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3 - Secretos


Kaya era una chica de diecisiete años un tanto peculiar. La mayor parte de la gente que la conocía pensaba que era una de las personas más extrañas que se había cruzado en su vida. Su impredecible y extravagante carácter, junto con una manera de vestir a medio camino entre el punk y el glamour, hacían que fuese la persona más diferente en aquel colegio de monjas del norte de Madrid.

Como ocurría en la mayor parte de las ocasiones, las diferencias no dejaban a nadie indiferente, valga la redundancia. Eso hacía que Kaya se hubiese convertido en una especie de leyenda: el misterio del barrio y del colegio. 

Con un pelo negro como el carbón, unos ojos azules como fragmentos de cielo, una piel blanca de origen alemán que recordaba a la porcelana y unas mejillas pobladas por un surtido de pecas que le daban cierto aire salvaje; pocas eran las personas del barrio que se la cruzaban sin saber que ella era Kaya Oppenhaim. Porque Kaya Oppenhaim era de esas personas cuyos nombres nunca, o casi nunca, se dicen solos. Que van acompañados del apellido. Porque el nombre parece poco, a pesar de que ya en sí era original. Pero, por si acaso, se añadía el apellido. No fuese a ser que alguien la confundiese cuando se hablaba de ella. O cuando se la criticaba, que no eran pocas las veces. 

Con una banda de enemigos de boquilla, Kaya era criticada por cada cosa que hacía y que la gente no comprendía. Como todas las leyendas, tenía también sus defensores, que se repartían entre ese conjunto dispar de amigas con las que compartía los recreos y las tardes y noches de los viernes, y entre esa legión de gente con la que nunca había hablado, pero que la admiraban por sus actos. 

Y es que las hazañas de Kaya corrían de boca en boca y la gente se sabía su vida en verso. Todo el mundo sabía que Kaya había rechazado al chico más guapo del colegio. Un tipo rubito de ojos verdes que coleccionaba conquistas de un día e insultos a los compañeros menos agraciados. Kaya jamás podría estar con alguien que abusaba de la gente más débil y eso mismo fue lo que le dijo, sin pensárselo ni medio segundo. Aquel día su fila de detractores aumentó a la par que la de sus admiradores. 

Tampoco se olvidaba nadie del día en el que, en las fiestas del colegio, la música pop había sido sustituida misteriosamente por una canción emo de gritos intensos. Kaya nunca había admitido haberlo hecho ella, pero todos los rumores pronto llevaron su nombre.

Pero a pesar de esa imagen que la gente estaba tan acostumbrada a percibir de Kaya, pocas personas, por no decir nadie, la conocían de verdad. Kaya era una persona solitaria: no necesitaba a nadie al lado para ser feliz. Era independiente y activa. Le apasionaban sus ratos a solas juntando palabras para lograr aquello que era su sueño: ser escritora. 

Desde que tenía memoria, Kaya había crecido entre libros. Había cruzado océanos en busca de Moby Dick, había combatido en batallas con los tres mosqueteros y había conocido la Mancha de la mano del Quijote. Y desde que tenía uso de razón también, ella quería emocionar a alguien con un libro, al igual que sus escritores preferidos la habían emocionado a ella durante toda su vida. 

Por eso, por mucho que le gustase su soledad, sabía que no podía vivir encerrada en su cuarto y se obligaba a vivir intensamente. A vivir cada segundo de su vida siendo consciente de que lo estaba viviendo. A vivir diferente, y no en la abrumadora rutina en la que todo el mundo parecía tan a gusto. Kaya necesitaba sentirse viva cada segundo de su vida. 

Y, como consecuencia de aquello, Kaya Oppenhaim a veces hacía cosas fuera de lugar. Y, por eso, Kaya Oppenhaim era una leyenda.

Pero, como toda chica de diecisiete años, tenía ciertas limitaciones. La primera de ellas era el colegio, y la segunda su familia. Siendo la pequeña de tres hermanas, estaba acostumbrada a ser la que llevaba la contraria. Aunque, por suerte, su familia no le prestaba demasiada atención debido a la problemática de su hermana mediana.

—Hallo. ¿Dónde está la loca de Taylor? —preguntó Gwen al entrar en la casa.

La familia de las hermanas era de origen alemán, pero se habían mudado a Madrid cuando Kaya tenía tan solo seis años, por asuntos de trabajo de su padre. Ella apenas usaba el alemán, más que para hablar con sus padres y a veces con sus hermanas, y no tenía ningún acento, al igual que Taylor, que tenía cuatro años más que ella. Gwen, en cambio, solía introducir palabras alemanas en sus frases. Tal vez, al tener doce años cuando se mudaron, le había costado más adaptarse al nuevo idioma.

—Y yo qué sé —respondió Kaya con rebeldía. No se llevaba muy bien con sus hermanas—. No soy su niñera, soy su hermana pequeña.

