1|El caballero de la carta
Un mes antes.
Me vi obligada a complacer a los invitados tocando clásicos por gran rato. Cerré los ojos dejándome llevar por el delicado y somnoliento ritmo, dándome cuenta apenas de que la celebrada era mi persona y que el festejo era a mi honor.
¡Pero qué lenta eres, Gretel!
Debía estar alegre, si, y lo estaba, pero la pena me superaba, al punto de que deseaba alargar mi estadía en el banquillo frente al piano tocando y tocando mientras mis párpados se hundían en sueño. Pero bien sabía que eso no pasaría.
Escuché una risa a mi espalda, bulliciosa pero refinada, conocida pero no tranquilizadora, seguidas de otras que en la mayoría eran masculinas. No pasó mucho tiempo cuando percibí presencia, bastante cerca debo decir, a mis hombros. Suspiré necesitada cuando la tonada se vio por acabada y yo sin más remedio me alisté para ponerme en pie.
Justo cuando intentaba incorporarme un personaje alto y distinguido se situó a mi derecha y posó la mano sobre la superficie del órgano. Éste me miraba sin ninguna discreción con facciones que cualquiera hubiera dicho que eran elocuentes, pero aclaro según mi perspectiva de experiencia y observación; eran escandalosamente confiadas.
Gracias a mis nervios -que de imprevisto me asaltaban- me obligué a plantarme bruscamente en el banquillo.
Lo siguiente que supe fue que un río de aplausos y cumplidos detrás de mí me sobresaltaron haciendo que dejara caer abruptamente las manos sobre las teclas, causando al momento un estrepitoso ruido. Me encogí en vergüenza cerrando los ojos justo para después escuchar un tumulto de risas y algunos retazos de palabras en sanos chistes.
—No se preocupe, un pequeño fallo no opacará lo excelente que usted ha tocado. —tranquilizó en una voz afectuosa y calmada.
Por un momento, había escondido el rostro consumada en pudor y escándalo debido al asalto repentino pero luego, nuevamente, icé el semblante y lo miré. Su mano seguía en el mismo lugar al igual que su mirada; calmada y sonriente, derramando demasiado sosiego y postura.
—Gracias.—me limité a decir.
—No sea modesta.—dijo él sonriendo de lado.
—¿Lo soy?—pregunté incrédula.
—Demasiado, de lo que hacemos bien de eso hay que enorgullecernos.—expresó con calidez.
—Disculpe.—musité.
Él río con desmesurada calma al tiempo que negaba y yo me di cuenta que cada cosa dicha en suma rapidez no habían sido pensadas. ¡Por Dios!
¿Por qué me disculpaba?
—Está usted hecha a su diseño.—comentó asintiendo para sí mientras se llevaba mechones largos que se habían precipitado a su frente.
Me vi tentada a responder pero no lo hice.
De un momento a otro ladeó el rostro hacia algo que llamó su atención detrás de mí, sonrió e hizo una pequeña reverencia con la cabeza. Mientras tanto, observé sus facciones. Era un hombre de prominente estatura, de gestos amables, tez clara, ojos rasgados, de esos que cuando sonríe apenas se puede encontrar la forma de sus ojos. Vaya.
De pronto se volvió y me descubrió observándolo.
Aparté la mirada de inmediato y sin pensarlo mis dedos comenzaron a tocar Rondo Alla Torca de Mozart desenfrenadamente en una severa postura derecha con la vista fija hacia abajo.
Excusa perfecta para no levantar el rostro y exhibir mi vergüenza.
—¿Cuantos son los años?—preguntó al cabo de unos segundos de tensión en los que había estado mirándome.—¿Veintidós?
—Veintitrés.—corregí de inmediato.
—En hora buena.— Me felicitó con serena emoción.
—Gracias.—mascullé.
Enseguida lo escuché chasquear los dientes y añadir algo con pesadumbre.
—Me pregunto cuál será el defecto que la señorita haya en su servidor como para no querer hablarle.
Levanté la mirada y nuevamente me encontré con la suya.
Debo recalcar algo aquí: Lleva a una niña temerosa lejos de casa y créeme, la harás llorar. Preséntenme un extraño y de verdad que me pondré a temblar y a esquivar conversación.
