Cassandra
Son exactamente las 12 de la noche y un silencio inmenso inunda los pasillos del Internado de Salem.
El toque de queda fue hace 2 horas. No se escucha un solo ruido, los grillos decidieron que esta noche no iban a cantar, y a pesar de que el ambiente está frío y el cielo nublado, no ha caído una sola gota de lluvia y el viento ha decidido que es hora de descansar.
Cada paso que doy es más silencioso que el anterior, no quiero que me pillen y me encierren en la sala de castigos de nuevo.
He pasado tres largos años internada en este lugar. Y si alguien piensa que se trata de una institución común y corriente, están muy equivocados.
Veo a la señora de seguridad sentada con unos audífonos puestos viendo algo en su computadora. Está de espaldas a mí, por lo que es imposible que me vea.
Llego a mi destino y entro con rapidez. Mi amiga Lía está sentada en la cama, con una caja a sus pies.
— ¿Ya lo tienes? — le pregunto mientras me acomodo frente a ella, dejando la caja entre nosotras.
— Cass, aún no estoy convencida... — observo cómo la caja se mueve con suavidad, lo cual dibuja una sonrisa intrigante en mis labios.
— Este lugar es tan tedioso, necesitamos algo de emoción — le digo mientras retiro la tapa de la caja, permitiendo que el felino escape. Tomo al gato por las patas traseras y lo acomodo en mi regazo — Eh, no irás a ninguna parte, pequeño revoltoso.
— Nos vamos a meter en líos Cass — advierte Lía y yo solo me encojo de hombros y saco el cuchillo que robe de la cocina — Joder, ¿en serio lo conseguiste?
— ¿Acaso creías que no podía? — le doy una sonrisa antes de clavar el objeto filoso en la piel de el gato en mis pies.
Lía coge una almohada y la coloca rápidamente en la cabeza del felino para que deje de chillar, pero lo que hace es que muera asfixiado.
— Lo mataste, loca — declaro y comienzo a reír — yo quería ser quien lo matara — me cruzo de brazos y hago un puchero con mis labios.
Por si no lo habían deducido ya, en este lugar no estamos internadas personas muy normales que digamos. Y no, no es uno de esos psiquiátricos para locos y desquiciados.
Esto es a lo que llamamos cárcel para menores. Y no es que yo sea una menor de edad ahora mismo, pero en el momento que maté a mi madre y a mi hermana, si lo era... Tenía 17 años cuando me metieron en este sitio.
Fui condenada a cinco largos años de internamiento en este lugar siniestro, donde cada día parece una eternidad. Ahora tengo 20 años y solo me faltan dos angustiosos años para liberarme de este verdadero infierno.
— ¿Y dónde vamos a esconder al felino? — cuestiona Lía preocupada.
Y si se preguntan, por qué esta chica está internada aquí, pues les diré que a esta jovencita le da por asesinar personas cuando está durmiendo. O sea, se le podría llamar la asesina sonámbula.
— Yo lo voy a esconder debajo de mi cama, para jugar con él cada vez que quiera – contesto mientras clavo el cuchillo de nuevo en el cuerpo inerte sobre mis pies.
De repente las alarmas de el lugar estallan. Las luces se apagan y todo el lugar se tiñe con una iluminación roja.
— Genial... Han descubierto que no estoy en mi habitación — digo con frustración, mientras guardo el cadáver del felino en una caja junto con el cuchillo.
— ¿Qué piensas hacer? — me pregunta Lía y yo me encojo de hombros.
— Lo que siempre hago. Fingir. — Le dedico una sonrisa cómplice y me dirijo hacia la puerta.
— ¡Oye! — exclama mi amiga —. Te olvidas del animalito.
— ¿Podrías encargarte de guardarlo por mí? — le imploro con los ojos entrecerrados, haciendo un puchero. Ella duda por un momento, pero al final asiente y se deja caer en la cama.
Con cautela, giro el pomo de la puerta y escudriño a ambos lados del pasillo, en busca de cualquier indicio de presencia humana. La alarma ensordecedora ha cesado, pero el ambiente aún vibra con la tensión de las luces rojas que persisten, creando una atmósfera opresiva y lúgubre.
Con la seguridad de que la costa está despejada, me aventuro fuera de la habitación con pasos sigilosos, procurando no hacer el más mínimo ruido que pueda traicionar mi presencia.
La pesadilla de esta prisión para menores ha dejado su huella en cada rincón oscuro y lúgubre. Las paredes, descascaradas y desgastadas, parecen susurrar los secretos y las tragedias que albergan. Los pasillos, estrechos y claustrofóbicos, están impregnados de un aire denso y opresivo que parece asfixiar la esperanza.
Avanzo por el pasillo, en dirección al cuarto de baño, con la agilidad de una sombra, mis pies apenas rozando el suelo en un silencio casi sobrenatural.
No veo a nadie en mi camino, lo que me parece muy extraño, pero no le tomo importancia y sigo mi camino.
Llego a mi destino y con rapidez, me despojo de mi ropa, quedándome solamente en ropa interior. La sensación de liberación se apodera de mí mientras abro el grifo de la ducha y permito que el agua caiga sobre mi cuerpo.
Tengo los ojos cerrados, disfrutando de la sensación de mi cuerpo mojado... cuando un olor extraño se introduce en mi cavidad nasal.
Mis ojos se abren de golpe y, al bajar la mirada hacia el suelo, descubro horrorizada que todo está teñido de un color rojizo. Sin pensarlo dos veces, salgo con rapidez de la ducha, observando con incredulidad cómo el agua que aún fluye es totalmente roja.
