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Capítulo 26- Esconderse y huir

Debía manejar a toda prisa, salir de la estancia y alejarme de ese pueblo rumbo a alguna ciudad grande. No quería mirar a André, aunque sentía sus intensos ojos fijos en mi cara: si lo miraba iba a detener el auto para volver a sus brazos.

En una ciudad cualquiera, varias horas después, nos registramos en un hotel y le di algo de mi ropa para que se cambiara. Era él, pero ya no lucía igual a aquel muchacho de la cafetería: había madurado y se veía de mi edad. Pero su mirada, esa que me había hecho ruborizar y huir tantas veces, era la misma.

Lo puso mal saber todo lo que había ocurrido en su ausencia, y ver en mi brazo la clara señal de que esos seres nefastos, que ahora nos perseguían, no estaban jugando:

—Pero... ¿por qué...? —susurró. Yo tampoco entendía lo que estaba ocurriendo, y sentí un mazazo en el pecho cuando vi sus ojos llenos de lágrimas:

—No llores..., por favor... —Volví a abrazarlo, y la sensación cálida de sus brazos, que se apretaron en mi espalda, volvió a alcanzarme. Sentía que nuestros días juntos estaban contados: en cualquier momento el que me había enviado la carta iba a encontrarnos; tal vez se vengaría de mí por intentar engañarlo, o tal vez iba a borrar los recuerdos de André para siempre. No sabía qué iba a ser de nosotros, pero en ese momento no me importaba nada: si lo que nos unía iba a terminarse pronto, y nunca más íbamos a vernos, debía dejar mis prejuicios atrás y enfrentarme con mis sentimientos.

André me abrazó con la delicadeza de quien pasa sus dedos por una porcelana antigua y frágil. Yo sentía en los oídos los latidos de mi corazón, pero respondí a su abrazo: deseaba refugiarme en su pecho y sentir el calor de ese cuerpo sin el cual me había sentido solo tantas veces, y por el que sabía que me iba a sentir aún más solo en el futuro. No tenía que pensar, solo dejarme llevar: él besó mi mejilla como estudiando si podía acercarse y yo, que estaba ebrio por el aroma de su piel, le ofrecí mi boca. Nunca había sentido tantas cosas en un beso: el mismo vértigo que daba una montaña rusa; la misma sed que daba ver a alguien tomando una bebida helada en una tarde de verano; la misma dulzura del aire cargado de aroma a flores. Después sentí osadas caricias, lujuria y un deseo nuevo e irrefrenable.

¿En qué momento pensé que iba a poder vivir sin su cuerpo desnudo unido al mío? Perdí la cuenta de las veces que le dije que lo amaba, pero puedo recordar casi en su totalidad las cosas que él me dijo: ¿que también me amaba...? Un millón de veces. ¿Que iba a volver a buscarme en donde estuviera? Otras tantas. ¿Que pasara lo que pasara con su vida, jamás me iba a olvidar? También. Y ante cada una de sus palabras yo, que tenía muchas menos esperanzas que él, le prometí que nunca iba a olvidarlo.

                                                                                   ***

Huimos por el mundo: a veces viajábamos en diferentes aviones y nos registramos en distintos hoteles, con una mezcla de felicidad y paranoia, pero intentando vivir al máximo. Ni siquiera fui a un médico por mi brazo: después de que transcurrieron las cinco semanas André me ayudó a cortar el yeso. Para mi fortuna no había sufrido lesiones permanentes. Algún día, si mi vida volvía a ser normal, podría tocar de nuevo el oboe.

Una mañana lo dejé en la cama de uno de nuestros tantos hoteles, dormido. Le di un beso, que me correspondió sin abrir los ojos, y luego volvió a dormirse con una sonrisa en los labios. Yo debía salir a hacer unas compras, y le prometí que desayunaría con él. Volví lo más rápido que pude: ya extrañaba tenerlo otra vez conmigo.

Pero en la puerta del hotel me llevé la peor sorpresa de mi vida: allí estaba Martín Darco, mi asistente. Cuando me vio me lanzó una sonrisa irónica, y yo entendí todo: había tenido al enemigo todo el tiempo en mi propia casa:

—¡No te acerques a él! —alcancé a gritar antes de verlo desaparecer en el aire. Corrí a la habitación, pero André también había desaparecido. Me quedé solo, con el aroma de su piel prendido a las sábanas que abracé con desesperación; en un segundo todos mis miedos se habían hecho realidad.

                                                                                           ***

Lo único que podía hacer era volver a Uruguay, a mi casa junto al mar, y pensar en una nueva forma de encontrar a André y terminar con toda esa locura. Recuperé a Snow, que se puso feliz de verme y de volver a su casa, y llamé a Mercedes, que también me esperaba con impaciencia. Mis habilidades para tocar el oboe parecían intactas, como si aquel espíritu que jugaba con mi cordura hubiera querido que siguiera adelante con mi vida.

Los libros estaban llenos de polvo, y me dediqué a sacarlos uno por uno para limpiarlos. Snow, que no se despegaba de mi lado a pesar de sus estornudos, maulló con suavidad y se subió a mi regazo, como ensayando una forma de consuelo. No podía llorar ni lamentarme: solo confiar en que podía revertir el destino de André.

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