En cada palabra que había dicho identifiqué rastros aglutinados de coqueteo y costumbre, y el hecho de que era una inexperta en la materia de comportamiento con los del sexo opuesto, podía pensar con toda seguridad que esto no me eximía de lo obvio, aparte que, quizás en alguna que otra ocasión había escuchado los logros nada presumibles de mi hermano Jonathan respecto a mujeres.
En pocas palabras estaba lo suficientemente informada como para no dejarme tentar por las mentiras.
—En absoluto, aún no he hallado pero...—Respondí tan rápido como tocaba.—¿Me advierte usted de algo? ¿Tengo que descubrir alguno del cual tenga que huir y esconderme?
—Dios nos libre a los dos...
—Entonces sí que existe—afirmé de prisa interrumpiendo su voz.
—... de que pueda existir un desperfecto en mi del cual sin remedio me vea inocente pero usted me tome por ilegal.—terminó diciendo su dicho con leve preocupación.
—¡Dios me libre de semejante injusticia!—expresé.
—Que el Creador nos libre a ambos y que al mismo tiempo nos guarde de no conocernos.
—¿Que impediría que dos simples mortales no se conozcan?—cuestioné escéptica.
Él sonrió motivado y yo me arrepentí de inmediato tras el impulso.
—Bendita es la esperanza cuando está se cumple—expresó—. Dos cosas señorita: mi presentación y mi motivo.
Supo al instante que poseía toda mi atención por lo que sé apresuró a mostrar una carta sellada el cual había estado oculta tras su espalda.
—Julián Borges, un placer.—Se presentó con una inclinación de cabeza.
—Gretel...—pronuncié apenas cuando él intervino.
—Lo sé, su hermano Darwin me ha hablado de usted.—comentó—, siempre lo hace.
—¿Lo conoce?—reaccioné asombrada al tiempo que me volvía a ver hacia atrás encontrándome con el rostro vigilante de mi madre.
Ella enarcó una ceja con severidad y me instó con un disimulado gesto a qué me volviera y así lo hice.
—Somos íntimos desde que el exhaustivo deber por el derecho nos unió, nuestro trabajo—Relató con sosiego acompañado de una precipitada vehemencia.
—Son amigos.
—Así es—asintió— . De seguro se estará preguntando que hace un completo desconocido en su festividad, bueno, en la capital hay bastante ocupación y le confieso que a su hermano esto es como medicina para un enfermo.
No me agradaba el camino que poco a poco sus palabras creaban.
—La obsesiva pasión de Darwin se ha vuelto cada vez mas un impedimento y debido a eso, su servidor ha resuelto estar aquí, en nombre de él.—contó mirándome fijamente buscando algún rastro de compresión a la situación.
Me quedé sin habla y aparté la mirada de él. Ese desconocido llamaba pasión a algo que yo tomaba por defecto, cancelar algo por lo que se tiene anhelo no debería ser un obsequio.
—¿Por qué no canceló? —Me empeciné resentida.
Él negó, el brillo cómico que tomaron sus ojos tras mi queja me molestó, pareció que lo que acababa de decir no tenia sentido.
—Se caería primero el cielo, señorita—expresó como si estuviera acostumbrado—. No es hombre de dejar las cosas a medias, digamos, con todo respeto por la palabra, que es un maniático a la hora de cumplir y dejar todo en orden.
Asentí desanimada, por la ausencia de Darwin y por el tono en que se había expresado su motivo.
Darwin poseía una virtud que a veces tomaba por defecto. Concluir todo a cuesta de lo que fuera me hacia sentir desplazada, y si, es su trabajo, no hay remedio pero, me hubiese gustado verlo ya que apenas se encuentra en casa.
Su vehemencia era el oficio del derecho y su éxtasis, por decirlo así, era culminar deseoso y comenzar otro.
Suspiré dispuesta a dar fin a la pieza cuando en un momento dado escuché un leve rasgar algo.
—Por favor no se desanime, no traje malas noticias.
—Si usted lo dice.—enarqué la cejas ya desinteresada.
