Capítulo 5- Verguenza y galletas de canela
Descubrir que los ojos de otro hombre me habían quitado el aliento fue un descubrimiento, en principio, desagradable: yo no era del tipo que renegaba de la diversidad sexual, y en mi país esas cosas se veían con naturalidad. Pero yo estaba seguro, o por lo menos lo había estado hasta ese momento, de que me gustaban las mujeres. Pero esos ojos y esa sonrisa...
—¿Qué te pasa, Daniel? ¿Te dio hambre? Tenés cara de que se te antojó algo... —Mi querida compañera, siempre tan metida, interrumpió mis pensamientos.
—No se me antojó nada —repliqué, bastante serio, a ver si se daba cuenta de que no quería hablarle. Si se dio cuenta o no, no se dio por aludida:
—¿Entonces en qué pensás, si se puede saber? —intentó averiguar, a pesar de mi cara de pocos amigos.
—No se puede —le respondí, bastante fastidiado. No estaba en posición de responder preguntas incómodas, y menos a ella, que de seguro le iba a contar a media cafetería cualquier cosa que le dijese.
Se ofendió conmigo: sacudió su cabello con altanería y después se fue a la cocina.
«Mejor así... Que me deje en paz por un rato», pensé. Erika no era mala, y tal vez yo estaba siendo injusto con ella, pero en ese momento no tenía un impulso generoso ni ganas de ser justo con nadie: solo quería que me dejaran en paz con mis pensamientos y con el recuerdo de aquellos ojos. Después de un rato pude volver en mí, y recordé que debía comprar un paquete de comida para el gato. Si no lo hacía, seguramente el nuevo dueño de mi vida no me dejaría dormir en paz.
***
Como prometió, ese misterioso hombre volvió a la cafetería todos y cada uno de los días durante el resto de la semana, y me dedicó miradas profundas y sonrisas perturbadoras cada vez que yo me atreví a mirarlo. No tenía a nadie con quien hablar de lo que me estaba pasando, salvo con mi gato, que se acomodaba a mi lado cuando yo volvía a casa por las noches, y con toda la paciencia del mundo soportaba mis peroratas y mis ataques de nervios. A pesar de que ya era mi confidente y que de a poco dejé de pensar en regalarlo, aún no le había puesto un nombre:
—¡No sabes cómo me mira, gatito...! ¿Qué puedo hacer...? Cuando viene a la cafetería trato de que Erika lo atienda, porque estoy seguro de que si me acercara a él me volvería torpe y se me caería todo de las manos... ¡Ay, por dios! ¡Pero si a mí me gustan las mujeres!
A pesar de que estaba lleno de dudas, no me estaba negando del todo a lo que se me ofrecía. No podía dejar de mirarlo y él lo sabía, aunque nunca se acercó a mí: estaba esperando a que yo lo hiciera. Intenté evitarlo varias veces, hasta que un día quedé acorralado: Erika, que cuando lo veía entrar a la cafetería corría a atenderlo primero, estaba ocupada con un cliente molesto que le reclamaba vaya a saber que tontería, cuando justo entró él y se sentó en una de las mesas cercanas a la ventana, sus preferidas. No había nadie más que yo para atenderlo, y tuve que acercarme a su mesa:
—Buenas tardes... señor. ¿Qué se va a servir? —le pregunté, con una voz horrible: ronca y casi tartamuda. «Qué estúpido soy», pensé, molesto. «¡Controlate, Daniel!». Pero su mirada risueña y su voz no me ayudaron en lo más mínimo:
—Qué formal... Somos casi de la misma edad —me dijo, con una ligera ironía y una entonación perfecta. Esa voz... Grave pero llena de matices suaves. ¡Maldición!
—Lo siento...
—...André. Mi nombre es André Vermont. ¿El tuyo? —me preguntó. Solo me había acercado a él para tomar su orden, y ni siquiera estábamos hablando de presentaciones. De repente me sentí incómodo, y debí haber puesto una cara rara porque dejó de mirarme. Se había dado cuenta—. Lo siento... No deseo molestarte con preguntas personales.
Repentinamente serio, se puso a ojear la carta, cuando en un impulso le respondí:
—Daniel Correa... Mi nombre es Daniel Correa...
—Daniel Correa... Encantado de conocerte —Su sonrisa volvió, y sus ojos volvieron a perderse en los míos—. ¿Las galletas de canela son ricas?
«¿Eh? ¿Qué galletas de canela?» pensé, y luego recordé la orden:
—S..Sí —«¡Concéntrate, Daniel!»— Muy ricas...
—Excelente. Entonces te voy a pedir unas galletas y un latte.
—Enseguida, señor...
—André... solo André...
—Sí, lo siento. —«Deja de mirarme así...»—. Enseguida, André...
Huí de su mesa después de recibir la sonrisa más seductora del mundo, seguro de que todos los colores se habían subido otra vez a mi cara. «¡Qué vergüenza...!», pensé.
—¡Yo le llevo el pedido! —exclamó Erika, que había podido zafar del cliente molesto justo en el momento en que yo estaba preparando las galletas de canela y el latte. Me nació un sentimiento de rebeldía:
—No. Yo tomé el pedido y yo se lo voy a llevar —le respondí, con la misma cara de pocos amigos.
—¡Vamos, Daniel! —me rogó ella, y volvió a tironear de la bandeja para quitármela de las manos. Tal vez mis dudas aún eran demasiadas, porque después de un poco de esfuerzo mi compañera logró tomarla. Juraría que a pesar de su amabilidad hacia ella, André tenía un gesto de desilusión cuando la vio llevando su pedido. Después de eso, ya no volvió a mirarme. Se comió sus galletas con un gesto indiferente, como si no le hubieran gustado, y se tomó su latte con prisas; le pagó a Erika sin sonreírle, y tampoco me saludó a mí cuando se fue.
—Qué raro... ¿Qué le habrá pasado? —preguntó mi compañera, extrañada.
Yo no pude responderle: tenía un nudo en la garganta.
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