa mujer, ¿verdad?—apunté a la aludida con la cabeza—. Si es asi, quiero que escuches esto, Jonathan; haz con tu vida lo que mejor te parezca y vívela con quien quieras que a mi ya no me importa.
—No te preocupes, que eso ya lo hago.—Él se incorporó sin dejar de verme.—. Nunca he dejado de hacer nada solo por el vano pensar de otra persona.
Él volvió a mirar por encima del hombro e hizo una seña con la cabeza, señalando hacia la derecha. Estaba tan ensimismada observando su perfil que no me di cuenta a quien miraba. Cuando volvió a verme me lanzó una mirada recriminatoria la cual yacía hinchada entre burla y el regaño.
—Por cierto, Gretel—se acordó— no debiste venir y actuar como sino te causara dolor la espalda.
Estaba lista a responderle pero viéndome invadida por la sorpresa de sus palabras me quedé confusamente sin habla. Jonathan al notar el mutismo en mí solo se limitó a reír con levedad antes de hablar.
—¿Crees que no he notado como te sientas? Apenas si te encorvas, pareces un laurel de porcelana.
Aparté la mirada y tragué en seco sintiéndome incómoda.
—Creí que ya te estabas yendo.—dije con la voz afectada.
Jonathan entrecerró los ojos y apoyó los dedos sobre el cabezal de la silla.
—Con que no me refutas ¿eh?—indagó enarcando una ceja—como supuse, tengo razón.
Todavía sentía escozor en la espalda y cada que vez que mi piel hacia contacto con cualquier objeto me dolía. La cuestión del hecho era que ya no deseaba estar en casa de manera enferma. Estar en casa siempre había sido un placer pero, no lo era si me encontraba de forma lastimera.
La única que sabía de la gravedad de las marcas y laceración medio sanas en mi espalda era Teresa pues era ésta quien me las limpiaba al caer la noche.
—Un consejo, hermanita: no finjas, no te hagas la fuerte, piensa y mejor vete a casa, de tu ausencia es de lo último que deseo preocuparme.—dijo con el rostro teñido de falso cuidado. Falso, porque no le creía ni una tan sola palabra que escurriera de su boca.
Me ardió la sangre dentro de la piel y las venas. ¿Como podía ser tan descarado, tan hipócrita? Él, quien me había llevado hacía ya un día lejos de casa en la madrugada y que después me había abandonado en el bosque.
¿Simulaba estar preocupado por mi estado de salud? ¡Patrañas! ¡Mentiras!
—Sigue tú consejo y mejor vete tú.—escupí con repulsión.—. Hazme un bien, hermano y termina esa pintura y no vuelvas aquí en un buen tiempo. Hazme un bien.
Él sonrió amargamente y asintió.
—Que mis ojos ya no te vean, Jonathan. —su indiferencia siempre me atestaba de golpes mallugando así mi entereza y poca fuerza, y aunque no lo demostraba con gestos lo que él ocasionaba, siempre estaba ahí adentro, lacerándome el pecho.—Hazme un bien y vete.
Éste me quedó viendo unos segundos sin decir nada. Inspiró una bocanada de aire y luego la expulsó por la nariz.
—No pretendo avivar odio de ti hacia mí, Gretel, aprende a diferenciar las cosas, no soy tu enemigo.
—Pues te esfuerzas demasiado para que termine creyéndolo—me tragué el nudo que se formaba en mi garganta—, tanto que me cuesta y me cuestiono creer que somos algo.
—Somos hermanos y nunca querré tu mal—sentenció en un suspiro—. Y si notas que soy duro contigo es porque solo de esa manera veo que entiendes, sintiendo rudeza.
—No necesito entender nada de ti—lo miré con un torrente de emociones flagelándome los ojos—. Siempre que estamos juntos termino con un nudo en el pecho y tu con el humor hasta no poder. Nos sacamos de quicio sin esfuerzo extra, por esa razón es que no extraño tus visitas.
—Lo sé—él asintió en acuerdo—, pero al menos tenemos algo y no nada. Siempre habrá algo que nos distancie y nos vuelva unir y no será solo la sangre que compartimos.
—Somos desgraciados, entonces.
—Como sea, Gretel—soltó ya cansado de intentar—. Sé que siempre tomarás mi buena voluntad por maldad por mas que muestre intranquilidad por tí—alzó las manos a la altura de su rostro en rendición—. Esta bien, suelo cansarme de hacer el bien, haz lo que quieras.
—Ya lo hago.—alcé el mentón y ladeé el rostro, ignorándolo.