Kaya juzgaba a su hermana Gwen tanto como a su hermana Taylor. Gwen acababa de llegar de pasar la tarde con Lucas, el exnovio de Carlota. Carlota y Taylor habían sido muy buenas amigas hasta que esta última se empezó a descarrilar. Tras defraudar numerosas veces a Carlota, esta había perdido el contacto con ella, a la vez que empezaba a salir con un chico carismático y agradable llamado Lucas. Pero Gwen se había encaprichado con él desde que lo vio por primera vez, y, al final, se lo había robado a Carlota. 

A Kaya siempre le había caído bien la futura diseñadora de moda y lamentaba todo lo que habría sufrido por el estúpido de Lucas y la tonta de Gwen.

—¿Y tú a dónde vas? —preguntó Gwen con un tono de preocupación.

Lo cierto era que Gwen no era mala persona, y Kaya bien lo sabía. Esta solo juzgaba su manera de dejarse llevar por Lucas; creía que le faltaba mucha personalidad a la mayor de las hermanas.

—A comprar unas cosas —mintió Kaya. Había quedado con unas amigas del colegio para ir a una fiesta en casa de una de ellas.

Observó cómo Gwen la escrutaba unos segundos con cara de frustración, antes de cruzar la puerta y largarse. A veces, le daba la sensación de que su hermana mayor intentaba leerle el pensamiento. Y eso era, a todas luces, absurdo. 

¿O no tanto? Al fin y al cabo...

Kaya procuraba no pensar demasiado en ello porque era raro y extravagante hasta para ella. No estaba segura de lo que ocurría, pero, a veces, era como si estuviese en dos sitios a la vez. Su cuerpo, o su alma, o sabe Dios qué, se desdoblaba y se iba a otra parte. 

Solía ocurrirle cuando estaba en la cama descansando y no podía evitar preguntarse si es que no eran simples sueños. Sueños demasiado vívidos y exactos, pero sueños. Al principio le había dado mucho miedo, pero con el tiempo se había ido haciendo a la idea. Podía ser algo llamado proyección astral o algo llamado locura integral. Prefería no darle mucha importancia, porque sabía que si lo hacía, acabaría cuestionándose su salud mental. Sin embargo, el espíritu soñador y hambriento de aventuras que tenía Kaya había aceptado con entusiasmo ese nuevo don.

Kaya era una Géminis y, como tal, tenía un espíritu cambiante, una casi doble personalidad. Su mentalidad fría y racional le decía que fuese con cuidado, pero su espíritu jovial, abierto y entusiasta quería vivir al máximo su nueva habilidad. En cualquier caso, Kaya no era una persona pesimista, más bien luchadora. Y no pensaba dejar que su poder le arruinase su fiesta.

Así que apartó aquellos pensamientos de su cabeza y corrió hacia el metro de Plaza de Castilla, donde se chocó sin querer con una chica. Ni siquiera la miró mientras exclamaba una disculpa por encima del hombro. Bajó con rapidez los escalones y cruzó los tornos velozmente.

No se fijó en el chico de cabellos rojos que corría en la dirección opuesta, con cara de agobio por llegar tarde a algún sitio.

Carlota se miró en el reflejo de la cristalera externa del Intercambiador de Plaza de Castilla. Había llegado el viernes, y con él, los nervios y las dudas acumuladas a lo largo de la semana volvían a retumbar en su cabeza.

A su alrededor, el bullicio habitual de la gente continuaba. Estudiantes con carpetas verdes de la Autónoma, empresarios trajeados con cafés en vasos de plástico, inmigrantes con carros llenos de trastos y un murmullo de palabras desconocidas, y voluntarios con chalecos y argumentos en favor de su causa.

Entre todos ellos, una figura familiar pasó corriendo y se chocó con ella, lanzando una disculpa al vuelo por encima del hombro. Parecía la hermana pequeña de Gwen y Taylor, pero no pudo asegurarlo con certeza y no le prestó más atención. Su mente estaba ocupada solo por las dudas y preguntas. 

Había quedado con Adrián, el misterioso chico del autobús. En otras circunstancias, Carlota jamás habría aceptado una cita tan rápidamente con alguien que apenas conocía. Adrián era atractivo, con sus bucles dorados y su barba de tres días, pero no era solo por eso que había aceptado. Era aquella presencia extraña que había sentido en la parada del autobús, un aura inquietante con la que había intentado conectar. 

Cuando se sentó a su lado en el autobús, se sintió aliviada. Con él, el peso abrumador de sus sentimientos desaparecía, reemplazado por una ligera sensación que no tenía nada que ver con la claridad con la que su poder solía funcionar con otras personas. Sabía que él sentía curiosidad por ella, pero no podía determinar si le atraía, aunque, dado que habían quedado, supuso que sí.

