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Capítulo 20- Cambio de ambiente

Snow era un gatito normal: como buen cachorro, se dedicó a romper y rasguñar todo lo que estaba a su alcance a pesar de la montaña de juguetes que le compré, movido por la emoción de tenerlo otra vez conmigo. Odió las citas con el veterinario desde el primer día, y por desgracia también odió el agua: luego de un intento por bañarlo, en el que Margaret y yo quedamos llenos de arañazos, decidimos que con un talco para baño en seco y un buen cepillado, alcanzaría.

Tenerlo conmigo me trajo una inmensa alegría, a pesar de saber que iba a vivir el tiempo normal de los gatos en vez de la cantidad de años que había existido como un ser mágico. De André no supe más nada; tenía una leve esperanza de que lo hubieran perdonado y le permitieran volver, pero los meses pasaron, derrumbando mis ilusiones.

Ya estaba cansado de vivir en Londres; de a poco me ganó la ilusión de volver a Uruguay, de caminar por mi ciudad, rodearme de la gente que transitaba sus calles y que siempre me había dado alegría, y encontrarme con mi familia y mis viejos amigos. Tal vez en Montevideo podría recuperar mi vida. André ya no iba a volver, y en Londres yo me había vuelto un ermitaño: solo trabajaba en la orquesta y luego me iba a casa sin aceptar invitaciones para salir. Margaret, Allegra y Paul se habían hartado de tratar de sacarme de mi letargo, y al fin se dieron por vencidos. Era mejor así; pronto también los iba a dejar atrás. Unos meses antes del primer cumpleaños de Snow, me despedí de Europa y volví con él a mi tierra.

El gato se había acostumbrado al jardín de mi antigua casa: le gustaba dormir al sol y trepar a los árboles, por lo que no quise negarle el placer de tener otro jardín en Uruguay. Elegí una casa grande y tranquila, cerca del mar, un sueño de mi adolescencia: estar cerca de la playa y poder caminar por la arena temprano a la mañana, sentir el ruido de las olas bañando la costa, y que el viento cargado de olor a salitre entrara por mis ventanas. Pero la casa también tenía un jardín con árboles, acorde a las necesidades de ese animal que estaba criando cada vez más consentido.

—¿Te gusta, gatito? —le pregunté, cuando lo saqué por primera vez. Agachado en actitud vigilante, Snow investigó el césped y las plantas del jardín, olisqueó el tronco de un árbol que estaba justo frente al ventanal de la habitación que yo iba a destinar como mi escritorio, y me asustó cuando trató de saltar el muro que llevaba a la finca lindera; el fuerte ladrido de un perro lo sobresaltó y lo hizo cambiar de idea. Prefirió treparse al árbol para investigar sus dominios, y luego buscar un rincón soleado para echarse. Allí se durmió, complacido: había aprobado mi elección.

                                                                         ***

Fanny me miró a mí y después a Snow, y luego volvió a mirarme: cuando le dije que Percy había muerto de viejo en Londres, y que yo "casualmente" había encontrado a un tercer gato blanco de ojos celestes al que había llamado Snow, como el primero, vi la incredulidad asomar a su rostro. Seguro pensó que era uno de esos individuos que mandaba clonar a sus animales fallecidos.

—Qué casualidad, ¿no? Tres gatos iguales... —me dijo, sin quitarme sus inquisitivos ojos de encima. Por suerte Snow se acercó a olerla y después le bufó, asustado—. Dios... Ahí vamos otra vez... —Iba a tener que volver a ganarse el cariño de mi mascota, que esta vez en serio no la recordaba.

Mi amiga resultó ser una gran compañía en esos momentos en los que yo aún no sabía qué iba a hacer con mi vida: la fama que conquisté en Europa me había seguido hasta Uruguay, y me hicieron algunas propuestas para integrar orquestas; mi intención era buscar una que no se fuera de gira: ya no tenía ganas de vagar por el mundo, y tampoco quería dejar a Snow solo.

—Yo te lo puedo cuidar cuando viajes —me dijo Fanny, que después de unos días había logrado ganar otra vez su confianza, y le había traído de regalo una pelota de un material plástico, llena de huecos por donde meter las patas e intentar cazar los cascabeles que tenía adentro. Esa cosa era lo más ruidoso que había, y no me permitió escucharla. Fanny tuvo que repetir a los gritos lo que me había dicho—: ¡Que yo puedo cuidarlo! ¡Por favor, Snow! ¡Jugá con otra cosa!

Volví a reírme como en los viejos tiempos: era bueno estar en casa.

                                                                            ***

Aún conservaba la llave que André me había enviado junto con sus cartas, pero no me había atrevido a ir al depósito: sabía que me iba a encontrar con sus recuerdos más preciados, y que mi corazón se iba a romper cuando los viera. Pero no tenía idea de cuántos años llevaba ese lugar sin custodia, y temí que lo embargaran o que lo que estaba depositado allí se estuviera arruinando por falta de cuidados. Un día junté coraje y fui a ese lugar. Un empleado bastante solícito me franqueó la puerta y me indicó a donde ir:

—El hombre que vino a contratar este depósito pagó varios años por adelantado. Es raro —comentó, mientras se rascaba el cuello y hacía una especie de puchero que arrugó toda su cara—. Cada tanto hacía un giro desde el exterior, y siempre se mantuvo al día con los pagos, pero no vino más.

Casi no pude controlar el temblor de mis manos mientras sacaba la llave de mi bolsillo. El hombre se había quedado curioseando, y yo lo miré fijo sin decirle nada, hasta que se dio cuenta de que no quería testigos. La cerradura se resistió un poco, pero al fin la puerta de chapa corrediza se alzó con un ruido estridente, y yo me vi de frente a un espacio lleno de cajas de madera, muy bien cerradas. Cuando abrí una de ellas la encontré repleta de libros. Esa tenía que ser la colección que André había juntado a través de los años. Su mayor tesoro, el que ahora me tocaba cuidar.

Hice trasladar las cajas a mi nueva casa, y destiné una de las habitaciones para armar una biblioteca. A través de esos libros pensaba conocer un poco más del pensamiento y las ideas de André. Pero sin embargo, cuando empecé a leerlos me llevé otra sorpresa.

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