—Debo decir, con franqueza, que su hermano me ha privado de entregarle este escrito y permitirle intimidad con ella—reveló cauteloso mientras esperaba mi reacción.
Lo miré enseguida.
—¿Que?—reaccioné sin poder creer sus palabras.
—Fue estricto al decirme que fuera yo quien se la leyera sin inconvenientes y—se encogió de hombros haciendo gesto de inocencia con la orden—, agregó que le aclarara que así lo hubiera hecho él de haber estado presente.
Que absurdo, pero que absurdo.
Las cartas se envían por motivo de distancia, justamente porque las personas no pueden hablar y ni verse a la cara. Las cartas unen a través de las millas y llevan mensajes debido a la ausencia de palabras y expresiones a vivo aire.
Si Darwin se hubiera presentado ni carta ni obsequio me hubiera separado de él. No existiría la necesidad de escuchar sus propias palabras en un papel si se encontraba él persona.
Consideré absurdo que un tercero leyera la familiaridad de nuestras costumbres y nuestras palabras por lo que estuve dispuesta a protestar pero este desconocido se adelantó a hablar primero.
—No se precipite a la cólera, señorita, puesto que estoy libre de pecado en esta historia, solo soy un mensajero.
—Un mensajero...—rezongué incrédula.—¿Y si lo libero de su encargo?—insistí—Así no caería en preocupaciones de conciencia ni tendría problemas en cuanto a su palabras.
—Aunque me absolviera del prometimiento que le hice a su hermano, de todos maneras no lo aceptaría...
—¿Por qué?
—Bueno—comenzó diciendo desviando la mirada a mis manos y luego a los invitados.—Dígame ¿Dónde quedaría la confianza y la costumbre de dos amigos que se han hecho hermanos por honor una vez que cause el rompimiento de mi palabra y la encomienda que le aseguré? Simple: Decepción y enojo. No, señorita, al igual que a él, me gusta cumplir mi palabra..
—¿Por una inofensiva carta?—rezongué sumida en viva incredulidad.
—Creo que no conoce lo suficiente a su hermano—replicó tan rápido como le permití.—. Explícito y claro, dijo: "Léela en mi nombre y dile a la pequeña profesora que a pesar de los kilómetros mi amor por la más pequeña de mi sangre es ferviente y verdadero." Dichas por el abogado y escuchadas por su servidor.
Me quedé sin aliento justo cuando terminaba la pieza y mis dedos descansaban.
Darwin Agustín Arce era el mayor de tres hermanos y aunque no lo admitiera en voz alta este era mi preferido y esto debido al paciente y honorable carácter que poseía.
Amaba cuando regresaba sorpresivamente a casa después de tantas semanas y en otros casos muchos meses y me abordaba causando tanto revuelo en el corazón.
Su reservada presencia y seriedad no me ahuyentaban, ni asustaban el alboroto y la alegría que sentía y que me era imposible ocultar a la hora en que su figura siendo de lejos o de cerca se presentara en casa.
Verlo entrar con su reverente forma de vestir, su peinado intacto, su maletín y la acostumbrada rosa recién cortada para mamá, todas estas cualidades personales me eran un gesto inconsciente por su parte el cual me animaban a salir presurosa a su encuentro y acapararlo en abrazos y bienvenidas.
Mi querido hermano mayor.
Suspiré renuente a querer compartir confidencias y deseos, pensamientos y buenas historias vividas que desde siempre compartía conmigo. Lo escrito era mío y si de verdad Darwin había pedido que fuera así, con esa reciente, grotesca y poco habitual manera en definitiva me negaba, no lo aceptaba, no y punto.
—Intercederé por usted.—insistí poniéndome en pie. —Lo libraré de cualquier repercusión que lo ate a él, pero por favor—persistí dando un paso cerca mientras que con disimulo acercaba la mano al sobre.— deje que disfrute lo que llevo haciendo a solas cuando recibo correspondencia.
—Me temo que soy juicioso en cuanto a promesas, señorita, no insista—su voz de pronto cambió a una irrevocable y medianamente dura.
—¡Es usted una piedra!—lo acusé indignada.
Exhaló encogiéndose de hombros mientras extendía la carta.
