Capítulo 34- Nuestro tiempo
Los meses pasaron y Martín Darco no volvió a aparecer. La policía siguió buscándolo, pero no lo encontraron en el país. Lo más probable era que hubiese atravesado los campos que hacían de frontera seca con Brasil, o cruzado en bote el río Uruguay por algún lugar alejado de las ciudades, para perderse en Argentina. Había un pedido de captura internacional contra él, y en cualquier momento iban a atraparlo.
Una sensación nueva de seguridad me tranquilizó, y comencé a pensar en mi carrera. Con André a mi lado hice planes; quería que viviéramos nuestras vidas al máximo:
—André, Laura me trajo ésto… —Le extendí la invitación que me hacía una prestigiosa orquesta de cámara. Su director planeaba hacer, conmigo como su músico principal, una gira por varios países de América—. ¿Qué te parece?
En sus ojos pude ver un destello de pánico: habíamos hablado de nuestro futuro, pero él no estaba seguro de qué hacer, aunque me había incentivado a que yo retomara mi carrera. Tal vez pensó que no iba a alejarme de Uruguay.
—No sé… —me respondió, indeciso—. ¿Y qué pasa si aparece Martín?
—Voy a contratar a dos guardaespaldas —le informé—. Nos van a cuidar; quedate tranquilo. Ese tipo no va a acercarse a nosotros.
Él se tranquilizó cuando vio a mis custodios, dos ursos que parecía que iban a detener un balazo con los dientes y, unos días después, emprendimos ese viaje en el que yo debía trabajar, pero también planeaba pasear y divertirme; André y yo lo merecíamos, después de tanta desdicha. Snow se quedó con Mercedes y Laura, que lo iban a consentir hasta dejarlo hecho un malcriado.
Me sentía agradecido: tenía al amor de mi vida a mi lado, y también amigos sinceros: la siempre fiel Mercedes, la tenaz Laura, Fanny y su solidaridad inquebrantable. No podía pedirle más a la vida.
Los siguientes fueron meses de felicidad plena: André y yo no nos separamos en ningún momento. Mi trabajo, entre las presentaciones y los ensayos, era arduo, pero él siempre estaba cerca, bien en un rincón, escuchando mientras yo practicaba con la orquesta, o tras bambalinas durante las presentaciones.
Yo aprendí a disfrutar de mi tiempo libre: me seguía gustando la gente; recorrer las calles de las principales capitales de América, sumergiéndome en ese bullicio que no disfrutaba desde hacía mucho, siempre de la mano de André.
Él me enseñó a ver con otros ojos los edificios antiguos, descubrir su arquitectura y los elaborados trabajos de sus fachadas; paseamos por plazas y parques, vimos toda clase de monumentos; entré a librerías en donde él se perdió revisando todo y comprando lo que más le gustaba. Yo me reí de él, seguro de que íbamos a tener que conseguir un par de maletas extra y pagar una fortuna por exceso de equipaje para llevar todos los libros que se estaba llevando, y de que tendríamos que mandar hacer otra estantería para la biblioteca.
Cuando la gira terminó y todos los integrantes de la orquesta volvieron a Montevideo, yo tenía una sorpresa para él:
—Todavía nos queda algo que hacer. —Le extendí unos pasajes de avión. Había decidido que pasáramos dos semanas en Bariloche. Me miró, encantado:
—¿Te dije que me encanta la nieve? —Su gran sonrisa y su mirada llena de chispas me alegró el día: íbamos a esquiar y a disfrutar de los paisajes nevados, pero también íbamos a vivir noches intensas frente a una fogata, con unas copas de buen vino argentino y con la nieve arremolinándose afuera: un escenario perfecto para el romance.
***
—¿Te gusta este restaurante, amor? —Bien abrigados y tiritando en el helado clima de Bariloche, nos habíamos dedicado a nuestra antigua afición de buscar restaurantes internacionales para cenar. Encontramos uno de comida tailandesa, y por fin entramos al ambiente tibio y acogedor, en donde nos rodeó el aroma del curry y el jengibre.
—Excelente… —le aseguré, y lo vi sonreír, complacido—. Me encanta.
Por supuesto que me contó un par de anécdotas sobre algún suceso histórico de Tailandia. Tenía una forma única de relatarlas: transformaba cualquier tema en una historia ágil y divertida. Se me ocurrió que podía escribir, pero se rió cuando le hice la sugerencia:
—Me gusta mucho leer, pero no sé si me atrevería a escribir algo… —me dijo.
—Intentalo, amor —le respondí, para animarlo—. Tal vez puedas volcar tus conocimientos acerca de las antiguedades, aparte de recopilar todas esas anécdotas tan lindas que recordás.
No le desagradó del todo mi idea, aunque volvió a asegurarme que jamás había escrito nada, y que no sabía hacerlo. Pero él sí había escrito las reseñas en los libros, y las cartas que me había enviado. Cuando se lo recordé, hizo un gesto de asentimiento:
—Tal vez cuando vuelva pueda intentarlo...
***
Nuestro tiempo de vacaciones se terminó, y tuvimos que volver a la realidad de armar nuestras maletas para volver a Uruguay. Nos reímos mucho porque, como suponía, habíamos tenido que comprar una más para los libros.
El viaje fue tranquilo, y cuando entramos a mi casa de la playa, riendo por tonterías, nos encontramos con una sorpresa: en el living, sobre el sillón grande, Mercedes y Laura tenían a Snow entre las dos, como si intentaran protegerlo. Sobre uno de los sofás, en una posición cómoda y relajada, estaba Martín Darco.
—Al fin llegaron —nos dijo, con tono alegre.
Yo había cometido la tontería de cancelar los servicios de mis guardaespaldas antes de ir a Bariloche, y el detalle de que había dejado desprotegido a André me puso histérico:
—¡¿Qué mierda hacés acá?! —le grité a Martín, y André tuvo que sujetarme porque lo único que yo quería era saltarle al cuello y apretárselo hasta que se le borrara la sonrisa.
—Estaba conversando con tu asistente —me respondió, con un tono sarcástico, al tiempo que señalaba a Laura—. Es bastante simpática.
—¡Cállese! —Laura también estaba furiosa. Mercedes miraba a Martín con los ojos desorbitados por el miedo, y Snow siseaba ante cualquiera de sus movimientos. De pronto mi antiguo asistente se fijó en André:
—¿Sabés? —le dijo, con una sonrisa irónica—. Hay tantas cosas que nunca te dije…
Tuve un mal presentimiento: la cara de Martín indicaba que tenía una carta de triunfo. Quise hacer que se callara, pero André me detuvo:
—Dejalo hablar, Daniel —me dijo.
—¿Creíste que fue casualidad todo lo que pasó con nosotros? —Martín tenía un brillo extraño en los ojos, y yo sentí que me estaban por dar un mazazo—. Por supuesto que no lo fue…
—¿Qué estás diciendo…? —musitó André.
—Que entre nosotros nada es lo que parece…
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