Así como era de orgullosa, porque lo aceptaba, altiva y desdeñosa en pensamientos y cuanto defecto mas. Lo cierto era que los pequeños actos, palabras y miradas fugaces en mí podían lograr crear un poderoso rema. No importaba si esto era bueno o malo, la cuestión era que el efecto o el golpe se formaba de todas maneras dentro silenciosamente sin lucirse o dar indicio en mis facciones.
Me dolía que Jonathan me tratara como un trapo sucio y sin valor. O al menos hacu me sentia.
A veces divagando creía que se lamentaba por el hecho que fuéramos hermanos y me dolía doblemente.
Cuanto mas hablaba mas laceraba mi corazón, y eso endurecía mi rostro, dando a resaltar una fachada intacta de emociones. Emociones que después resurgirían como ríos en la comodidad de mi habitación, a solas.
En ese momento, noté como a paso lento, pero seguro, Demelza se dirigió hacia el corredor de la casa. Jonathan se dio cuenta de la figura delgada que entraba.
—Mira el cielo, Gretel; pálido, sombrío y en mutismo peligroso, recuerda que pasó cuando estuvo así hace ya una semana.
Lo último que vi en su rostro fue una marcada advertencia. Luego, él se fue siguiendo los pasos de esa mujer.
Expulsé en un suspiro todo la carga que había estado aguantando. Me pasé las manos por el rostro y las deslicé por mi cabello hasta terminar en mi cuello. Me levanté de la silla y alisé el faldón antes de dirigirme a la champa con el plato y vaso en mano.
Deposité los trastes sucios en una tina llena de agua la cual yacía en una mesa continua a la que estaba dentro de la champa. Una muchacha se afanaba en lavarlos y ponerlos en otra limpia y seca y tras ver que le proporcionaba mas trabajo no pudo disimular el desagrado que le ocasionó mi acto.
La brisa se vestía de alboroto y juego, porque en su fuerza de ir y venir, levantaba las faldas de los vestidos de las mujeres y a los hombres sus sombreros. Sonreí, porque en el corto camino de mi mesa a la champa me habia tocado sujetarme la tela del vestido con una sola mano mientras desordenaba mi cabello y libraba algunos mechones delanteros.
Me crucé de brazos y me limité a observar.
Los niños que antes habían estado emocionados con los dulces de la olla de barro ahora correteaban en una clase de juego que consistía en no dejarse tocar por un individuo en especifico.
Mohamed no se había movido de las raíces de la palmera y tal como antes seguía comiendo. Inconscientemente, llevé una mano a mi estomago dándome cuenta que estaba superada y que ya no podría llevar mas bocados a mi boca.
Cuando había estado tratando de terminar a fuerza la comida ofrecida por Carmenza noté a ciertos personajes que antes había visto. De pasada, apareció aquella mujer la cual había estado llorando desconsoladamente "En los abanicos" el comedor de Rosa. La ví, al contrario que la ultima vez, ella estaba animada y tomada de la compañía de dos mujeres cundidas en risotadas.
Parecía que ya todo había pasado.
Después miré, con un levedad, al que debía ser su marido. Su rostro se mostraba serio y parecía apurado. Comió rápidamente y antes de irse, con una pareja de hombres, se llevó un plato con dos tamales sin abrir.
De seguro que ni una fiesta podía retrasar sus deberes de trabajo.
—¿Todo bien, Gretel?
Una voz conocida a mi lado me hizo girarme.
El señor Nimsí se encontraba mirándome por encima del borde de un vaso del que bebía. Éste andaba sombrero negro algo ajado, unos pantalones del mismo color que hacían juego con la camisa y por encima de ésta una chaqueta color marrón, botas sonantes y un cinturón que bordeaba su cintura, la cual mostraba con una evilla circular plateada que daba apariencia ser pesada.
—Si señor.—asentí comedida.
Cuando terminó la bebida se dio la vuelta y palmeó con fuerza la espalda del anciano que había estado durmiendo desde que lo había descubierto.
—¡Vamos Francisco! Vaya y échese un sueñito en unas de las hamacas del otro lado. Aquí estorba, hombre.
El hombre dio un brinquito asustado. Pestañeó un par de veces tratando espabilarse, luego, con ayuda de Nimsí, se levantó y medio sonámbulo se fue hacia donde debían estar las hamacas.
—Venga, siéntese—dijo Nimsí apartando una silla para mí. Me senté sin decir nada y él hizo lo mismo.—¿Ya le sirvieron tamales?
No me dio tiempo a responder cuando él ya estaba pidiendo por los dos.
Una vez que me ofreció un plato con un tamal él empezó a comer del suyo, el cual eran dos. Yo lo imité disimulando que me dolía el estomago de tanto haberme llevado tanta a la boca.