Carlota necesitaba descubrir por qué él era diferente.

Volvió a revisar su aspecto en el cristal: vaqueros pitillo claros, una camiseta verde sencilla y una chaqueta. Hacía tiempo que no tenía una cita y se sintió fuera de lugar al ver a Adrián acercarse en la distancia.

—¿Qué tal la semana, Carlota? —preguntó él, sonriendo.

—No me quejo. ¿Y la tuya, monstruo de los pasteles?

—Ahora que te veo, muuucho mejor —contestó él, guiñándole un ojo y riendo.

Carlota sonrió, aún sintiéndose algo incómoda, mientras empezaban a caminar. Adrián, en cambio, parecía relajado y seguro.

—¿Y bien, a dónde vamos?

—¡Pero si ya te lo dije! No me escuchas... —fingió estar apenado—. ¡A la mejor pastelería del mundo!

Carlota se rió. Se dio cuenta de que las únicas veces que había sonreído en los últimos meses habían sido con Adrián.

—Pregunto por si acaso, lo mismo ya no quedan pasteles. El otro día parecías... insaciable.

—Soy un caballero de palabra, por favor. Jamás dudes de mis promesas —respondió Adrián con solemnidad, llevándose la mano al corazón.

Anduvieron un poco más hasta llegar a una pequeña pastelería en el camino a Chamartín. Carlota intentó memorizar cada detalle que sus ojos captaban. Parte de ella se preguntaba si algún día querría recordar este momento o si Adrián sería solo un episodio fugaz en su vida.

 Aunque no quería aceptarlo y seguía sintiéndose fuera de lugar en la cita, había algo en Adrián que despertaba emociones que creía muertas en ella. Desde la calle, la tienda estaba dividida en tres escaparates. El primero mostraba decorados playeros, quizás por eso le gustaba a Adrián. En tonos azules y blancos, se veía un pequeño faro junto a un barco de pesca con un ancla de tamaño exagerado.

 El segundo escaparate tenía adornos diversos; una pequeña brujita sonreía maliciosamente mientras sostenía una piruleta de todos los colores, recordando que pronto sería la noche de Halloween. Y tras el último cristal, se veían suculentas tartas de todos los sabores. El estómago de Carlota empezó a rugir, y cruzó los dedos esperando que Adrián no lo escuchara. Si lo hizo, no comentó nada.

—¡Vamos! —dijo él, tomándola suavemente de la mano y guiándola hacia adentro.

Carlota no soltó su mano, pero tampoco le devolvió el gesto. Solo se dejó arrastrar hacia el interior y lo que vio la sorprendió. No era exactamente una pastelería, sino más bien un local moderno con todo tipo de objetos de regalo y abundantes pasteles. Parecía más una tienda que una pastelería tradicional. Carlota miró a Adrián con sorpresa. Él se encogió de hombros y dijo:

—Además de adivino y un tragón imparable de dulces, soy muy buen mentiroso —una sonrisa pícara asomó a sus labios, sabiendo que no era lo que esperaba Carlota.

—Con eso no te vendes —le advirtió Carlota, levantando las cejas.

—¿Y quién te dice que me quiero vender?

Carlota se mordió el labio mientras sonreía, negando con la cabeza.

—Además, no te he mentido sobre lo rica que está la comida —añadió él, en tono conciliador.

Se acercaron a una pequeña barra y tomaron asiento en los altos taburetes rojos. La mayor parte de la decoración era roja, y a la izquierda había un mostrador con todas las tartas.

—¿Qué van a querer? —preguntó un atento camarero vestido con chaleco negro sobre una camisa blanca.

—Dos trozos de tarta y dos cafés —contestó Adrián—. Para mí, de limón con galletas y el café con leche. Y para ella...

—Sorpréndeme.

—Venga, di algo.

—Ya lo he dicho: sorpréndeme. El próximo día elijo yo por los dos.

—Así que próximo día, ¿eh? Venga, una de oreo con vainilla y el café con leche también —el camarero asintió y se alejó—. Dime que al menos he acertado con el café —le dijo Adrián con mirada suplicante.

—No me gusta el café, por eso te he dejado elegir.

Adrián puso los ojos en blanco y se echó sobre la barra.

—Eres mala, ¿lo sabes? —murmuró con cara apenada.

Carlota se rió y le rozó un rizo con los dedos. Al instante, él se levantó, alerta, y Carlota entendió por qué: había corrido una chispa eléctrica entre ellos. Fue extraño e inusual; se mantuvieron la mirada durante una fracción de segundo, pero ninguno se atrevió a decir nada.

—Ya verás, este me gustará —dijo Carlota, ignorando el extraño momento.

Adrián sonrió con complicidad. No tardaron mucho en servirles y Carlota comprobó con inmensa alegría que Adrián tenía razón: las tartas estaban increíbles.

