18 - Perder la magia del momento
Al salir del Parque de Plaza de España, Carlota echó un vistazo al reloj de pulsera de Adrián. Marcaba las seis menos diez, y el horizonte, oculto entre altos edificios, aún mostraba las últimas estrellas.
Le parecía que había pasado una eternidad desde su visita al Colegio Mayor de Adrián. Los sucesos recientes la habían dejado trastornada. Apenas era consciente de todo lo que había pasado después de que los enemigos se desvanecieron en el aire. Perturbada tras volver a ver a Taylor al borde de la muerte, y de observar a Lucas y Gwen trabajando codo a codo, apenas escuchó las palabras atropelladas que Adrián había dirigido al resto: contó brevemente lo que sabía y propuso volver a verse.
Carlota tuvo nociones de la ambulancia que llegó, de los médicos de urgencias corriendo a atender a Taylor, que, gracias a Dios, había dejado de flotar. Oyó gritos y la frase de que solo podía acompañarla un familiar. Vio a Gwen y Kaya subiendo al coche, cuya sirena sonaba con furia. Escuchó el acuerdo de Lucas de ir al hospital. Y, de repente, el parque de Plaza de España se despejó, dejándola de nuevo a solas con Adrián.
Con todo el caos, poco tiempo quedaba para el amanecer de un nuevo día. El silencio incómodo entre ellos fue interrumpido por el estruendo de su estómago, que empezó a rugir escandalosamente.
—Anda, ven, alma en pena —bromeó él, mientras las últimas luces de la noche iluminaban sus rizos dorados.
Con esa costumbre que él había tomado y que a ella no le molestaba, sino todo lo contrario, la tomó de la mano. La guió por un entramado de calles que se alejaban de Plaza de España. Si Carlota no hubiese estado absorta en sus pensamientos, habría reconocido aquellas calles como las que Lucas le enseñó una vez.
Pero, tal vez para su suerte, la anestesia de los recuerdos nublaba su mente. Solo se dio cuenta de dónde estaba cuando vio ante ella la Chocolatería de San Ginés, en el pasadizo del mismo nombre. Adrián la arrastró a través de las puertas verdes del local que nunca cerraba. Las paredes verdes contrastaban con el blanco del mármol de las mesas.
Carlota observó las decenas de fotografías de personajes famosos que decoraban la pared, mientras un Adrián indeciso echaba un vistazo a su cara y hablaba con el camarero.
Pidieron unos churros con chocolate, y les dieron un ticket. Un camarero de toda la vida, con pantalón de traje y una torre de tazas en una mano, recogió el ticket. En pocos minutos, ante ellos aparecieron dos humeantes tazas de chocolate caliente y dos raciones de churros.
En cualquier otro momento del día, esos churros habrían sido testigos de un hervidero de gente disputando un lugar en las mesas del centenario local: madrileños de pura cepa, turistas tostados por el sol, jóvenes poniéndose al día en la terraza. Sin embargo, en ese momento solo estaban los madrugadores y los trasnochadores.
Carlota miró a Adrián, y él le sostuvo la mirada, con sus ojos avellana fijos en los oscuros de ella.
—¿Qué ha sido todo esto? —preguntó Carlota, casi en un susurro que se perdió en el aire.
—Ojalá lo supiéramos —respondió él—. ¿Tienes miedo?
Carlota recordó esos rostros horribles y supo que no dormiría bien en días, si es que podía dormir, sabiendo que esos dos andaban sueltos por Madrid.
—¿Y tú? —preguntó a su vez.
—Necesito encontrar al tipo del sombrero. Quiero respuestas —se limitó a contestar.
Se miraron intensamente de nuevo, y Carlota intuyó lo que Adrián iba a decir.
—Supongo que esos eran...
Carlota bajó la mirada, sin poder responder. Él debió entender su silencio, porque no continuó.
—Mi otra vida... —susurró ella.
Adrián terminó de comerse sus churros y, con ese tacto tan sensible que tenía, decidió cambiar de tema:
—Oye, Carlota, ¿alguna vez has visto el amanecer de Madrid?
Ella entrecerró los ojos, encogiéndose de hombros.
—Supongo que alguna vez volviendo de fiesta, pero con los edificios de por medio. ¿Por?
Él sonrió, y ella le devolvió la sonrisa.
