Capítulo 35- Realidad
Laura con el celular, y yo con el teléfono fijo, nos comunicábamos con policía, hospitales, y cualquier lugar en donde André pudiera estar; después de escuchar la confesión de Martín, él había salido huyendo de mi casa:
"Nada es lo que parece", le había dicho ese hombre perverso, y después le confesó, casi como si le estuviera diciendo algo gracioso, que él nunca fue el hombre del siglo diecinueve, sino la chica que había muerto por su propia mano.
André se tambaleó y yo lo sujeté, pero él siguió preguntando; tenía que saberlo todo:
—Pero, ¿por qué me hiciste ésto…?
Martín esbozó una risita irónica, y después miró a Snow:
—¿Ya no te acordás de mí, gatito…? Vivías como un rey en mi casa, y hasta me hice una foto contigo, la foto que después usaron en mi biografía…
Se me fue el aire: Martín era el espíritu del hombre del siglo diecinueve, y había tomado a André, el espíritu de la chica que había muerto por su culpa, para castigarlo:
—Pero, ¿por qué…? —alcancé a decir mientras sostenía a André, que se había quedado helado. Laura y Mercedes soltaron a Snow para abrazarse una a la otra.
—No lo entendés, ¿verdad, Daniel? Vos estás vivo y no tenés que entender nada de estas cosas, ¡pero por culpa de él yo estoy condenado! —exclamó Martín, mientras levantaba un dedo acusador hacia André—. ¡¿Tenías que acabar con tu vida, maldita desgraciada?!
—Pero yo… Yo no recuerdo… —susurró André.
Martín se acercó a nosotros, y yo quise ponerme en el medio, pero André me empujó a un costado. En ese momento fue alcanzado por los dedos de mi ex asistente, que casi se clavaron en su frente. Sentí la vibración de algo que parecía un relámpago, y me fui hacia atrás. Caí al suelo.
—Ahora vas a recordar todo. —Martín lanzó una sonora carcajada, y André dio un grito que me congeló la sangre, luego salió huyendo y se fue directo al garaje, de donde sacó mi auto y se perdió de vista, a toda velocidad. En la confusión, Martín también escapó.
Al día siguiente recibí la llamada de la policía de Maldonado, una ciudad costera alejada de Montevideo. Allí, abandonado, habían encontrado mi auto.
***
Fanny me llevó al lugar que la policía me indicó: al costado de la carretera, unos kilómetros antes de llegar a la ciudad de Maldonado, estaba mi auto sobre la banquina, casi metido en una cuneta. Se le había acabado el combustible.
Yo había tenido la precaución de llevar un juego de llaves extras y, con el permiso del policía que lo estaba vigilando, lo abrí. Adentro, sobre el asiento del conductor, había un papel.
—Solo puede abrir el auto, pero no toque nada hasta que venga la policía técnica y extraiga las huellas —me dijo el policía, con voz autoritaria. Pero yo no le hice caso y me apoderé del papel—. ¡¿Qué hace?! —me gritó—. ¡Eso es evidencia! ¡No puede tocarla!
Le di la espalda y desdoblé el papel, que casi no pude leer porque las manos me temblaban:
«Daniel: Martín me devolvió mis recuerdos. Yo era una chica pobre que trabajaba en la fábrica textil, para ayudar a mi familia, hasta que él se cruzó en mi camino. Era tan encantador y yo era tan inocente, que me enamoré de él y cedí a todo lo que me pidió. Por supuesto que después me abandonó y su padre me despidió de la fábrica. En mi casa se enteraron de todo, y me echaron a la calle. No tenía futuro, y al final tomé una decisión espantosa.
Yo nunca debí haber vuelto al mundo de los vivos, pero Martín me buscó para vengarse. Pronto va a irse a donde merece, pero yo también tendré que irme. Lo siento mucho, Daniel. Espero que guardes los mejores recuerdos de lo que vivimos, y te pido que sigas adelante con tu vida y tu carrera…».
Ya no podía ver las letras: las lágrimas no me lo permitían; pero no necesitaba leer el resto de esa carta: todo había terminado.
—Daniel… —me dijo Fanny, mientras apoyaba una mano en mi hombro—, lo siento tanto…
—Tiene que dejar ese papel donde lo encontró. —La voz autoritaria del policía chocó contra mis oídos—. Es evidencia.
Lo mandé al diablo con palabras nada sutiles; ese papel era mío, y nadie más que yo iba a leerlo. Fanny se disculpó con el uniformado mientras corría tras de mí, hacia su auto:
—Si André siguió caminando, debe haber llegado a Maldonado. Vamos a buscar allá.
—¡Pero Maldonado es enorme! —exclamó Fanny, alarmada—. ¿No será mejor dejar que la policía lo busque?
Sacudí la carta delante de su cara:
—¡¿No entendés que se va a ir para siempre?! ¡Tengo que encontrarlo para despedirme de él!
—André no está en Maldonado. —La voz de Fanny había cambiado de golpe: me observó con una expresión serena y triste—. Si querés despedirte de él, yo te voy a llevar a donde está.
Me quedé mirándola; una horrorosa sospecha tomó forma en mi cabeza:
—¿Qué querés decir? ¿Cómo sabes dónde está André?
—Calmate Daniel. Yo solo estoy aquí para protegerte…
Arrancó el auto y dio la vuelta para volver hacia Montevideo. No me habló en todo el camino, y yo, cada vez más seguro de que esa no era Fanny, tampoco quise hablarle. Mi mente ideó un plan para no perder a André. Un plan riesgoso, pero el único que se me ocurrió.
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