—¡Espere!—exclamé llevando de inmediato la mano a su brazo.
—¿Qué pasa?—cuestionó echándole una fugaz mirada a mi repentino gesto.
—Aquí no.—meneé la cabeza.
Sin mostrar contradicciones él desvió la mirada por todo el lugar antes de asentir y volver a mirarme.
—Bueno, dígame dónde.
—Solo sígame.
Caminé con cautela al mismo tiempo que sonreía a quien me encontraba entre estos amigos de mi padre, y de madre algunas hermanas cotillas que aparentaban ser religiosas y los demás eran unos escasos sirvientes y uno que otro desconocido que sabe Dios de dónde habían salido.
Por la urgencia en que mi corazón latía y la obligada lentitud con la que caminaba no me percaté de dos cosas; debido a la ansiedad de escuchar el mensaje escrito y de tanto fingir gestos a los demás me olvidé por completo del hombre que me seguía, diré que esto no era tan grave.
Sin embargo, lo segundo si, Dios me guarde, porque de imprevisto y sin haberla notado, en mi camino abordé a una dama, envistiéndola pero por la gracia, levemente.
Su copa estuvo a punto de caer y yo sentí desfallecer.
—¡Por todos los cielos, Gretel!
Por gracia divina la copa resistió en su mano y yo enseguida pude respirar, aunque no pude evitar que mi corazón estallara de miedo mediante los golpes acelerados. Me quedé tiesa y callada esperando una reprimenda, ya que, debido a la costumbre no podría esperar otra cosa.
—¿Estas caminando o estás planeando volar?—resopló pasando con desmesurada cautela las puntas de los dedos sobre su cabello recogido.
—Lo siento, fue un mal pie...
Ella adoptó una expresión irónica antes de deslizar la mirada desde mis pies hasta mi coronilla y agregar mientras enganchaba su brazo al mío.
—Entonces al parecer ese pie ha contagiado al otro, ¿Por qué no me sorprende?—dijo llevándome hasta un grupo de caballeros congregados, amigos de papá y un par de mujeres adultas engalanadas con vestidos ostentosos.
Mientras caminábamos miré por encima del hombro y con ansia busqué al caballero de la carta, revisé todo lo que pude entre personas que se paseaban con curiosas pláticas y espacios inhabitados del salón, no estaba, pero ante esto, diré, que no recurrí al desánimo puesto que solamente un pequeño lado del lugar había dejado de buscar.
—¿Sabías que tu hermano volvió a ausentarse?—comentó sin dejarme responder—Claro que lo sabes, tu cara deja mucho que desear—suspiró indiferente para después pintar su tono avinagrado a uno orgulloso—, es inevitable querer en demasía a ese hijo mío, y desastroso no verlo excesivamente en tanto tiempo.
—La entiendo.—dije en un suspiro colmado de nostalgia.
—¿Es que acaso eres madre?—reclamó airada tan pronto yo respondí.
—No— respondí al brinco negando.
— ¡Ja! Claro que no, tu no sabes lo que sufro.—empezó diciendo con la voz contenida.—. Mi adorado hijo al parecer se ha olvidado de su madre
Negué—El jamás haría eso, mamá...
—¿Y cómo lo culpo si el pobre afortunado tiene mucho éxito en su oficio?
—Mamá...—suspiré queriendo llamar su atención.
—Pero no debo quejarme, este es el camino que llevan las madre de hijos con caminos prestigiosos, verse sin ellos.
—Sabes que nos tienes a Jonathan y a mí—dije de presto y sin vacilación deteniendo el paso de las dos para tomar su mano y entrelazarla—nunca va a estar sola, si un hijo se va, crea usted esto; sus hijos restantes aguardaremos por usted.
Ella bufó llevando la mirada al cielo al tiempo que negaba con una sonrisa amarga.
—Si tus consuelos alimentaran al mundo, te digo que todos estaríamos muertos.
—Pero yo solo...—intenté hablar pero ella lo impidió.
—Shh...—chitó deprisa poniendo un dedo en mis labios—Evita el hecho de causar vergüenza, por suerte solo tu madre te escuchó.