—Sígueme.
Volvió a tomarla de la mano y la guió por su travesía. Dejaron atrás Ópera y la Plaza de Oriente, con sus estatuas reales, su palacio, su catedral y su teatro. Luego, la Puerta de San Vicente. Andando un poco más, llegaron a las orillas del río Manzanares.
Carlota jamás había estado por ahí. El parque Madrid Río era un espacio renovado y moderno ideal para atletas y ciclistas, con cafés, zonas deportivas e infantiles. Sin embargo, en ese tramo, el estilo era muy sobrio. Aparte del puente que cruzaban, se veía un camino casi vacío, un café cerrado con un mirador en la terraza y un paseo que bajaba al nivel de la orilla.
Se sentaron en unas escaleras que llegaban directamente al agua.
El amanecer teñía el cielo de colores rosados, y sus manos volvían a estar entrelazadas. Carlota buscó los ojos avellana de Adrián entre sus brillantes bucles dorados.
Se miraron. Carlota se acercó a él y sus rostros estaban tan próximos que podía notar su respiración.
—¿No vas a romper la magia? —preguntó, sabiendo que no debería hacerlo.
—¿Qué magia? —inquirió él.
—La magia del momento —respondió ella en un susurro—. Este es el típico momento en el que se rompe la magia: se dice algo inapropiado o se hace algo indebido. Es el momento en que un móvil suena o un coche pita. Es el clásico momento de perder el momento.
Él bajó la mirada y se alejó un poco.
—Entonces, ¿no vas a...?
No terminó la pregunta, incapaz de preguntar si iba a besarla.
—¿Quieres que lo haga? —respondió él, mirándola a los ojos oscuros.
—No lo sé. Puede que sí, puede que no. Puede que no lo sepa hasta que lo hagas.
Él la miró fijamente, estudiándola. Pasaron largos minutos sin que ninguno dijera nada mientras él pensaba. Finalmente, Adrián soltó su mano.
—Carlota, creo que me gustas. No sé qué sientes tú, si no sientes nada, o si no quieres sentir. Pero no voy a hacer un drama de esto. Este no es el momento. Como has dicho, se ha roto la magia. Y, ¿sabes qué? No pasa nada. Si algún día llega el momento, no tendré que preguntarte si quieres que te bese, y tú no tendrás que responder. Simplemente pasará. No dudaremos. Ni tú ni yo. Yo tampoco tengo claro qué quiero. Ahora podemos ser amigos, ¿vale? Hasta que llegue ese momento. Si llega, algún día.
Carlota asintió, perdiendo su mirada en el horizonte rosado.
No dejó que su postura variase ni un solo milímetro, a pesar de ese escalofrío que le subió desde la base de la espalda hasta el inicio de la cabeza. Nada alteró la expresión del rostro de la Reina de los Renegados, a pesar de que sus ojos refulgían con un brillo aún más intenso que el habitual.
Había pasado toda la noche entre los matorrales del parque de Plaza de España, observando.
Reconoció con facilidad a aquel chico rubio que seguía su pista y que la irritaba con sus investigaciones. Hacía preguntas y siempre, siempre obtenía respuestas. Procuraba tenerle vigilado y, gracias a ello, les había seguido la pista aquella noche.
Reconoció también a los amigos del rubio. Esos con los que había hablado de ella. Se morían por encontrarla, como si eso fuera a ser fácil. También descubrió algunos rostros nuevos, gente que grabó en su memoria desconfiada y siempre alerta. Y fue testigo de algo que no esperaba: más personas con poderes.
Una chica rubia y alta, de caderas anchas, parecía estar leyendo la mente de los demás, como si fuera lo más normal del mundo. Otro, moreno y con una sonrisa que no inspiraba confianza, hacía aparecer y desaparecer objetos. Ilusiones. Al menos, eso pensó Joan, mientras los observaba.
Luego estaban los otros. Los rubios de ojos rojos. Aunque era la primera vez que los veía en persona, sentía que los conocía: llevaba mucho tiempo vigilando a esos dos pares de ojos del demonio.
Al rato, llegaron otros tres, pero nada pudo la Reina intuir sobre ellos durante la batalla. Cuando los tipos de ojos rojos se fueron, los tres grupos se intercambiaron palabras primero, susurros después, tapados por el sonido de las ambulancias y los gritos de los médicos.