Un susurro escapa de mis labios mientras identifico el olor característico:
— Sangre...
Observo mis manos y noto que están manchadas de rojo. Por instinto, me dirijo hacia el espejo y me encuentro con la aterradora visión de todo mi cuerpo cubierto de sangre.
La ira se apodera de mí.
Mis emociones se mezclan en un torbellino de furia y determinación. Salgo corriendo hacia el estanque, decidida a encontrar la fuente de este horror. Estoy convencida de que alguien en este internado está detrás de esta macabra broma.
Y ahí estoy yo, corriendo por los largos pasillos del Internado en ropa interior y bañada en sangre.
Desciendo al sótano y al abrir las puertas que conducen al origen del agua, me detengo en el umbral.
El lugar está repleto de personas muertas, el agua que nutre a los baños está completamente roja. Puedo distinguir los cadáveres de la señora que estaba hoy de guardia, el de mi amiga Lía y el de todas las personas que residían en este Internado.
La escena es escalofriante, como sacada de una película de terror, donde la protagonista descubre a todas las personas que conocía muertas.
Sin embargo, a diferencia de esa típica chica asustadiza, yo no siento miedo. Soy lo que algunos llaman... una psicópata. Un escalofrío recorre mi espalda, pero en lugar de llorar o huir, la sed de venganza y la determinación se apoderan de mí. Mi mente fría y calculadora comienza a trazar un plan para descubrir al culpable y hacerle pagar por esta atrocidad.
No seré una víctima. Seré la cazadora en esta pesadilla retorcida que se ha desatado en el internado.
Me inclino sobre el cuerpo de uno de los guardias de seguridad y tomo su pistola, verificando si aún tiene balas.
— Esto no cuenta como robo — demando hacia el cadáver — Teniendo en cuenta que el dueño está muerto y no podrá reclamar nada — sonrío cuando me doy cuenta que el cartucho tiene todas las balas intactas. Lo que me da a entender que esta persona murió sin la posibilidad de defenderse.
Después de asegurarme de que no hay nadie con vida en el lugar, reviso al detalle cada rincón antes de salir. Subo las escaleras y avanzo por los pasillos, buscando al maldito asesino responsable de esta masacre.
La situación me parece divertida: una asesina buscando a otro de su misma calaña.
Mis sentidos están alerta, cada músculo tenso y preparado para cualquier encuentro hostil. No siento temor ni remordimiento, solo una extraña excitación ante el desafío que se presenta ante mí. Mis pasos resuenan en el silencio y mi mirada escudriña cada sombra en busca de cualquier indicio que me lleve hacia mi objetivo.
El internado se convierte en un laberinto oscuro y siniestro, pero estoy acostumbrada a navegar por estas sombras.
Los altavoces del lugar cobran vida de repente, llenando el espacio con un sonido ensordecedor que aturde mis oídos por unos segundos. Una voz masculina emerge de las bocinas, sintiendo un estremecimiento recorrer mi cuerpo.
— Hola muñeca — una voz masculina sale de las bocinas del lugar — Sabes... te vez hermosa cubierta de sangre. — pero... ¿cómo? Miro a mi alrededor y no hay nadie — He estado buscando desde hace años a una muñequita como tú. Eres perfecta en todos los sentidos. Y no te imaginas lo mucho que me pone el que pienses que puedes vencerme.
Con cada palabra que sale de los altavoces, siento la ira crecer dentro de mí. Mi sangre hierve y mi cuerpo se tensa, impulsándome a actuar de inmediato. Camino a paso apresurado hacia la sala de Seguridad, el lugar donde se encuentra el portador de la voz.
— He venido a liberarte de este encierro, muñeca — yo bufo mentalmente de lo absurda que me parece esta situación — Pero como única condición, es que seas completamente mía.
— En tus sueños... ¡No soy una princesa que necesita ser salvada! — grito, aun sabiendo que él no me puede escuchar.
— Tú, yo, cloroformo, cuerdas... No es necesario que lo pienses, total, nadie escuchará tus gritos y podremos estar juntos. — escucho su voz mientras abro la puerta de la sala de seguridad de una patada.
Al entrar, me doy cuenta de que no hay nadie en la habitación. Frunzo el ceño, acercándome al micrófono y notando el teléfono móvil con una llamada en proceso.
El imbécil nunca estuvo aquí. Acerco el móvil a mi oído mientras observo las pantallas de las cámaras de seguridad frente a mí.
— Sé un hombre y dime tu ubicación, para que veas lo divertido que es sentir como te vuelo los sesos de un balazo — exclamo a través del teléfono.
Sin embargo, en lugar de obtener una localización, la puerta de la sala de Seguridad se cierra de golpe detrás de mí. Un humo denso y opresivo comienza a emanar de las rendijas, llenando a toda prisa la habitación y envolviéndome en una nube asfixiante.
Corro hacia la puerta, pero me percato de que está cerrada por fuera. Comienzo a empujarla, pero es en vano. Siento mi cuerpo debilitarse con cada segundo que pasa.
Me dejo caer al suelo, agotada, apoyada contra la puerta cerrada. El sonido incesante de la llamada del teléfono móvil retumba en el silencio sofocante, burlándose de mí en mi situación desesperada.
Con un último destello de esperanza, contesto la llamada, acercando el dispositivo a mi oído en busca de cualquier atisbo de ayuda o escape. Pero en lugar de consuelo, las palabras finales de la voz siniestra resuenan en mi cabeza como un ominoso presagio, justo antes de que la oscuridad se cierre a mi alrededor, devorando cualquier rastro de luz:
— Acabas de caer en las garras de Silas.
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