Parpadeé perpleja al tiempo que negaba en silencio. ¿Por qué seguía cayendo en asombro? A estas alturas la sorpresa no tenía por qué colarse en mí.
—¡Gretel, querida!—cantó una de las invitadas de mamá una vez que estuvimos cerca del grupo.—¡Ay niña! tocas como nadie, ya te había escuchado antes pero hoy te volviste a superar.—dijo encerrándome en sus brazos.—. Feliz cumpleaños, niña...
—Gracias Bruna, es lindo que esté aquí.—dije cuando me separé de ella.
—Para mí siempre será una alegría estar contigo y más todavía en estas fechas—volvió abrazarme y acercando sus labios a mi oído, musitó.—. Teresa, por orden mía ha dejado un paquete de mis delicias en tu recámara, sé que te vuelves loca con ellos.
—No debió, Bruna...
—¡Sandeces! Claro que sí, espero que los comas con toda la libertad que tengas cuando estés sola.—susurró con complicidad.
Cada vez que podía, Bruna no escatimaba oportunidad para obsequiarme dulces y chocolates. Lo hacia a escondidas debido a que mamá no le resultaba atractiva la imagen de verme comiendo dulces, ya que decía podía perder los dientes y el talle.
—Gracias.
Ella asintió con una deslumbrante sonrisa blanca que como siempre despedía bondad y un afecto que en verdad no era fingido.
En ese momento escuché un suspiro exasperado a mi espalda, y lo siguiente que supe fue que me vi envuelta en diferentes brazos tanto como felicitaciones.
Alrededor de una hora se fue olvidando el tema de mi cumpleaños y lentamente fue pasando a otros temas en los que no me atreví ni me animé a proferir palabra.
El grupo de mujeres desapareció, excepto Bruna y mi madre, quienes yacían sentadas juntos a sus maridos.
Los tres caballeros que se encontraban a los conocía desde que tenía uso de razón.
Ignacio Cueva; un fornido hombre de gestos amables que con simpleza inspiraba confianza. Éste era hermano del alcalde, quien al mismo tiempo trabajaba con él como su mano derecha. Ignacio era el hombre a quien la gente buscaba para hacer peticiones debido a que éste siempre se encontraba presto a escuchar, sin olvidar que también era el que dirigía los cabildos abiertos en la plaza.
Theo Gallardo, era un pequeño ganadero y viejo amigo de papá, era un hombre de estatura baja, cabello salpicado en canas y ojos extremadamente rasgados. Poseía carácter paciente y bastante reservado.
Y por ultimo estaba el señor Nimsí Zamora, un ganadero y dueño de buenas parte de tierra en las que producía y exportaba maíz, frijol y café. Éste era un hombre de rasgos marcados y carácter fuerte. De mirada fijante y seria.
Nimsí, papá y Theo habían sido amigos desde que éstos trabajaban las tierra con sus padres. Desde niños. Tres jovencitos campesinos trabajando la tierra.
Reunidos cómodamente en los muebles que daban a los altos ventanales. Los temas de la política, haciendas y animales resultó ser el platillo principal, sin apartar por supuesto la cereza de San Jerónimo, el pueblo indigena que yacían ubicados en "El Sitio", la llamda aldea.
—¿Qué piensas Frederick sobre esas tierras? ¿No crees que serían rentables para ampliar más sembradíos y obtener más cosechas?
Mi padre carraspeó y lo pensó por un leve momento.
—Soy sincero mi amigo, si serían rentables pero—agregó con parsimonia—, las tierras con dueños son intocables, preferiría ahogar mi ambición antes que llenarme la boca de comida de tierra ajena.
—Los que viven en El sitio son una minoría, marginada, son bastantes asociales y tímidos cuando pisan la plaza o los comercios de aquí.—comentó el señor Nimsí con un tono desdeñoso—Que gente mas absurda, ¿acaso no se han dado cuenta que somos personas y no jaguares?
—Es natural, el rechazo los ha forjado de esa manera.—comentó el señor Theo.—. ¿Como tener confianza si todo un pueblo te mira con prejuicio y por encima del hombro?
