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Capítulo 7- Charla informal

Después de ver cómo me avergonzaba por segunda vez en un rato, André tuvo un poco de misericordia y dejó de observarme y sonreír de esa forma tan particular en que lo hacía. Se mostró interesado en conocer la historia de Snow, y se apenó al enterarse del estado en el que yo lo había encontrado:

—¡Pobrecito...! Vaya a saber las penurias por las que habrá pasado. Por suerte apareciste para salvarlo —Cuando me miró volvió a hacer otro de sus perturbadores gestos, pero por suerte volvió a fijar su vista en Snow.

—La verdad es que me asombró bastante —admití, tratando de permanecer sereno ante ese bombardeo de carisma—. Es un gato extraño: parece bastante inteligente y está bien educado. Se nota que no es un animal callejero.

—Tal vez se perdió —me respondió André, sin dejar de mirarlo, para mi suerte—. ¿No intentaste buscar a sus dueños?

—Lo llevé a una veterinaria, precisamente de donde veníamos ahora. Pero no tiene chip...

Seguimos hablando otro poco del gato, y de pronto algo me dijo que ya no hablábamos de él sino de nosotros. Las sonrisas seductoras de André habían vuelto, y también mi verguenza junto con un poco de incomodidad.

No era el momento, pero tenía una pregunta que hacerle: a pesar de que me avergonzaba bastante, decidí juntar coraje y lanzarle a bocajarro:

—El último día que fuiste a la cafetería, mi compañera te llevó el pedido que me hiciste a mí. Espero que eso no te haya molestado, pero Erika insistió...

Después de que dije esas palabras me arrepentí, porque a pesar de que creí que iba a lograr hacerlo entender que era Erika, y no yo, la persona que estaba interesada en él, fue peor: André dejó de prestarle la poca atención que le estaba dando a Snow para concentrarse en mi persona, y su respuesta fue bastante sincera y directa:

—Pensé que te habías dado cuenta de que iba a la cafetería porque deseaba hablar contigo y no con tu compañera.

Nunca vi venir eso: era una confesión en toda regla. El semblante de André se había puesto tan serio como aquella vez en que salió de la cafetería, y me lanzó una mirada de reproche. El calor volvió a subir a mi rostro por tercera vez. Snow me salvó: se subió a su falda y ronroneó hasta que logró hacer que sonriera de nuevo. Bendito gato.

—Fue mejor que Erika se encargara de atenderte... —le dije, sabiendo que esa frase significaba el rechazo hacia lo que él pretendía. Y se dio cuenta, porque volvió a bajar la mirada y se concentró en Snow, en silencio.

Estuvimos así unos momentos. Me sentía raro, como si hubiera roto un hechizo; como si de pronto hubiera despertado de un lindo sueño para enfrentar una realidad de cafés y sándwiches, clientes molestos, dudas existenciales y citas veterinarias. Volvía a ser el de siempre, y ya nadie me iba a mirar como André me había mirado.

—No vayas a pensar mal de mí —me soltó, de pronto—. Me gusta mucho ir a la cafetería en donde trabajás, y si, es verdad que me fijé en vos en un principio. Cuando noté que te avergonzaste pensé que tal vez... —Pareció titubear mientras me miraba con timidez—, pero lo último que quiero es incomodarte.

—Lo siento... —le respondí, no muy convencido. Noté que parecía retraerse a medida de que se daba cuenta de que yo no era lo que esperaba. Mejor así: aunque no podía menos que admitir que André era encantador, a mí me gustaban las mujeres.

Nuestra conversación se fue hacia las vivencias personales, y entre sorbo y sorbo del segundo café él se enteró de mi afición por la música y mi indecisión acerca de mis estudios, y yo me enteré de que él estaba al frente de un negocio familiar: sus padres habían fallecido y era hijo único.

—Antiguedades —me explicó—. El negocio de las antiguedades viene de la época de mis abuelos, y mi padre me enseñó todo lo que sabía.

—¿Qué es lo que más te gusta de las cosas que vendés? —le pregunté.

—Los libros —me respondió, sin titubear—. Tengo una buena biblioteca de libros antiguos; solo algunos están a la venta. La mayoría de los que caen en mis manos se quedan conmigo. ¿Te gusta leer?

—Si, claro. —Me había leído un montón de biografías de músicos famosos, algunos clásicos y varias novelas de moda, y mis conocimientos de literatura iban hasta ahí. Pero André, a pesar de su juventud, parecía un intelectual, y yo no quise pasar verguenza—. Pero creo que leo muchas más partituras que libros —le confesé, antes de que me hiciera una pregunta que no iba a poder responder.

Se rió de mi ocurrencia, y me comentó que tenía a la venta varias partituras antiguas. Me prometió que me las mostraría. Para ese momento nuestra incomodidad se había ido, y hasta acepté una invitación a cenar:

—¿Como amigos, no? —le pregunté, casi en broma.

—Como amigos —me respondió, y me lanzó la más encantadora de sus sonrisas. 

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