Capítulo 29- Visita inesperada
Contra todos los pronósticos, Laura volvió al día siguiente. Estaba un poco más tranquila y hasta con cierta curiosidad por seguir investigando. Me pidió permiso para llevarse al jardín la biografía del hombre del siglo diecinueve y, con Snow a su lado, que después de intentar asustarla un par de veces, sin éxito, se echó a dormir la siesta a sus pies, ya no le hizo caso a nadie mientras pasaba página tras página. No sé por qué me puso nervioso su actitud: sentía que era como un volcán dormido, juntando presión mientras leía, y que en cualquier momento iba a explotar sobre mí, arrasando con todo. Cuando cerró el libro y se levantó yo salté como si hubiera visto la explosión de lava y cenizas elevándose metros por el aire, a pesar de que no había transcurrido el tiempo suficiente para que ella lo leyera todo. Se quedó mirando al vacío como si estuviera ordenando sus ideas, y luego entró a mi casa con el libro abajo del brazo y Snow detrás, que la seguía a la carrera, lleno de energía después de su siesta.
—Parece que ese hombre fue muy importante —me dijo, cuando se acercó a mí. Noté el sarcasmo en su voz, como si no le hubiera gustado enterarse de que André había tenido una buena vida—. Estuve buscando la parte donde se habla de la chica que falleció por su culpa, pero no se habla de ella.
Eso era verdad: la biografía era una de esas autorizadas, en las que un escritor lamebotas se dedicó a ensalzar las virtudes de la persona que había sido André en vida. Yo no quería recordar la lectura de ese libro; ese hombre nefasto, capaz de levantar una empresa y llenarse de dinero a costa del trabajo insalubre y mal pago de sus empleados, no era el André que conocía. Para mí no podía ser el mismo, capaz de engañar a una chica y orillarla a su destrucción. Mientras mi cabeza comenzaba a martillar escuché el resto de la frase de Laura:
—Con los datos de fechas y del lugar en donde trabajó, no se me va a hacer difícil averiguar quién fue esa chica.
—¿Cómo…? —Entre el asombro y el dolor no pude entender su última frase.
—¿Acaso no quiere encontrar a André? —me preguntó a su vez, con el rostro endurecido—. Si la busco a ella, también puedo encontrarlo a él. —Se puso reflexiva—. Hay algo raro en esta historia. Algo que no cuadra. Creo que usted fue engañado, señor Correa…
—¿Engañado? Pero, ¿por quién? —La migraña me estaba matando, pero igual iba a defender la memoria de André de los ataques de mi asistente. Pero ella se encogió de hombros:
—Aún no lo sé. —me respondió—, pero alguien le mintió; eso es seguro.
***
Estaba nervioso y agotado, y lo único que deseaba era dormir:
—Si querés podés irte a tu casa más temprano, Laura. Me duele mucho la cabeza, y no creo que haga nada más por el resto del día.
—¿Piensa leer las cartas y las reseñas de André Vermont, señor Correa? —me preguntó ella. Le dije que no: al menos hasta el día siguiente no quería saber nada de nada, y accedí a que se los llevara a su casa, cuando me lo pidió. Era preferible no verla leer, así no me ponía más nervioso.
Cuando me acosté, el sol aún no se había puesto. Estaba tan cansado que ni siquiera tomé los sedantes que Mercedes me había dejado sobre la mesa de luz. Snow, solidario a la hora de dormir, se metió en la cama conmigo.
Desperté a las cinco de la mañana: Snow ni se había movido; estaba tan dormido que no reaccionó cuando prendí la luz ni cuando me levanté. El espejo del baño me devolvió una imagen fatal: los pelos desordenados, la barba crecida, y unas bolsas negras debajo de los ojos. Metí las manos bajo el chorro helado de la canilla y me mojé la cara, como si eso fuera a borrar el aspecto horrible que tenía. Snow se había despertado y comenzó a maullar y a rascar la puerta del baño, como hacía cada vez que me encerraba y lo dejaba afuera.
—¿Qué te pasa…? —le pregunté, fastidiado, a través de la puerta. Esperaba que Mercedes le hubiera dejado su plato lleno de comida; yo solo quería volver a la cama. Pero Snow siguió maullando cada vez más fuerte, y cuando salí corrió hacia la ventana del dormitorio, que daba al jardín.
«Este gato tonto», pensé. «Lo único que le falta es querer salir a éstas horas». Me asomé a la ventana: en la vereda, junto al portón de entrada, alcancé a ver una silueta apenas iluminada por los focos de la calle. Lo reconocí enseguida: era Martín Darco.
***
Sentado en mi cocina y abrazado al traidor de Snow, que le hacía toda clase de demostraciones de afecto, Martín tomaba una taza de café que él mismo había tenido el atrevimiento de servirse; Mercedes aún no se había levantado.
—¿Por qué volviste, desgraciado? —le dije en voz baja. Tenía unas ganas tremendas de golpearlo hasta borrarle la sonrisa, pero no quería despertar a mi ama de llaves y dar explicaciones enojosas.
—No sé por qué me recibís tan mal, Daniel —me respondió mientras hacía un falso gesto de tristeza—. André desapareció de nuevo, y quiero que me ayudes a buscarlo. Vas a poder verlo otra vez. ¿No es genial? —terminó, volviendo a fingir entusiasmo. Tendría que haberlo echado a patadas, pero era la única conexión que tenía con André. Decidí seguirle el juego:
—Está bien. Te voy a ayudar, pero primero le voy a dejar una nota a Mercedes para avisarle que me voy a ausentar por unos días.
—¡Seguro! No hay problema —me respondió, alegre como si nos fuéramos de vacaciones—. Decile que te vas por una semana. Te convendría llevar algo de ropa, ¿no?. Yo voy por el transportín de Snow.
Me quedé frío: ¿por qué se llevaba a mi gato?
—No te preocupes —me dijo, y sus ojos se volvieron como acero helado mirando a Snow, que aún buscaba sus manos para rozarse con mimo contra ellas—. Si hacés todo lo que te diga, no le va a pasar nada.
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