—¿Por qué seguir entonces en un lugar donde le son indiferentes?—cuestionó Nimsí con incrédula burla—. Ojo, no tengo nada en contra pero yo en su lugar no permitiría tanto desdén de parte de este municipio.
—¿Y les propones vender, Nimsi?—preguntó papá curioso.
—Si no hay otra salida, si.—respondió indiferente encogiéndose de hombros.—. Y tú, Cueva ¿Qué piensas?
El señor Ignacio sosegadamente bebió de su copa antes de poder responder.
—Este tema se ha venido escuchando demasiado, la gente de este lado del pueblo y de aldeas vecinas últimamente como que la avaricia los ha estado dominando al punto de querer más de lo necesario y no estoy de acuerdo—dijo adoptando una expresión sería y meditabunda.—. En lo personal no dudo del potencial de esas tierras pero, considero con franqueza el hecho de que esos terrenos no pueden estar en mejores manos que en las de ellos, sus nativos.
Nimsi negó con un aire decepcionado que fue incapaz de ocultar.
Este era un hombre de gestos severos y altivos, de ojos saltones y destellados que solo afirmaban la rudeza y una atenuante agresividad que no escapaba en disfrazar.
—Estoy de acuerdo contigo, Ignacio, pero...
—No te siento convencido, Nimsí—intervino papá—. Mira; aquí entre nos, después de años de trabajo en la política y ganar un retiro digno ¿No crees que nos merecemos en definitiva descanso de los pleitos?
Nimsi lanzó un suspiro.
—¿Pero quién está buscando pleitos amigo mío?—dijo entornando los ojos mientras enarcaba las cejas, incrédulo.
—Los gestos y los tonos anuncian guerra, Nimsi, somos viejos y desde antaño nos conocemos.—intervino Theo a modo de regaño
—¡Por Dios, Theo! —exclamó Nimsi ignorando su comentario—. Escuchen, la etnia tiene suficiente tierras y hasta poseen un nacimiento de agua, ¡Por todo lo bueno! A esa minoría de gente no les haría falta si venden una parte—recalcó —. Piensen en cuantos ingresos entrará a la municipalidad y cuántos trabajos proveerá al municipio, ¡suficientes!
—Vámonos al grano, ¿Si?
—¿Y que estoy haciendo, Ignacio?
—Excluyendo algo importante, desde luego.
—Pues, ilústrame.—retó Nimsi implacable.
—Tu idea, con todo respeto amigo, tiene una atractiva fachada y considero que es buena pero, no sé si te has dado cuenta que en San Jerónimo odian a la tribu por el simple hecho de ser indígenas.
—¡Sandeces!—replicó Nimsi.
Papá y el señor Theo asintieron al unísono.
—Los blancos y todos esos mestizos ignorantes aborrecen a los nativos solo por el simple hecho de haber nacido en la cuna de sus ancestros, en su raza.
—Cuando hay un motivo, Ignacio, es porque hay una causa.
—La gente que señala en este pueblo por tonos de piel y tierra se visten de hipocresía cada que abren la boca.
El señor Ignacio exhausto y sin ganas pareció rendirse a seguir discutiendo. Se sirvió una copa de vino y se dejó ir contra el respaldo del sillón.
—¿Acaso defiendes la actitud del pueblo?—cuestionó Theo entrecerrando los ojos.—. Si es así, dinos porqué.
Nimsi miró a este último con ira y fastidio y en un acto por calmarse se incorporó. Alisó su traje gris con desmedido cuidado y como si fuese un predicador se posicionó en medio de ellos listo para hablar.
—Quiero hacerles una pregunta y espero sean sinceros—dijo con un repentino sosiego—¿Pueden los visitantes o la misma gente de aquí entrar sin miedo al bosque a por leña?
Los tres caballeros e incluyendo las dos damas, miraron al menudo hombre con expresiones de no entender nada, debo admitir aquí que, la pregunta confusa había sido de lo más oportuna para el señor Nimsi puesto que los demás habían quedado sin habla y con semblantes reprimidos. Ante esto, la burla se precipitó en los ojos de Nimsi al igual que una fina y vehemente satisfacción.