Poco a poco, todos se fueron. Los últimos fueron el chico de rizos dorados y la chica de ojos oscuros. En el parque solo quedaron don Quijote, Sancho Panza, Dulcinea y Cervantes.
Y Joan, la Reina de los Renegados.
Salió por fin de su escondite y se percató de que su cuerpo estaba entumecido. Sacudió los restos de arena de sus ropas viejas y, como si fuese un gato, estiró todo el cuerpo.
—Madre mía... —murmuró, apenas consciente de sus palabras.
El amanecer comenzaba a despuntar, y con la mente a mil por hora, Joan se adentró en el centro de Madrid. Vagó por las calles como si no tuviera rumbo, pero sus pies la llevaban sin pensarlo por los rincones más familiares. Cruzó la Calle de la Bola, donde ya se colaban los aromas del cocido madrileño desde el restaurante de fachada roja. Cruzó la Plaza del Biombo, a esas horas tan silenciosa que se le metía en los huesos.
Dejó atrás las impresionantes vistas de la Almudena desde la Calle Mayor, desde donde la explanada que comunicaba la catedral y el Palacio Real hacía parecer a los turistas más madrugadores pequeñas hormigas.
Desembocó en la Plaza de la Villa, con su Torre de Lujanes, la Casa de Cisneros y la Casa de la Villa, sede antigua del ayuntamiento. Se adentró en la calle de los misterios y las leyendas de miedo, la del Sacramento y, después, por las fachadas de colores de la Cava Baja.
Y, desde allí, a dos tiros de piedra, accedió de la manera más tradicional a lo que ella llamaba el Cuartel de los Renegados. Su refugio y su lugar secreto.
Fue su rostro lleno de preocupación lo primero que se encontró. Y lo único, a ser sinceros, ya que el resto de los renegados aún estaban durmiendo en sus catres. Adivinó que llevaría toda la noche allí sentado, velando por ella y maldiciéndola por no haber dejado que fuese con ella.
—¿Eran ellos? —su voz musical estaba teñida de nerviosismo.
No supo si le preguntaba por los ojos rojos o por el chico rubio y sus amigos.
—Todos ellos —le respondió Joan, con su voz ronca, rota y mal cuidada.
Él intuyó que había algo más y la miró con elocuencia.
—Y había más —confesó al fin ella, tras unos segundos de silencio—. Seis más.
Él asintió, mordiéndose el labio. Era de pocas palabras, igual que ella. Quizás por eso se entendían tan bien, aunque sus vidas hubieran sido tan distintas.
—¿Todos como nosotros? ¿Todos con poderes?
Joan asintió de nuevo. Ambos sabían lo que eso significaba. Él desvió la mirada, pensativo.
—¿Qué hacemos entonces?
Él era un renegado más. Cierto que era uno especial, pero haría lo que Joan dijese, como el resto. Ella era la Reina allí.
—Entrar en acción —clavó su mirada en la de él y supo que había entendido el mensaje.
Era hora de tomar la iniciativa.
—Volveré a hablar con los ojos rojos —dijo él antes de marcharse y ella sintió de nuevo un escalofrío.
Joan puso las manos sobre la mesa de madera que presidía el patio del cuartel y apretó tanto que sus nudillos se tornaron blancos.
Sabía qué era lo que le esperaba por delante a partir de aquel día. Y para ello necesitaba un coraje y una valentía de la que ya no se sentía dueña.
Nota de la autora:
Con este capítulo quedaría acabada la primera parte de esta novela. A partir de ahora, el ritmo cambiará un poco, ya que los personajes se han reunido y ahora tienen que conocerse. Así que aprovecho para dejar aquí una pequeña colección de las fichas de personajes que tenemos hasta ahora. Solo están a color aquellos de los cuáles conocemos su signo del zodiaco:
Por otro lado, en este capítulo, por fin, conocemos la identidad de la Reina de los Renegados, Joan. Y también sabemos que tiene un amigo especial entre sus renegados. Como siempre, me encantaría leer vuestras teorías sobre este par 👀
Finalmente... ¿habéis tenido algún momento típico de perder el momento? ¡Os leo!
Gracias por leer, ¡vota y comenta si te ha gustado el capítulo!
Crispy World
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