—Dime, Adrián, aparte de los pasteles y los cafés, ¿qué más te gusta?

Él hizo una mueca traviesa y Carlota intuyó una respuesta que le dio vértigo. Por suerte, se limitó a decir:

—Creo que ya te lo dije el otro día, estudio ADE, pero no me apasiona. Mi madre me obligó para que dejase de hacer otras cosas.

—¿Qué cosas? Suena interesante.

—Bueno, en mi casa en Huelva, me dedicaba mucho al surf, ¿sabes?

—¿Huelva? No tienes acento.

—Porque, muy a mi pesar, soy madrileño. Me mudé de niño con mis padres y fue cuando conocí el mar. Mi padre es arquitecto y nos mudamos para que construyese unas urbanizaciones en la costa.

—Así que he conocido a un chico surfista. —Carlota evaluó su aspecto: sudadera azul, vaqueros claros y deportivas Vans—. Te pega.

—Sí, ¿no? —se rió él.

—Dime que eres Piscis.

Él abrió los ojos, sorprendido.

—Premio, ¿cómo lo has sabido?

Ella se encogió de hombros.

—Te gusta el agua.

—¿Crees en esas cosas? No creo que para que te guste el agua tengas que ser Piscis.

Ella se rió.

—Yo tampoco, pero hace una semana hice un trabajo de la simbología en la astrología y me sé estas cosas de memoria. Hay cuatro signos del agua, y el primero es Piscis, así que probé suerte.

Él empezó a reírse.

—¡Oye! No te rías de mí, que tampoco me tomo esas cosas al pie de la letra. Pero es curioso cómo a veces se acierta...

Él la interrumpió, poniendo un dedo en su boca. Ella sintió un cosquilleo que le subió por todo el cuerpo.

—No me río de eso, te has manchado —dijo él mientras la limpiaba con el dedo y después se lo chupaba para limpiárselo a su vez.

Carlota sintió calor, nervios y excitación. Una idea nueva cruzó por su mente.

Concentrándose, intentó hacer algo que nunca antes había intentado: conectar con él para intentar leer sus emociones. Era un territorio desconocido para ella y al principio no supo qué hacer. Siempre que sentía las emociones de otras personas, le llegaban sin ella quererlo; nunca tenía que hacer el esfuerzo de intentar leerlas. Pero, dado que con Adrián todo parecía funcionar de otra manera, decidió hacer la prueba. No tenía nada que perder.

Entrecerró los ojos y dejó que lo que sentía en el pecho se centrara en el chico de los bucles dorados que remataba su porción de tarta. Lo primero que encontró fue una barrera inicial de sentimientos inquietos, que era todo lo que, sin esfuerzo, podía percibir. Pero concentrándose aún más, consiguió vencerla débilmente. Le llegaban pinceladas muy ligeras de lo que Adrián sentía en esos momentos: estaba nervioso y a gusto con ella. Pero había algo más. Algo que no se alejaba tanto de lo que sentía Carlota. Adrián tenía algo que ocultar, algo que le daba miedo. Algo que le había empujado hacia ella. Intentó concentrarse un poco más...

Pero, de repente, Adrián se giró como un resorte, con la mano apoyada en el estómago y una expresión a medio camino entre asustada y enfadada en sus ojos avellana.

—¿Qué ha pasado? —preguntó.

—¿Qué ha pasado? —respondió ella, cerrando esa conexión con sus sentimientos y sintiéndose culpable de haber invadido su privacidad.

Adrián parecía confundido y, con la otra mano, se rascó la cabeza entre los rizos.

—No lo sé, he sentido algo extraño...

—¿El qué? —preguntó ella, nerviosa y ansiosa. Nadie había notado su poder antes. ¿Por qué era Adrián diferente?

Adrián guardó unos segundos de silencio. Luego, pareció darse cuenta de que todavía tenía la mano en el estómago y la retiró, esbozando una media sonrisa.

—Debe ser que me sentó algo un poco mal, ¿sabes? No ha sido nada. Creo que es mejor que nos vayamos, te invito —dijo Adrián.

Mientras él pedía la cuenta y abría su cartera marrón, Carlota lo observó. Sabía que mentía. El aura que percibía de Adrián se tornó más oscura, indicando que él sabía que ella no le creía.

Nota de la autora:

Kaya es uno de mis personajes favoritos de esta historia. ¿Qué os ha parecido?

Además, con Kaya hemos desbloqueado un nuevo signo del zodiaco... ¿sabéis lo que eso significa? 👇

Que se manifiesten aquí los Géminis ♊️

Por otro lado, ha salido también Gwen que es Capricornio así que...

Que se manifiesten aquí los Capricornio ♑️🐐

Os dejo las fichas de personaje de Kaya y Gwen:

Crispy World

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