—Les refrescaré la memoria, díganme—dijo plácido y sonriente—¿Quienes viven cerca y merodean el bosque viejo de la montaña? ¿Por qué a la gente no les gusta la idea de estar solos en los ríos que llevan a las montañas? Por favor, diganme.
Oh, oh.
La conversación dio rienda suelta a más debate, causando breves y largos momentos de oposición y criterios. Fue tanto la energía puesta en las palabras que hasta mamá y Bruna se unieron motivadas al rol de opiniones.
Me entretuve un buen rato pero al final terminé aburriéndome, y producto del cansancio poco a poco fui encorvándome sobre el reposabrazos del mueble al lado de papá.
Cuando el salón había estado en pleno apogeo y yo en medio del círculo queriendo escapar hace ya una hora, de repente y entre la gente había encontrado al hombre que aún tenía la carta. Lo había visto charlar entretenidamente con varias mujeres y algunos hombres, pero en su mayoría con mujeres.
Luego de esto, pasó a observar las pinturas familiares expuestas. Con las manos entrelazadas en la espalda dedicó gran parte del tiempo a estás.
Estuve tentada en ir hacia él y de una vez por todas escuchar el ansiado escrito, pero no fue así, no, porque justo cuando había tomado valor para hacerlo sentí como el brazo de papá me rodeaba la espalda baja dejándome sin escapatoria.
Lo único que pude hacer fue resignarme, resoplar y mantener el cuello vuelto hacia la figura distraída en las pinturas.
Hubo un momento en que él de presto se volvió y por una fracción de segundos nuestras miradas se encontraron. Enarcó las cejas deprisa haciéndome un saludo con la cabeza, acto seguido le echó una mirada a su reloj, negó y luego volvió a verme. Por inercia levanté el brazo de papá y acercando su reloj me di cuenta de la hora.
Eran las diez con treinta minutos. Las diez con treinta. Arrugué el entrecejo considerando que aún era temprano. Pero por lo que había visto en sus facciones al parecer el tiempo era bastante avanzado. ¡Exagerado!
Cuando levanté el rostro para verlo nuevamente, apenas llegué a vislumbrar su traje cuando desapareció tras las puertas del balcón que daban a un extenso jardín y justo después de él, una mujer joven que no pude reconocer.
Había resoplido exhausta por la urgencia que tenía por escuchar el mensaje, definitivamente sino dejaba de plantarme en mi lugar no lo lograría.
Al final, el tiempo pasó con serena paciencia mientras que el salón acabó en un desierto con voces que iban y volvían. El señor Nimsí se marchó con la excusa de que al siguiente día madrugaría y que partiría rumbo a la capital y que estaría por tres días. Tras su ausencia la conversación del tema en que habían estado discutiendo volvió a retomarse y yo desesperada ante la posibilidad de escuchar de nuevo lo mismo, me deslicé del reposabrazos y me incliné al oído de papá.
—¿Me perdonas si los dejo?
Sin responderme me besó en las mejillas y luego asintió.
Me despedí de todos con un buenas noches y me alejé disimulando calma. Acto seguido, desvíe mi camino y me dirigí hacia el balcón.
Ansiosa y con las manos temblorosas caía sentí que mi pies corrían, estaba en verdad demente por una carta. Una carta con las letras más sublimes y colmadas de promesa que siempre amaba recibir y leer.
Lo acepto, era una exagerada y una idólatra por mantener el nombre de mi hermano en un pedestal.
Lo admiraba tanto que cada vez que lo veía mamá me reprendía por gastar el tiempo que en realidad ella misma debía disfrutar con él. Al final del día terminaba con regaños y reclamos hasta que el sentimiento molesto de ella se opacaba.
Sonreí una vez que estuve a un paso del balcón, cuando por fin abrí las puertas gemelas rellenas de cristales transparentes y cortinajes carmesís una sensación de vacío e impotencia me estremeció.
Parpadeé extraña y respiré hondo antes de salir y recibir la helada brisa de la noche pero al hacerlo un agonizante silencio me abordó causando que me quedara tiesa e impotente.
Lancé un suspiro desesperanzador porque a excepción de la rosa sobre el balcón y la espléndida noche, ahí no existía nadie visible.
Él no estaba y mi carta tampoco.
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