—El hombre que la atacó, ¿sabía que es del Sitio?—comenzó diciendo sin dejar de comer.
Por inercia deje de comer pero enseguida me recompuse.
—¿De la aldea El Sitio?—negué meditabunda—. No, no lo sabía .
—Pues vea que de allí vienen las sorpresas, me pregunté cuando me enteré "¿por qué no me sorprende?"—me miró entonces antes de llevarse in bocado a la boca—. Usted no es la primera en caer en estos fétidos eventos, ya se han suscitado otros, igual y peores.
Él hizo un gesto con la mano hacia la señora atrás de la mesa donde estaban las comidas.
—¿Sabía de éstas cosas, Gretel?—me observó calculando mis gestos y estar demasiado cerca no ayudó debido a lo pequeña de la mesa. No pude evitar decir mas que la verdad.
Negué.
—No me daba cuenta de éstas cosas hasta que me ocurrió a mí.—repuse sincera. Pues nunca lo había escuchado y si lo hice de seguro que no me había interesado. Soy mas consiente ahora y es terrible haberlo sabido así, de esa manera en que paso.
—Y vaya de que manera—negó al tiempo que enarcaba las cejas—. Supongo que ahora Alfonso debe ver con otros ojos a esa aldea a como antes. Si fueses mi hija yo si lo haría.—su voz se tornó sombría y su mirada me infundió nerviosismo—. Consentir estos actos tan repudiables es de cobardes, y cobarde llamo a quien calle, a quien cierre la boca y no haga nada.
Se quitó el sombrero revelando las hileras de cabellos blancos que salteaban entre los oscuros echados hacia tras. Una mujer nos proveyó dos vasos con agua. Él bebió de inmediato y se sació hasta terminarlo.
—Le gustan las joyas, cosas femeninas; objetos que vender. Dígame ¿que fue lo que le robó a usted?—clavó las manos sobre la mesa una vez que terminó de comer y me miró sin pestañear.
—Un anillo, me robó un anillo—repuse con pesar— fue un regalo de Darwin en uno de mis cumpleaños, señor.
—Collares, peinetas, telas, anillos e incluso reliquias religiosas.—enumeró con hastió—. ¿Victimas? La mayor parte, mujeres solas en el camino o a orillas del rio.
Sentí una punzada en el pecho. Pestañeé y me vi envuelta por una imagen. Escena donde huía a orillas del rio. Mismo donde imaginé un ser extraño observándome. ¿Acaso me lo había imaginado o era completamente real?
Me percaté que Nimsi se había girado sobre la silla y posado el codo sobre la mesa. Sentí alivio al saber que yacía sumido en cavilaciones y que no había notado mi reacción.
—¿Sabe quien es él?
Nimsí me miro de soslayo por un momento y luego pareció meditar.
Sé que él entendió a quien me refería porque cuando dirigió su mirada a mí, el brillo de sus ojos cundido en conocimiento me lo afirmó.
—Es un hombre de prominente altura y cabellos largos, y aparece montado una bestia negra con fusta y otra veces con látigo.
Traté de tranquilizarme al golpeteo que se originó en mi pecho. No había descripción mas certera que la que acababa de escuchar. Era él. Era el mismo. El mismo hombre y montado sobre esa bestia, montado sobre Tornado. Nuestro caballo descarriado.
—Le he descrito al que la atacó, ¿verdad?
—Si.
—De ahora en adelante lleve un escolta, un guardaespaldas, un vigía o como desee llamarlo—Se puso el sombrero y se incorporó después añadir lo siguiente—. Sabe, no creo que la solución sea darle flores a la gente de mente maliciosa, sino espinas como lección de deudas que deben a este pueblo.
—¿Solo espinas, señor?—inquirí.
Él me miró de forma significativa. Su expresión era fría.
—No, espinas y exilio, querida.
—¿Que cree que pasará si vuelve pasar lo mismo que a mí pero con otra persona?
—Se irán acumulando los motivos y cuando reviente lo que la sostenga, entonces estaré en primera fila cuando las mentes dormidas se revelen.
Él se tocó la punta del sombrero, se giró y se fue. Dos hombres lo siguieron a través del lateral derecho de la casa.
No me di cuenta en que momento habia terminado de comerme el tamal hasta que en la urgencia de los bocados me atraganté. Bebí rapidamente agua y me sacié hasta el alivio. Respiré tranquila y me levanté.
En ese momento, en el cielo sucumbió un sereno trueno y la brisa no perdió la fuerza que antes, ésta persistía.
Debia irme. Ya.
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