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Capítulo 1- Desde el principio

Todo tiene un principio: las historias como esta, los cuentos, las canciones y hasta la vida. Comenzaré por contar cómo empezó todo; cómo y por qué fue que me enamoré (perdidamente) de ese dichoso francés. Esa ruptura marcó un antes y un después en mi vida y es necesario explicar lo que pasó primero, para poder entender lo que hice luego.

Sin embargo, este no es solo el inicio de la historia. Estoy convencida de que mi vida no empezó en México cuando nací, sino en Salamanca, España, una mañana a principios del verano de 2006 cuando desperté con la canción de moda de Shakira, sonando desde mi celular.

—¡Güeeeeeey, qué emoción! ¡Ya no falta nada para vernos otra vez! —escuché gritar eufórica a mi amiga Romina al descolgar el teléfono—. ¡Ya están reservados nuestros vuelos!

Miré el reloj sobre la mesilla a un lado de mi cama que apenas marcaba las nueve de la mañana y me tallé los ojos intentando entender lo que sucedía.

Junto con su voz, un rayo de sol veraniego se colaba sin invitación por mis cortinas, rebelándose ante mis ganas de dormir. Estiré, cual gato, todas las extremidades de mi cuerpo con el fin de espabilarme, solté un pequeño gemido y le contesté con voz amodorrada:

—Hola, amiga, no me vas a despertar a esta hora todos los días, ¿verdad?

—¡Claro! ¡Tenemos que aprovechar! No vas a dormir todo el día mientras estemos de vacaciones, ¿o sí? —replicó imitando mi tono de voz.

Mi amiga la Romas llevaba tres meses (de seis planeados) backpackeando por Europa. Iba quedándose en casas de locales desconocidos que no le cobraban ni un peso por usar un sillón en su sala, el suelo o a veces, si había suerte, hasta un cuarto privado.

La primera vez que escuché lo que haría, pensé que por tacaña se metería en un problema. Con lo baratos que son los hostales en Europa, me pareció peligroso que, por ahorrarse unos pesos, se adentrara a dormir en la boca del lobo. Aunque he de confesar que también sonaba emocionante. Era una nueva red social, un proyecto llamado Couchsurfing (surfeando sofás), que te permitía conocer gente local mientras viajabas y te daba el gran beneficio de hospedarte gratis en cualquier parte del mundo, con desconocidos, pero gratis.

Siempre me ha gustado la aventura, así que cuando me habló para invitarme al mundial de fútbol en Alemania y así poder viajar juntas antes de que ella pasara por España, me pareció una idea fenomenal. Cuatro años sin verla, más de un año sin novio y dos semanas de vacaciones pendientes en mi trabajo, me facilitaron la decisión, sin olvidar que la Romas podría conseguirnos hospedaje (repito) gratis en todas las ciudades visitadas.

Nos esperaba el inicio de un verano increíble, siete largos días de desconexión con mi mundo español, mi trabajo y mi rutina. Estaba ansiosa por ver ese país que había dado vida a la segunda guerra más grande del mundo. No podía siquiera imaginar cuánta historia habría escondida detrás de cada edificio.

—No, vieja, era broma. Despiértame tempranísimo que no quiero perderme de nada. ¡Ya tengo todo listo! Y tú, ¿qué onda, ya nos conseguiste casa? —pregunté temerosa de escuchar una respuesta negativa.

—Hablé con los Anicetos y me dijeron que sin problema nos podemos quedar con ellos en Fráncfort al llegar a Alemania. Lo demás, después vemos. He mandado varias solicitudes en Couchsurfing así que tú no te preocupes —me contestó con ese entusiasmo que la caracterizaba desde los seis años.

Los Anicetos eran un grupo de amigos de la adolescencia que también estarían por allá. Mi mamá los odiaba, porque todas mis tardes y fines de semana los pasaba con ellos, en la casa, en el club o «a saber en dónde», como decía ella. Ya no eran muy cercanos, pero saber que habría más caras familiares me tranquilizaba. Todo el mundo los conocía con ese apodo, pero creo que, incluso hoy, ni siquiera ellos saben por qué.

Romina y yo nos conocimos en primero de primaria. Nos sentábamos juntas y las maestras siempre nos separaban porque no parábamos de hablar. Aún no me queda claro de qué tanto podíamos platicar con solo seis añitos. Ella tenía un grupo de amigas y yo otro, pero con el paso del tiempo nos fuimos alejando de ellas y fuimos armando el nuestro. Así, en primero de secundaria éramos ya siete amigas inseparables.

—¿Y con los Anicetos dónde? ¿Cabremos todos? —le pregunté, mientras trataba frente al espejo de acomodar mis largos rizos color chocolate, que me hacían parecer un náufrago recién levantado.

La interrogaba por seguir la plática, pues, mientras fuera gratis, a mí me daba igual dormir en el piso o en los pies de alguien.

Mi querida amiga me contó que el Kiks, uno de los Anicetos, había vivido con un alemán en Estados Unidos, Stephan se llamaba. Al saber que quince mexicanos pisaríamos tierras germanas, a Stephan le olió a fiesta y en seguida ofreció la enorme casa de sus padres para que llegáramos ahí. Conociendo nuestra reputación, le pareció una idea tan maravillosa que invitó además a todos sus amigos de las áreas circundantes para que se unieran a esta celebración.

                                                                                           ❤

Conseguí un «vuelo a precio de taxi», de esos súper incómodos que te dejan en un aeropuerto que parece más cerca de tu casa que del destino visitado. Al llegar a Fráncfort tomé un tren directo hasta Kelkheim, donde me esperaba Romina y la hospitalidad alemana.

Ese viaje me quitó de un vistazo los estereotipos que tenía de un país gris y triste que había visto retratado en películas de guerra. Para mi sorpresa, un paisaje lleno de colores, campos enormes y abiertos, cubiertos de un pasto verde y cortado con una simetría perfecta, pasaba por mi ventana recordándome las vistas de Escocia.

Vi pasar frente a mí algunas vacas y borregos pastando y me alegré al saber que se aproximaban unos días en los que estaría rodeada de naturaleza.

Sentía que olía el aire fresco con aroma floral y aunque no era posible escuchar nada desde el vagón, podía imaginarme el sonido de las campanas de las vacas al pastar. Siendo toda una chica de ciudad, esa imagen me hizo sentir como Heidi, la niña de las praderas. Se me antojaba salir del tren, correr por el pasto, tirarme de espaldas entre las flores como si estuvieran acolchonadas y revolcar mi cuerpo gritando «¡oloréoloréoloréjijíoejijíoejijí!».

Llegué con facilidad a la gran fiesta, no me costó trabajo encontrar la casa pues se escuchaba música desde lo lejos y me dejé llevar siguiendo el olor de carne a la parrilla.

Entré al jardín, con timidez en la mirada y mi backpack en la espalda, buscando alguna cara conocida. Con gran alegría vi a mi amiga saltar desde lo lejos. Comenzó a acercarse corriendo y esquivando a toda la gente. Pude ver su pelo liso casi negro moverse hacia los lados mientras corría hacia mí. Intenté hacer lo mismo, pero el peso de mi estorbosa mochila entorpeció mis pasos. Me la quité de los hombros y apenas tuve tiempo suficiente para recibirla volando hacia mis brazos. Sentí que mis ojos se llenaban de lágrimas de emoción y no me sorprendí al sentir el rostro mojado de mi Romis también.

—¡Mi Alex! ¡No puedo creer que estemos juntas en Europa! —Se soltó del abrazo, saltó y aplaudió con rapidez.

Casi todo el que me conocía me apodaba Alex. Aunque siempre he sido muy femenina y suelo vestir con estilo, mis amigos decían que mi actitud era la de un niño más, pues cuando estaba con ellos me transformaba. No me asustaban sus historias guarras y sabían que, si estaba yo, podían platicar de lo que fuera y ver cualquier programa de televisión, incluyendo esos llenos de vulgaridades que hacían que el resto de mis amigas saliera corriendo. Digamos que solo me faltaba escupir al suelo y rascarme mis partes íntimas cuando estaba con ellos.

Estar con Romina en Alemania era como un sueño, no podía creer que hubiera pasado tanto tiempo sin verla. De niñas éramos inseparables. Hasta hicimos un juramento de sangre prometiendo estar siempre juntas. ¡Tan inocentes!

Después de ponernos al día, sin mucho detalle, me llevó a conocer al anfitrión. Apenas era mediodía y Stephan nos esperaba ya con salchichas enormes en la parrilla y una cantidad incontable de cervezas alemanas bien «muertas». Nunca antes había visto tanta comida y cerveza en una fiesta casera, y cabe mencionar que la adolescencia y gran parte de mi vida adulta, la pasé bailando de fiesta en fiesta.

Había pocas personas, los mexicanos estaban por llegar y los demás invitados iban apareciendo a cuenta gotas. Era viernes y muchos de ellos —como los franceses— se unirían a la fiesta al salir del trabajo para pasar el fin de semana comiendo salchichas, bebiendo cerveza y viendo el fútbol.

Por más masculino que sonara el fin de semana, Romas y yo estábamos tan emocionadas, que parecíamos niñas de siete años a punto de conocer a Mickey Mouse en Disneylandia.

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